Este día fue la gran paliza del viaje en autobús, ya que nos tocó recorrer 391 kilómetros, lo que supone cinco horas de carretera según Google Maps:

Casi todo el trayecto lo hicimos por carreteras desdobladas. No son equivalentes a nuestras autovías o autopistas, aunque se circula rápido y con bastante seguridad. La meteorología fue cambiando según pasaban los kilómetros, con tramos con mucho sol y otros amenazando tormenta. Llover, no llovió. Por el camino, intenté entretenerme tomando algunas fotos de que me llamaba la atención, sobre todo del paisaje, que alternaba zonas muy áridas con tierras de labor y campos verdes donde pastaban rebaños de ovejas. También cruzamos una zona montañosa bastante llamativa, pero lo más espectacular no pilló de mi lado, con lo cual, no pude captarlo con la cámara.


Pasamos junto a dos grandes lagos: Beysehir Gulu y Egirdir Gulu (gulo significa lago). En parada técnica, nos detuvimos en un parador de carretera donde tomamos un café y un postre típico con crema de yogur y polen de no recuerdo qué flor. Se me ha olvidado su nombre y si estaba bueno o muy bueno; malo, no.


Me encantó este mapa que tenían expuesto en la estación de servicio (era informativo, no estaba a la venta).


Por fin, empezamos a vislumbrar las montañas blancas de Pamukkale. El cielo estaba negro, negro. Hicimos un alto para almorzar antes de empezar las visitas. Teníamos la esperanza de que el cielo se despejara mientras tanto.

A estas alturas, he olvidado qué comimos y dónde porque, de pronto, nos enteramos de un asunto que requirió toda nuestra atención: en España (y otros lugares de Europa) se había producido un apagón que había dejado al país a oscuras y desconectado. ¿Perdón?
La noticia corrió como la pólvora y empezamos a enviar mensajes por wathsapp a nuestros familiares, preguntando qué ocurría. Por supuesto, nadie recibió contestación, lo que incrementó nuestra inquietud, aunque por fortuna no duró mucho, pues, curiosamente, enseguida nos dimos cuenta de que estábamos mejor informados sobre la situación real que la gente en España, ya que manteníamos todos los servicios que allí faltaban, como internet. Sin embargo, nuestro guía local no estaba dispuesto a ceder su protagonismo al apagón. No es que nos prohibiera el uso del teléfono móvil (faltaría más), pero casi. Así que nos instó a apresurarnos para hacer las visitas programadas a Hierápolis y Pamukkale, independientemente de si el cielo (negro, negro) daba su venia.
Hierápolis.
Frente a la entrada del sitio arqueológico, nuestro inefable guía estuvo un buen rato ofreciéndonos todo tipo de explicaciones históricas y arqueológicas cuyo interés ni mucho menos pongo en duda aunque sí su extensión. Ya en el interior, continuó su discurso mientras empezaban a caer auténticos chuzos de punta sobre nuestras cabezas. Daba igual; él proseguía imperturbable, sin entender por qué poníamos menos afán en prestarle atención que en sacar los paraguas y enfundarnos a toda prisa los chubasqueros.

De pronto, ¡paró de llover!
Aplaudimos tal cual, pues lo que veíamos nos gustaba y queríamos disfrutarlo sin calarnos y ya por nuestra cuenta. El guía español nos aconsejó que aprovechásemos primero para visitar el teatro, lo más impactante de Hierápolis, no fuera a ser que más tarde volviese a jarrear. Y eso hicimos mis amigas y yo. Pero iré por partes.
Aplaudimos tal cual, pues lo que veíamos nos gustaba y queríamos disfrutarlo sin calarnos y ya por nuestra cuenta. El guía español nos aconsejó que aprovechásemos primero para visitar el teatro, lo más impactante de Hierápolis, no fuera a ser que más tarde volviese a jarrear. Y eso hicimos mis amigas y yo. Pero iré por partes.

Hierápolis (ciudad sagrada en griego) fue fundada por Eumenes II, rey de Pérgamo, a finales del siglo II a.C. Situada junto a las terrazas calcáreas de Pamukkale, durante el periodo helenístico se extendió la fama de la calidad de sus aguas termales y se convirtió en una concurrida zona balnearia; también era muy apreciada la calidad de sus tejidos. En el 133 a.C., se integró en el Imperio Romano.

Reconstruida tras un terremoto que la asoló en el año 60 a.C., alcanzó su mayor esplendor durante los siglos II y III d.C. Contaba con comodidades propias de las ciudades prósperas, como canales tanto para transportar el agua como para llevar los residuos a las letrinas. Podemos imaginarnos su aspecto mirando la recreación que aparece en un panel informativo.

A partir del siglo V entró en definitiva decadencia, llegando a quedar parcialmente sumergida bajo el agua y los depósitos de travertinos. Junto con Pamukkale, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988.

Flanqueada por columnas que albergaban tiendas, templos y edificios públicos, su avenida principal (Plateia) medía un kilómetro de largo por trece metros de ancho y se extendía desde el Arco de Domiciano hasta la puerta sur.


Sin duda, lo más destacado de lo que queda de Hiérapoles es su Teatro, situado en un alto y que ya impresiona vislumbrándolo desde lejos, tanto por la propia edificación como por el paisaje, aquella tarde espeluznantemente iluminado por los relámpagos.

Para ver el interior, se sube por un camino bastante cuesto (existen cochecitos que llevan a las personas que no pueden o que no quieren caminar), pero merece la pena hacer el pequeño esfuerzo, pues se van contemplando numerosas ruinas interesantes.



Por todo el recinto hay paneles informativos de cada lugar en turco e inglés, aunque también vimos algún cartel en italiano. De camino hacia el Teatro, se pasa por el Templo de Apolo, que contaba con un estanque sagrado, que hasta hace poco tiempo se utilizaba como piscina termal (la piscina de Cleopatra) donde los turistas podían bañarse rodeados de fragmentos de columnas y mármoles romanos. En el momento de nuestra visita, estaba cerrado todo este recinto por obras de restauración.



Al entrar al Teatro, me quedé maravillada, pues la panorámica que presenta desde la parte superior es soberbia. Fue construido en siglo III, en tiempos del emperador Séptimo Severo. Con capacidad para 20.000 espectadores, contaba con 45 hileras de asientos, de las que se conservan 30 originales. Las columnas y los frisos del escenario estaban decorados con grabados de Apolo y Artemisa. Fue cuidadosamente restaurado entre 2009 y 2013, por lo que ahora presenta un aspecto fantástico.


Después fuimos a visitar el Museo, situado en las antiguas Termas, que contaban con una zona común para hacer ejercicio (palestra) y espacios privados.



Nos pareció muy interesante, pues reúne muchas piezas, objetos y esculturas recuperados durante las excavaciones del sitio arqueológico: columnas, sarcófagos, estatuas, vasijas, joyas, monedas… Merece la pena verlo.



En los alrededores también se pueden visitar dos necrópolis, una basílica bizantina y las ruinas de un santuario del siglo V dedicado a San Felipe, que se ubicó en el lugar donde, según la tradición, el apóstol fue crucificado y emparedado. El edificio quedó destruido por un incendio en el siglo VI.


Aunque es verdad que los restos que se conservan (salvo el teatro) en su conjunto no resultan tan espectaculares como los de otras ciudades romanas, tipo Éfeso o Jerasa, nos gustó mucho Hierápolis. Lástima que la meteorología no acompañase demasiado, pero también dimos gracias por la tregua que nos dio la lluvia, lo que nos permitió movernos con cierta comodidad.

Pamukkale.
Los “castillos de algodón” (traducción de la palabra turca Pamukkale) se han hecho famosos por las fotos idílicas que circulan en revistas de viajes, internet, Instagram… Pero la realidad que se ve a menudo difiere de la que se pinta y hay opiniones para todos los gustos, consecuencia de la desilusión que provoca en algunos visitantes su deterioro y la masificación. De todas formas, tenía mucha curiosidad y cuando miré el itinerario del viaje, me aseguré de que incluyera Pamukkale.

La formación geológica de Pamukkale, de 2.700 metros de longitud y 160 metros de altura media, se encuentra al suroeste de la provincia de Denizli, en el valle del río Menderes. Los movimientos tectónicos ocasionados en la cuenca del río provocaron, además de fuertes terremotos, diecisiete fuentes termales muy ricas en minerales, en particular carbonato cálcico. Con el paso de los siglos, la evaporación del gas carbónico ocasionó grandes acumulaciones calcáreas en las laderas de la montaña tomando la forma de cascadas y terrazas que recordaban una gran catarata congelada. Las balsas que retenían el agua, de intenso color azul, producían efectos cromáticos muy bellos en contraste con el blanco inmaculado de los travertinos.


Como ya he comentado, la fama de las propiedades curativas de estas aguas se extendió, dando lugar a la fundación de la ciudad de Hierápolis. Durante las últimas décadas del siglo XX, comenzó una explotación turística exagerada, edificándose en la parte más alta varios hoteles que, además de utilizar las fuentes para llenar sus propias piscinas, vertían las aguas residuales directamente sobre las formaciones, provocando que su color blanco se volviese marrón.


También se construyó una rampa asfaltada para dar acceso a los establecimientos. Los turistas se bañaban en las balsas con jabones, caminaban por las terrazas con el calzado puesto y subían y bajaban por las laderas en motos y bicicletas. Estos hechos produjeron un gran deterioro en las formaciones, que se intentó revertir tras la declaración del sitio Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988.


Así, se derribaron los hoteles, se cubrió la rampa con pozas artificiales, estableciéndose una zona acotada que es la pueden pisar ahora los turistas, si bien caminando descalzos. La mayor parte de las balsas naturales no tienen agua y está prohibido pisarlas para facilitar su regeneración, que será muy lenta.

La tormenta había tenido su lado bueno, pues el sitio estaba concurrido pero no petado, seguramente por la mala climatología. Existen miradores para contemplar el entorno y pasarelas para moverse, pero la mayor parte de la gente se arremolina en los alrededores de las balsas de aguas azules dentro de las cuales se permite caminar, aunque el agua apenas llega a las rodillas en el mejor de los casos. Aparte de lo incómodo que resulta y que te puedes resbalar, sinceramente, no entiendo la necesidad de meterse ahí. Quizás el mal tiempo me ofreció una visión equivocada, no lo sé.

Después de hacer algunas fotos tratando de obviar el gentío, fui paseando hacia la pasarela que desciende (o asciende, según el caso) a la zona inferior, desde donde supongo que se contemplan los panoramas más sugerentes. Allí, no había absolutamente nadie; claro que allí no está permitido meterse en las balsas.


El paso hacia abajo estaba cortado, ignoro si por una regulación concreta, alguna reparación o por las condiciones meteorológicas adversas, porque abajo sí que vi gente. Al cabo de un rato, empezó a llover con fuerza de nuevo y no hubo más remedio que dar por terminada la visita apresuradamente.

Creo que merece la pena visitar Pamukkale, una formación geológica diferente, incluso espectacular, aunque se ve muy perjudicada por la masificación. En mi opinión, quizás sería preferible dejar libre de personas el espacio completo de las terrazas de travertinos para permitir una regeneración más rápida y unas panorámicas más bonitas. Entretanto, hay que conformarse con emplear el zoom para tomar fotos un poco parecidas a las de internet.


De camino al hotel, volvió a salir a colación el tema del día: el apagón en España. Alguien conectó la radio al altavoz del autobús y, a través de las emisoras españolas, fuimos conociendo en directo lo que estaba pasando y cómo se iba recuperando la luz paulatinamente en los diferentes lugares. Ninguno habíamos podido conectar con nuestros familiares, pero estábamos tranquilos porque sabíamos que no había problemas de orden público. Fue una situación muy curiosa, pues nosotros en Turquía seguramente estábamos mejor informados que gran parte de los españoles en España.