Después de almorzar en un restaurante de Goreme, reanudamos la ruta hacia Konya, nuestro segundo destino en Turquía y donde nos alojaríamos esa noche. En total, unos 236 kilómetros, que se recorren por carretera en algo más de tres horas.
Itinerario aproximado de la jornada según Google Maps.


Fuimos sobre todo por autopista, así que resultó relativamente rápido y cómodo. Por el camino, hice fotografías de algunas poblaciones. También me llamó la atención una montaña muy alta todavía con retazos de nieve; al parecer, se trata de una importante estación de esquí turca. Entre la distancia, una ligera bruma y una caperuza de nubes, la foto salió mucho menos nítida que su estampa en directo.

Nada más entrar en Konya empezamos a ver carteles referentes a los Derviches, nombre que reciben los miembros de una fraternidad religiosa musulmana sufí de carácter ascético o místico que aceptan la pobreza y aspiran a alcanzar el estado de divinidad (clímax o éxtasis) mediante esfuerzos o prácticas religiosas. En Konya, se trata de derviches danzarines, pues entran en trance con una danza giratoria. Nos habían ofrecido la posibilidad de asistir a una “misa” de derviches, pero el precio de 35 euros nos pareció excesivo para algo en lo que no teníamos demasiado interés. Además, aunque nos aseguraron que se trataba de una ceremonia auténtica, tampoco nos fiábamos que en realidad no fuese un pase turístico. Solo se animaron cinco personas del grupo. En Estambul, también hay posibilidad de presenciar estas ceremonias, pero preferí dedicar el tiempo a otras cosas.

Antes del viaje, había leído que Konya no tiene nada que ver, algo con lo que a posteriori no estoy de acuerdo. Habitada ya por los hititas, su nombre era Iconio en los tiempos de romanos y bizantinos, si bien su mayor esplendor lo alcanzó en el siglo XII como capital del reino selyucida de Rum. Se encuentra en una llanura elevada de la estepa de Anatolia Central, actualmente cuenta con un millón y medio de habitantes y su aspecto es mayoritariamente moderno, con edificios residenciales de los que puede haber en cualquier población europea. Sin embargo, también conserva una parte antigua con ambiente tradicional.



Además de pernoctar, nuestro objetivo principal era el Mausoleo y Museo de Mevlana, situado en una plaza muy amplia y resultona al formar conjunto con la Mezquita del Sultán Selim. Aquí es inevitable la foto de recuerdo.

A continuación, tuvimos el resto de la tarde libre para recorrer Konya a nuestro aire.

Museo y Mausoleo de Mevlana.
Constituye la principal atracción de la ciudad de Konya y no tanto para los turistas como para los musulmanes sufíes, que lo consideran un lugar sagrado, incluso de peregrinación. En cualquier caso, el sitio es muy bonito e interesante y merece una visita.

Este conjunto de edificios se refiere a Yalal ad-Din Muhammad Rumí, uno de los místicos islámicos más importantes del mundo. Se asentó en Konya en la época de los selyucidas, donde se cree que murió en 1273. Con una filosofía de unión espiritual y amor universal, fundó la secta mística de los derviches de Mevleví o derviches danzarines.

El Museo alberga la Tumba de Rumí y es una prolongación de la residencia original de los derviches, cuya historia se remonta a 1231, cuando el sultán Kaikubad I donó a Rumí su jardín de rosas para el enterramiento de su padre. A su muerte, Rumí también fue enterrado en el mismo lugar, donde su sucesor construyó un mausoleo financiado por los emires y que se acabó en 1274. La cúpula es espectacular, está cubierta de azulejos de color verde turquesa, constituye todo un símbolo en la ciudad y luce fantástica tanto desde el interior como desde el exterior del complejo.


Posteriormente, se fueron añadiendo secciones al edificio original. En 1926, el mausoleo y la residencia de los derviches se convirtieron en un museo que se denominó oficialmente Museo Mevlana en 1954.

Una vez dentro del recinto, rodeado por una valla, nos encontramos en un gran patio pavimentado en mármol y con varios sitios interesantes en los que fijarnos, como la Chadirvan o fuente de las abluciones, del siglo XVI. También se pueden ver y visitar las celdas de los derviches, cubiertas por pequeñas cúpulas, la cocina y varias lápidas funerarias muy interesantes, así como un cementerio donde se enterraba a las mujeres.


Para pasar al interior del Museo, donde se encuentra la Tumba de Rumí, hay que ponerse un cobertor de plástico sobre los zapatos. Aunque no es obligatorio que las mujeres nos cubramos el pelo, hacerlo es una muestra de respeto hacia los creyentes y tampoco cuesta nada. No hay problema en tomar fotos en el interior, si bien conviene tener cuidado para no captar de frente a las personas que están rezando. Es un lugar bastante concurrido, tanto por fieles como por turistas.

Una vez traspasadas las puertas, decoradas con textos del siglo XV, se accede a la Sala de Cánticos y, después, al mausoleo, donde se encuentran los ataúdes de familiares de Rumí y de otros altos cargos de la Orden. La antigua Sala Ceremonial, donde danzaban los derviches, se utiliza ahora para las exposiciones del museo.

Lo más destacado es, sin duda, la Cámara Funeraria Real, que se encuentra bajo la cúpula turquesa y donde está el sarcófago Mevlana, cuya talla en madera es una obra maestra del siglo XII. Está recubierto de brocados bordados en oro con versículos del Corán que fueron un regalo del sultán Abdul Hamid II en 1894. Al lado, están los sarcófagos del padre y la esposa de Rumí. La celosía de plata que separa los sarcófagos de la estancia principal es del siglo XVI.

En la cámara principal, se encuentra también una pequeña mezquita donde se exhiben antiguos coranes, valiosas alfombras y una hermosa caja de madreperla que según unos contendría el corazón de Mevlana y, según otros, un pelo de la barba de Mahoma.

Saliendo al exterior, nos topamos con el Mausoleo del Sultán Hürren y la antigua residencia de los derviches, donde un conjunto de maniquíes con vestuario real representan escenas de la vida cotidiana.

Dejando aparte que había mucha gente (más fieles que extranjeros), la visita me pareció muy interesante.
Un paseo por el centro de Konya.
Una vez visto el Museo, fui caminando hacia el casco antiguo. De camino, hay varias calles comerciales, algunas con aspecto moderno, pero según avanzaba las tiendas se transformaban en las típicas donde compran los lugareños.

Había que tener mucho cuidado al cruzar las calles porque los coches no paran, más bien te toman como objetivo. Bueno, nada nuevo bajo el sol en algunos países.

Me asomé a algunos callejones del zoco, pero solo caminé lo justo por ellos, sin meterme en vericuetos, pues me daba miedo perderme (me suele pasar) y agobiarme si no encontraba la salida antes de la hora a que habíamos quedado.

Entre las varias que vi, me llamó la atención la Mezquita de Azizia. Su origen se remonta al siglo XVII, pero tras quedar destruida por un incendio en 1867, se reconstruyó en 1874 en un estilo que mezcla el otomano y el barroco. Lo más interesante es que cuenta con doble minarete, el techo de cada uno sostenido por columnas, lo que la hacen única en Turquía. No tiene patio y las fuentes están en el exterior, junto a los minaretes. Además, tiene escaleras para acceder y las ventanas son más anchas que las puertas.

Y poca cosa más, pues descarté llegar hasta el parque histórico donde se encuentra la Mezquita de Aladino, que estaría cerrada ya. Al cabo de un rato, me reuní con mis amigas y el resto del grupo. Regresamos paseando hasta el autobús, pero un vendedor muy avispado (se las saben todas), nos llamó a gritos y empezó a ofrecer sus recuerdos “a un euro” (en español, no faltaba más). Varias personas se lanzaron sobre el puesto como si no hubiese más en Turquía. Bueno, no se trata de que yo lo critique porque no me guste comprar, pero me pareció un poco chocante. Luego nos quejamos de que nos paren en tiendas
... En fin, me alegro por el vendedor, que hizo su agosto en mayo.
Esa noche nos alojamos en el Gran Hotel de Konya, un establecimiento de cinco estrellas, claramente destinado a ejecutivos y asistentes a ferias y congresos, ya que está situado a 15 kilómetros del centro, en un barrio nuevo, todavía en pleno desarrollo.

Desde el piso 17, las vistas eran impresionantes y abarcaban kilómetros del espacio circundante (no muy vistoso, la verdad), pero entre el reflejo del sol poniente y que los cristales estaban súper sucios y muy rayados, hacer una foto decente fue tarea imposible. En cualquier caso, pese a su conjunto de estrellas, fue el que menos nos gustó del viaje en cuanto a cena y desayuno; eso sí, las habitaciones estaban bien (faltaría más).
