Sobre las 00:07 llegaron a nuestros asientos con el carrito de la cena y nos ofrecieron dos opciones: pollo o lasaña. Igual que en el vuelo de ida, los tres elegimos pollo sin dudar.

A los pocos minutos, escuché una discusión en voz baja entre una pasajera y parte del personal de vuelo. Resultó que eran los últimos asientos por servir, pero ya solo quedaba lasaña. La señora, muy educadamente, explicó que tenía alergia al tomate y no podía comerla bajo ningún concepto, ya que la lasaña llevaba una buena cantidad.
Una de las azafatas salió corriendo hacia la parte trasera del avión, donde se encuentra la comida reservada para el personal, con la intención de ofrecerle uno de sus platos a la pasajera. Mientras tanto, observaba cómo varios miembros de la tripulación se agrupaban cerca del asiento de la señora, con rostros visiblemente preocupados. La situación era delicada.
Pocos minutos después, regresó la azafata y, con un tono claramente decepcionado, explicó que la comida del personal también contenía tomate. En ese momento, me acerqué a uno de los miembros de la tripulación y le ofrecí mi bandeja, que aún no había abierto, para que se la entregaran a la pasajera. A cambio, aceptaría la lasaña.
La reacción del personal fue inmediata: sus rostros se relajaron aliviados y me dieron las gracias de forma muy sincera. Afortunadamente, todo se resolvió sin mayor problema, y la señora pudo cenar sin poner en riesgo su salud.
A las 00:15, ya con mi bandeja de lasaña en la mesa, comencé a cenar. El plato consistía en cinco rollos de carne y pasta cubiertos con una capa de bechamel y queso rallado. Muy similar a las lasañas precocinadas que se compran en la zona de congelados de cualquier supermercado. La cena venía acompañada, al igual que el pollo, de un panecillo y un pequeño bizcocho. Como bebida, ofrecían Coca-Cola, Fanta, zumos, o agua.

El resto del vuelo transcurrió con absoluta normalidad. Fue un trayecto tranquilo, con solo algunas turbulencias puntuales que no generaron mayores molestias. La mayor parte del tiempo la pasamos dormidos, lo cual hizo el viaje más llevadero.
Sobre las 12:28 (hora española), aterrizamos en el aeropuerto de Madrid-Barajas. El aterrizaje fue suave y sin contratiempos.

A las 12:45 ya habíamos desembarcado del avión, en un proceso ágil y ordenado.

Recorrimos varios pasillos hasta llegar al control de pasaportes, donde encontramos cierto desorden. Habían realizado cambios recientes en la distribución de las filas, y muchos pasajeros no sabían a dónde dirigirse. Aun así, conseguimos pasar sin demasiada espera.
Nos dirigimos a la zona de recogida de equipaje, y, sorprendentemente, nuestras maletas aparecieron en la cinta en menos de 20 minutos. Muy rápido, teniendo en cuenta experiencias anteriores. Eran exactamente las 13:18.

Salimos de la terminal y fuimos directamente a la parada del autobús de larga estancia, situada al final de la Terminal 1, en la planta baja, perfectamente señalizada con carteles.

A las 13:30 llegó el autobús, y en menos de cinco minutos ya estábamos en el parking de larga estancia.

Una vez en el coche, organizamos todo y salimos del aparcamiento a las 13:58, no sin antes pasar por la oficina para abonar el importe del estacionamiento.
Ya de nuevo al volante, y con dirección a casa, hicimos una breve parada a las 14:25 en el centro comercial Nassica, en Getafe, para repostar gasolina.
Sobre las 15:20 hicimos una segunda parada, esta vez en el McDonald's situado frente al centro comercial El Deleite de Aranjuez. Aprovechamos para estirar las piernas y comer algo rápido.
Desde ahí, emprendimos el último tramo del viaje de regreso. No hicimos más paradas durante todo el trayecto, ya que el calor era sofocante, y preferimos continuar sin detenernos, disfrutando del frescor del aire acondicionado del coche.
Finalmente, llegamos a Jerez sobre las 21:00 horas. Fue una sensación agridulce: por un lado, la tranquilidad de volver a casa; por otro, la melancolía de haber dejado atrás un lugar donde fuimos verdaderamente felices.
Lo primero que hicimos al llegar fue saludar a nuestro gato Simba, al que habíamos echado muchísimo de menos, ya que, aunque teníamos cámaras en la casa para verlo, la aplicación de las cámaras, al igual que otras aplicaciones de redes sociales, no funcionaban en Cuba, y no pudimos verlo en todo el viaje.
Después, sin perder tiempo, comenzamos a vaciar las maletas. Toda la ropa fue clasificada por colores, porque nos esperaban muchas lavadoras por delante… y con ellas, la vuelta a la rutina.
