Segundo despertar en Lalibela, que para celebrar, me subo a las 5 y media de la mañana al tejado terraza del hotel, a ver el amanecer entre las mountains que amparan el pueblo. Abajo, en el patio de entrada donde aparcan los vehículos, los guias y los conductores se afanan, antes de encontrármelos media hora después en el desayuno, en echar un vistazo unos a los itinerarios, y en revisar otros los toyotas para dejarlos a punto para las rutas.
Al fondo, camuflados bajo un árbol de la entrada, los soldados que custodian con sus fusiles el recinto hotelero por turnos de guardias, dia y noche, observan el hormigueo, sin darse cuenta de que a su vez ellos son observados. En el desayuno, el personal de servicio a las 6 de la mañana, es el mismo que nos sirvió la cena el dia anterior a las 9 de la noche. Atentos y agradables, se acercan a las mesas a rellenar las tazas de café, desde su charla con los brazos cruzados junto a las cubetas del buffet libre.
MEKELA MEMORIAL PATRIOTS HOSPITAL
Nos quedan dos dias en Lalibela, y uno de ellos está destinado a acompañar a los voluntarios médico-sanitarios del Dr. Herman, que va a permanecer dos días realizando operaciones quirúrgicas en el hospital. En Addis Abbeba, ya nos habíamos encontrado el día de la llegada a un colaborador suyo, intentando solucionar las trabas que las autoridades paternalistas de Etiopía, habian puesto para dejar entrar en el país los envios de material quirúrgico que se necesitaban.
A primera hora de la mañana, nos acercamos hasta el hotel donde los voluntarios esperan para marchar al hospital, ya con todos los permisos necesarios, y solucionada la entrada del material. Nos dividimos en dos grupos, Johan, Victor y Rita montan en el bus del equipo, ya que van a colaborar directamente en tareas de apoyo y de organización, y Anabel, Arnau y yo, que nos vamos a mantener en un segundo plano, les seguimos en nuestra furgoneta.
La llegada al recinto, coincide con la apertura de puertas, que da paso a toda la marea de personas que esperan impacientemente, y que ya sea citados del año anterior, con las radiografías o pruebas imprescindibles que se les había solicitado, o ya sea las nuevas visitas que se han enterado de la consulta por el boca a boca, han llegado por sus propios medios, en muchos de los casos desde aldeas a kilómetros de distancia, destinando varias jornadas para llegar en burro o a pie.
La cola de pacientes, es dirigida hacia una primera sala de consultas donde un médico cooperante junto con apoyo de personal del propio hospital, es el responsable de determinar los casos más urgentes a intervenir, o de redireccionar a los pacientes menos graves hacia los despachos del resto de médicos cooperantes, para pasar consulta, prescribirles la medicación necesaria, y enviarles a la caserna exterior de chapa, en funciones de farmacia del hospital. Entre esta cola, que pocas horas después se ha convertido en grupos diseminados por todo el recinto, no ha sido agradable ver a gente arrastrándose por la polio, bebes en brazos de sus madres, algún miembro gangrenado, pacientes aquejados de enfermedades parasitarias, los bultos de los numerosísimos casos de bocio, o los cuadros de debilidad y tez amarillenta de los enfermos de malaria.
Tras unas horas por el hospital, haciendo alguna foto por el recinto exterior y hablando con personas que, confundidas por el hecho de ser extranjero creen que pertenezco al equipo de voluntarios, y se acercan para solicitarme que hable con los doctores para atender sus casos, viendo que en realidad ni hago ni puedo hacer otra cosa allí que estorbar o molestar, y tras hablar con Arnau y Anabel, decidimos dejar el hospital para pasear y visitar el pueblo, citándonos más tarde para comer con el resto del grupo.
PASEOS POR LALIBELA Y COMIDA
Prácticamente en la línea de salida, ya somos tres extranjeros escoltados por una tropa de peques y estudiantes. Mientras camino charlando con Asafa, un despierto chaval que me cuenta cosas de Etiopía y de lo que vamos viendo en el camino, Arnau y Anabel unos metros detrás, rodeados por un ejército de niños y adolescentes, llevan cogidos de la manos a unos enanillos mocosos que no levantan un palmo del suelo. En dirección al pueblo, cuyo centro me señala a lo lejos Asafa con la mano, este me informa que las chabolas de lata ennegrecida por los fuegos, por las que cruzamos, forman parte del núcleo antiguo de Lalibela. A la entrada, unos peques corretean descalzos entre la tierra y las piedras.
Media hora más tarde, ya dispersado el público asistente, llegamos al centro, identificable fácilmente por los bancos, oficinas, tiendas, servicios, y restaurantes que se ven, y nos sentamos en una cafetería llamada John café, con un montón de pegatinas con estrellas, de guías de viajes, y que acabamos certificando como merecidas, por la excelencia de lo que tomamos en su terraza, un café recién molido, un genial zumo de frutas elaborado con agua embotellada, y la encantadora atención de la dueña y su empleada. Buen sitio.
Para rematar, atraidos por las telas y objetos que cuelgan en un lateral de la misma terraza, entramos en la tienda anexa comunicada con la cafetería, donde a la misma dueña le acabo comprando un precioso fular tradicional por 80 birs, unos 3 euros, y mi pareja de compañeros, aprovechan los buenos precios, para surtirse de regalos, comprando algunas telas y objetos y utensilios etíopes.
Tras el regateo de Arnau, con un chaval que le pide nada menos que 1 euro por una partida de ping pong que ha echado en una mesa en medio de la calle, tomamos camino de vuelta al hospital a recoger a nuestros compañeros, y coincidimos con los grupos de escolares que han acabado las clases, y figuradamente hablando, charlamos con un loco con una larga y gruesa vara, a la que según cuenta riendo, le da un uso nada pacífico en el interior de la cárcel por la que cruzamos poco antes del hospital, y cuya entrada bajo un arco, señala risueñamente el hombre con la mano, antes de entrar. También pasamos revista, a las filas en formación de maderos para la construcción, al lado de cuyas bases clavadas al suelo, están sentados sus propietarios.
Comemos todos en el restaurante del aparthotel “Seven olives”, también por lo que parece ser, y por las pegatinas de touroperadores, guias, y agencias de viajes que empapelan el cristal de la puerta de entrada al restaurante, extensamente nominado, alabado, aseado y recomendado. Lo cierto es que la comida no está nada mal, y se ve enormente concurrido tanto el interior, como la terraza exterior que da al arroyo Yordanos. Probamos diversos platos, y no le pudimos encontrar ningún aspecto negativo a ninguno de ellos, a excepción de sus porciones pantagruélicas, de las que puedo dar fe, ya que a mí y a Víctor nos fue imposible acabar las apetitosas hamburguesas que pedimos, al precio de 3 euros.
Lamentablemente, la clausura de nuestra primera velada en el Seven Olives, quedó marcada por el accidente de Rita, la cual, tras despedirse de nosotros con la intención de acercarse a la tienda del John Café a hacer unas compras, se cayó por unas escaleras de los jardines del aparthotel, abriéndose unas aparatosas brechas en la sien y en la pierna, que afortunadamente a pesar de la sangre y de la impresión, no revistieron mayor gravedad que la necesidad de una buena limpieza, una desinfección, y un par de puntos al llegar al hospital. Todo ello hay que decir, sin la usual huraña presencia de nuestro guía, que se había largado un rato antes, junto con el conductor y la furgoneta.
Tratando de aliviar anímicamente a Rita de sus heridas, nos dirigimos primero en bloque hacia el John café, a reponernos tomando uno de sus aromáticos cafés, y a saciar los monos de consumismo, vaciando de existencias su tienda de regalos, y después, que remedio, a dar un paseo de vuelta al hotel, donde habíamos quedado con Yohanes, que nos había invitado a cenar en su casa familiar.
Este, como los demás paseos que dimos por Lalibela, no resultó nada aburrido. De entrada, arrancamos del John Café con tres jóvenes gañanes, como diría un amigo mío, pegados a nosotros y que no nos dejaron ni a sol ni a sombra. En una primera parada del paseo, nos detuvimos en las chabolas viviendas de un terraplén cerca de la iglesia de San Jorge, atraidos por las labores de una familia. Las mujeres, como habíamos visto anteriormente, laboraban en el espacio entre las chabolas cribando el teff con los cedazos para elaborar injera, mientras un hombre permanecía alejado unos metros en un rincón debajo del terraplén, hilando sentado con un rudimentario artefacto.
Tras pedir el permiso correspondiente, les tomamos una cuantas fotografías, le compramos a una de sus niñas, con el espabilado don de su arrolladora simpatía, unos colgantes con cruces etiopes hechos con cuero de cabra, y observamos al hombre elaborando el hilo con su sistema artesanal. Mientras, sentados en lo alto del terraplén, los tres adolescentes mangantes se reían en tono burlón, esperando pacientemente a que acabáramos la visita, pero sin tener ni idea de lo que poco despúes se les vendría encima.
Unos cientos de metros más adelante, unos hombres paran a los tres jóvenes que nos acompañan, mientras nosotros seguimos caminando. Tras una breve conversación, dos son retenidos y uno sale disparado corriendo hasta cerca de donde nos habíamos parado nosotros, intrigados por la escena. Inesperadamente, uno de los chavales es volteado al suelo, y lapidado dos o tres veces en la espalda, mientras está arrodillado en el suelo con las manos en la cabeza. Ante el cariz que toma el asunto, giramos para continuar caminando, mientras le gritamos en tono amenazante al chaval que permanecía cerca nuestro, que se largue por otro camino, cosa que hace zumbando ladera arriba y escondiéndose entre una arboleda.
Un poco después, el camino se convierte en una carrera de obstáculos, al llegar a la bajada hacia la calle del hotel. En obras, con hombres, mujeres y niños trabajando en las zanjas de los márgenes de la calle, nos vemos obligados a caminar sobre las grandes rocas que ocupan totalmente el ancho de la calzada, durante un buen tramo. A los lados, y ya sin interrupción hasta nuestro destino, se suceden los garitos de souvenirs/artesanía/regalos.
Entramos a echar un vistazo en los que hay frente al hotel, en uno de los cuales, hago una de mis limitadas compras, adquiriendo un cuchillo tradicional afar. Al vendedor, que me pide 150 birs, le digo que quiero precio de afar, y para vacilarle le pico diciéndole que si quiere ver un cuchillo de verdad. Evidentemente me dice que sí, y le enseño la navaja camboyana Citadel que llevo para el viaje. Al hombre y a Yohanes, se les abren los ojos como platos, y mis compañeros algo asombrados, se ríen. Tras decirme que baja a 120 birs, y como no quiero regatear y me gusta el cuchillo, le digo que le doy 100 como precio final, me giro para irme, y por supuesto, oigo un ok.
LA CENA EN CASA DE YOHANES
Tras un poco de reparación en la habitación, salimos al encuentro de Yohanes “el constreñido”, y anocheciendo pasadas las 6 de la tarde, y medio lloviendo, nos dirigimos a su hogar en un barrio de plantas bajas de clase media, a 15 minutos caminando del hotel.
Nos sentamos en un pequeño salón, mientras la madre y la hermana de Yohanes, trajinan en la cocina, hasta que aparecen con una estupenda injera que nos dejan sobre la mesa, con varios y sabrosos revueltos de lentejas, de garbanzos, de carnes, y algunos, los de tono anaranjado y rojo, con picantes chiles, sobre la plancha de pan de teff cocido. La madre sigue yendo y viniendo de la cocina al salón, sin parar de servir, vestida con su traje tradicional, enormemente hospitalaria, e indisimuladamente orgullosa de su hijo.
Durante la cena, seguimos los siguientes protocolos que marca la tradición etiope:
-Al principio y final, palangana y jabón, mientras nos vierten agua para lavarnos las manos.
-Gran cuenco de palomitas con el café.
-Para finalizar, Yohanes acaba la velada con la tradición etiope del “Gursha”, por la cual se muestra amistad y respeto al amigo o invitado, cortando y enrollando un bocado de injera, y poniéndoselo en la boca. Supongo que todos pensamos lo mismo, pero el que calla otorga, y en el fondo nadie quiere ofender. Alegre por la aceptación, Yohanes desbocado, comenzó una segunda ronda de agasajo, hasta que al llegar mi turno, tras haber introducido tremendas porciones en las bocas de Johan y Rita, le informo de que a mí con una única muestra de amistad me basta, que lo respeto a él y a su familia, antepasados, vecinos y compañeros de colegio de la infancia, y que le doy mi correo electrónico falso, mi facebook al que no entro nunca, y el whatsapp que no tengo, pero que va a ser que sintiéndolo en el alma, paso de la segunda demostración de fraternidad. Tras un agradecimiento sincero, reverencias a su familia, vuelta al hotel, ducha, y cuadruple cepillado de dientes, ... bonanit.
ULTIMO DIA EN LALIBELA
Hoy nos desmelenamos, y emprendemos una caminata, nada menos que de 7 km!!! Como para nosotros eso es ir a la vuelta de la esquina, le ponemos dificultad olvidando a propósito llevar alguna botella de agua. El destino, es una iglesia-cueva que se encuentra excavada en un acantilado en la carretera a Gashena. La iglesia rupestre, lleva el nombre de Neakuto Leab, sobrino y sucesor del rey Lalibela, y último sobrerano de la dinastía Zagwe. Neaku para los amigos, harto de la dura vida de rey, de tanta cacería, regatas y ski, abdicó del trono y se fue de ermitaño a la cueva de marras, que desde entonces fue convertida en monasterio.
Luego me extenderé un poco más sobre la visita a la iglesia, pero antes, el camino. Saliendo de Lalibela, el paisaje nos ofrece sorpresas tales como núcleos de casas nuevas recién edificadas, tipo urbanización, o el campo de fútbol de un colegio, totalmente rodeado de alambre de espino. En ruta, seguimos cruzándonos con pastores, aldeanos, reses, vehículos, cargados con leña, protegidos por un paraguas, con sus varas o sus espantamoscas, que nos confirman por enésima vez la sempiterna imagen etiope de caminantes sinfin.
Otra vez atraidos por las labores cotidianas, volvemos a parar en el trajín de unas mujeres entre sus viviendas, trabajando el cereal, cociéndolo en las planchas calientes, y desmenuzándolo para después fermentarlo para elaborar cerveza, que se tomará en la festividad del día siguiente. A una de las mujeres, afectada de bocio, con dos deformes bultos en el cuello, por el crecimiento desmesurado de la glándula tiroidea, le comunicamos la presencia del Dr. Herman en Lalibela, y le conminamos a que vaya al hospital a visitarse.
Mas adelante, nos metemos por un sendero, atraidos por un coro de voces, que se oye narcótico entre la vegetación. Al final del sendero, entre unas chabolas, aparecemos a las puertas de unas viviendas, donde sentados al lado de la entrada, un numeroso grupo de niños pequeños, recitan en letanía amárcia, versos de los evangelios, bajo la atenta mirada de un monje. Curiosamente, la presencia del monje prevaleció sobre la aparición de unos extraterrestres, puesto que los niños, aunque a casi todos se les fueron las miradas, continuaron recitando los textos sin parar.
Tras dejar en paz con Dios a los pequeños seminaristas, nos desviamos del camino en zona más montañosa, territorio de macacos que vemos saltando por las ramas de los árboles, nos tomamos un pequeño descanso bajo un precioso y gigantesco ábol asambleario, que deja en la penumbra casi total a unas chabolas adyacentes, cruzamos por la aldea de mismo nombre que el monasterio, esquivando los belenes y cruces que nos tratan de vender niños y mayores, a vacas y reses que cohabitan con los aldeanos en sus viviendas, y llegamos al promontorio de bajada al monasterio, donde se encuentra el chiringo para sacar la entrada.
En dicho promontorio, volvemos a realizar una sesión fotográfica en unas chabolas donde las mujeres preparan comida y cerveza para la gran fiesta del día siguiente, realizamos unas fotos al aldeano macho alfa, que se introduce en su vivienda, despreciando indignado lo que se le ofrece por la sesión, y el intrépido Johan, acepta catar y arriesgar su salud con unos tragos que le ofrecen de la pócima repugnante a la que llaman cerveza tradicional.
Con los tickets en la mano, bajamos el leve sendero que recorre el risco donde se encuentra la iglesia de Neakuto Leab. Un muro esperpéntico de ladrillo rojo protege la entrada al patio recinto de la iglesia rupestre. Este monasterio, cuenta con varias famas, su colección de tesoros religiosos de oro y plata, manuscritos, iconos, coronas, etcétera, sin otra custodia que el monje y los orcos que habitan por allí; las espectaculares vistas desde el risco donde se encuentra el monasterio; el agua bendita canalizada a unas pilas de piedra, desde lo que llaman manantial sagrado, del que dicen que lleva manando sin secarse desde el siglo XIII, y que no es otra cosa que una gotera en el techo de la cueva.
la tumba del rey ermitaño que da nombre a la iglesia, al que hacen compañía un montón de esqueletos, tibias, perones, omoplatos, rótulas, vértebras, etcétera; y para acabar los habitantes más famosos del lugar: las millones de pulgas sagradas que habitan la iglesia, que te dejan unas ronchas sagradas del copón bendito, y que dan milagrosas volteretas desde las santas alfombras del monasterio a los calcetines de los resignados descalzados visitantes. A la salida, increiblemente, tras caminar un rato, aparece para recogernos la furgoneta, y tal como se le había pedido de antemano, nos proporcionan una botella pequeña de agua embotellada no bendita.
Volvemos a comer al laureado “Seven Olives”, y como esta vez ya tenemos experiencia con el tamaño de los platos, y ... con los escalones, culminamos exitosamente la comida. Tras una tertulia con unos vecinos de mesa españoles, acompañados de un guia etiope de habla cubana de una agencia con el cachondo nombre de “Farangi tours”, que viene a significar “Guiri tour” , y de dar una vuelta saludando a algún integrante de la nutrida parroquia extranjera que puebla el hotel y las instalaciones, nos dispersamos de la siguiente manera: Yohanes, de la manera habitual, o sea, largándose en la furgoneta; Johan, Arnau y Anabel, a repetir visita a las iglesias; y los que quedamos, Rita, Víctor, y un servidor, achicharrándonos en el camino de vuelta al hotel, donde me pego una merecida y universal siesta.
CENA AMENIZADA
Hoy declaro el día mundial de la cerveza, si eso es posible, porque un cervecero tiene 365 dias mundiales de la cerveza al año. También es un día especial, puesto que nuestra cena será amenizada por un grupo de baile tradicional etiope, cuyos bailes en resumen, vendría a ser algo así como, -vamos-a-bailar-descoyuntándonos-los-hombros-con-el-ritmo-pegadizo-de-esas-canciones-que-le-dicen-al-vecin@-que-está-muy-buen@-.
Al llegar al restaurante, del que sintiéndolo mucho no me acuerdo el nombre, aunque si puedo informar de que fuimos caminando y estaba a 10 minutos del hotel, nos sentamos castigados de cara a la puesta de sol en las montañas. Eso quiere decir, que todo el grupo estábamos sentados cara a la inmensidad del ocaso, y que con lo único que podíamos charlar enfrente nuestro, era con los platos que cada uno se pidió, y que a duras penas se podían intuir a la luz de las estrellas. He de decir, que los spaguetis que pedí, eran abundantes pero poco habladores, y que me dejé la mitad, porque ya no me cabía más comida.
Al llegar la hora de la verdad, pasamos al interior donde actuaba el grupo de danza. Situados en semicorro, y la mayoría con la ayuda del licor local, un orujo de Etiopía, nuestros pies se movían al ritmo alegre de la música, hasta que en un clímax final, los danzantes nos fueron invitando individualmente a salir a la pista, para que, como lo del movimiento de hombros no lo teníamos todavía controlado, moviéramos frenéticamente adelante y atrás los brazos en jarras, hasta clavar el antiguo baile de fiesta de pueblo de “los pajaritos”, para gozo de todos los asistentes al party.