Último día en Albania. Me levanto sin prisas y decido regalarme un desayuno como dios manda. Vuelvo a Luciano, mi sitio favorito en Dhërmi. Me gusta porque, además de que se come bien, aceptan tarjeta, lo cual parece casi un lujo por aquí. Pido unas tostadas con huevos poché y una tarta de queso con mermelada de frutos rojos que estaba… deliciosa. De esas que te hacen cerrar los ojos con la primera cucharada. De beber no tenían zumos, así que solo me puse redonda.

Luego cogí el coche porque tenía que ir al centro de buceo . Habíamos quedado a las 9:30. Al llegar, sorpresa: no aceptaban tarjeta. Yo sin un lek en el bolsillo mas que 10 euros. Al final, lo resolvemos con una transferencia por Revolut, pero me fastidia. Nadie me había avisado. Siglo XXI por fuera, pero a veces, siglo XIX por dentro.
La inmersión cuesta 55 euros, equipo incluido. No es barata, pero tampoco exagerada. El guía, Vladimir, que parece el dueño, correcto, sin alardes. Me dan un neopreno de 7 mm, linterna, ordenador. Todo bien. Para llegar al barco, usamos una paddleboard gigante cargada con los equipos. Vamos tres encima, dos remando. La solución es tan práctica como surrealista.
Una vez allí, nos amarramos a una boya de referencia y bajamos a ver el pecio. Se trata del Polumbari, un naufragio hundido durante la Segunda Guerra Mundial, que reposa a unos 12 metros y Máximo 25 metros de profundidad. El agua está a 17 grados, cristalina, con una visibilidad excelente. Antes de bajar, el guía me explica el recorrido. Aparece una langosta gigante —de esas que en la lonja cuestan 100 euros y que daban ganas de llevarse para comerla—, varios nudibranquios y un pez león. Disfruto como una enana, me encantan los pecios.


El guía consume bastante aire —cuando a él le quedaban 90 bares, yo aún tenía 120— así que empezamos la subida.Hacemos parada de seguridad y volvemos al paddleboard. El agua estaba fresquita, así que me vino bien que fueran solo 35 minutos. Salí con el tanque aún a 100. Al volver a tierra, enjuagué los equipos y me preguntaron por el logbook, lo cual me hizo gracia. Desde que soy divemaster ya no lo uso, con más de 200 inmersiones, esas cosas ya las dejo pasar. La inmersión incluía fotos, lo cual se agradece.
Después cogí el coche rumbo norte y fui recorriendo por última vez esta costa que me ha regalado tanto. Quiero parar en Vlorë, pero el ambiente me echa para atrás: demasiados edificios, demasiado cemento. Siento que he aterrizado en Benidorm.
Así que decidí seguir hacia el Monasterio de ardenices, que tenía apuntado para visitar. El monasterio está en lo alto de una colina. Tranquilo, silencioso, con ese aire ligeramente descuidado que lo hace más auténtico. Me gusta. Camino en silencio.

Desde allí, me desvío media hora para visitar Kobo Winery, una bodega familiar que produce vinos blancos, tintos, un aguardiente casero y un brandy. La historia es bonita: durante el comunismo, la familia tuvo que cerrar la producción oficial, pero siguieron haciendo vino para ellos, pasando los conocimientos de generación en generación. Hoy es la tercera quien lleva el timón.


El vino… aceptable, pero sin tirar cohetes para un paladar acostumbrado a vinos españoles. Los precios son altos: entre 10 y 30 euros la botella, y eso que el nivel es medio-bajo comparado con España. Están empezando a experimentar con un vino dulce sin etiquetar, que me sorprendió para bien, aunque sigue saliendo más caro que un Pedro Ximénez en España.
Hice la cata básica, pero cambié el aguardiente por el vino dulce. Me pusieron un picoteo con aceite de oliva casero, pan, aceitunas y quesos. Sencillo y muy rico. El entorno es bonito, cuidado, rodeado de verde. Me quedé allí entre las 2 y las 4, al sol, copa en mano. Una despedida digna.
Ya por la tarde, puse rumbo al que creía sería el gran cierre de mi viaje: un agroturismo en medio del campo. Y sí, el lugar era precioso, muy de postal. Pero al llegar, me topé con un cumpleaños montado a lo grande. Gritos, niños corriendo, música, fuegos artificiales. Todo lo que no esperaba. Todo lo que no quería.
El restaurante no ofrecía carta, solo un menú cerrado de 22 euros. Me ofrecieron sentarme junto al evento —el epicentro del caos— como si eso fuera lo más lógico del mundo. Me molestó. Tenían espacio para montar algo más tranquilo, pero no lo hicieron. Mal gestionado.
Me quedo pensando que este tipo de lugares deben decidir qué experiencia quieren ofrecer. Porque no puedes venderte como refugio de paz y convertirte en salón de fiestas en cuanto hay una reserva numerosa. No funciona.
Aun así, me esfuerzo por quedarme con lo bueno. Me asomo al balcón, respiro hondo .
Última noche en Albania