Reportaje sacadod e la Revista del Domingo en Viaje, diario El Mercurio de Chile
En busca de las cataratas paraíso
Este es un diario de viaje familiar. Voy a las Cataratas del Iguazú con mi marido (Juan) y mi hijo de cinco años (Joaquín), y eso a su vez obliga a explicar algunas otras cosas: que no vamos en avión sino en coche desde Buenos Aires; que ya estuvimos allá el año pasado; y que -dado que ya estuvimos- en realidad no queremos ir a las Cataratas. El destino final son los Saltos del Moconá: una serie de cascadas que están a más de trescientos kilómetros de Iguazú y que prometen la belleza de las Cataratas sin el agobio que a veces supone ir a las Cataratas: uno de los mayores polos turísticos de Argentina.
¿Por qué entonces no vamos directamente a Moconá? Pues porque nuestro hijo -lo repito: éste es un viaje familiar- quiere volver a las Cataratas. Y porque para poder hacer lo que nosotros queremos, tenemos que hacer primero lo que nuestro hijo dice. Lo que tampoco -nos consolamos- está tan mal. Iguazú siempre es un buen plan.
Allá vamos.
Días 1 y 2
Estamos conduciendo desde hace dos días. Joaquín duerme; yo hablo: no sé conducir. Si el cálculo está bien hecho, a las tres de la tarde estaremos en Foz do Iguaçu, la ciudad brasileña más cercana a las Cataratas. Sí: somos argentinos pero nos hospedamos en Brasil porque la relación entre calidad y precio allá es mejor. Lo que a su vez tiene su contraparte pues las Cataratas son mucho más bonitas en Argentina y la gastronomía -teniendo en cuenta, una vez más, calidad y precio- también es mejor en Argentina, pero qué más da: Puerto Iguazú -en Misiones- y Foz do Iguaçu -en Brasil- quedan a pocos kilómetros de distancia, así que podremos ir y volver sin mucho trámite.
Por lo pronto, ya llegamos a Misiones: hay un cartel que lo anuncia -"Bienvenidos a la tierra colorada" dice- pero principalmente hay un paisaje que se instala con una potencia superior a las palabras. Misiones es una de las provincias más hermosas del país. La vegetación es de un verde incandescente -un verde que recuerda al fuego- y el suelo es rojo -la tierra misionera es rica en hierro- y en el medio está la carretera: una línea fina y ondulante que dialoga con las plantas como en una danza de cortejo.
Llegamos a Foz, al fin, a las cuatro de la tarde. Pero estamos tan cansados -y hoy hemos visto tanto- que nos quedamos en el hotel hasta el día siguiente.
Días 3 y 4
Anoto en mi libreta: atravesar la frontera es un calvario. Son las diez de la mañana, queremos ir al Parque Nacional Iguazú -del lado argentino- y para eso necesitamos cruzar el Tancredo Neves, un puente que conecta a los dos países con una facilidad que las oficinas de frontera -puntualmente la argentina, que tiene pocos empleados- se encargan de malograr. La infinidad de micros aguardando su turno para hacer el cruce es un buen indicador del estallido turístico que han tenido las Cataratas en la última década: en el verano, puede llegar a haber hasta 150 mil turistas por mes recorriendo los saltos. Y, en muchos casos, atravesando la frontera.
La parte buena de todo esto es que -una vez pasado el atasco- lo que hay al otro lado es un paisaje. Y ese paisaje lo repara todo.
Hoy llueve. Pero lejos de ser un problema, en Cataratas la lluvia -si es suave- es una bendición: permite andar a pie sin el escarmiento del sol en la cabeza, cubre las plantas de un brillo fértil, y hasta disuade a algunos turistas de ir al Parque. Y es que Iguazú -está claro- es un destino bello pero masivo dentro de Argentina, lo que significa que -por épocas- las Cataratas suelen rebalsar ya no de agua sino de gente. Hay mucha gente en los baños públicos, hay mucha gente en los corredores del Parque y hay mucha gente -demasiada gente- en las filas que conducen a los servicios obligatorios (como un tren que conduce hasta el comienzo de los circuitos superior e inferior). Por eso, si se quiere venir a Cataratas y no sufrir un ataque de nervios hay que elegir bien los horarios (las tardes son mejores), los días (ningún fin de semana) y los meses (enero y febrero son menos aconsejables).
Nosotros nos equivocamos en todo, pero qué más da. Ya sobrevivimos al trayecto en tren (diez minutos por un sendero de selva, precedidos por treinta minutos esperando el tren de pie) y ahora estamos por recorrer el parque: 67.620 hectáreas que en 1984 fueron declaradas Patrimonio Natural de la Humanidad. Para transitarlo hay dos circuitos: el superior, que ofrece una vista espectacular de los saltos. Y el inferior, que permite estar más cerca de las caídas de agua. Empezamos por el inferior, que consiste en 1.600 metros de caminata que culminan en la Garganta del Diablo.
Pasados los primeros minutos, al fondo, como un presagio de la belleza, se ve la bruma de la Garganta: un salto de 80 metros de alto -el mayor de todos los que hay aquí- que funciona como el fin último del turista que llega a Cataratas. Vista de lejos, la bruma sube hasta el cielo como si fuera el resultado de un concilio divino y recuerda que este parque, más allá del aluvión de gente, tiene cualidades propias de lo sagrado. Una vez en la Garganta, lo que se ve es un permanente derrumbarse de aguas: la belleza y la furia despeñándose sobre la espuma. "Y la muerte, que debía ser una única buena vez, está siendo sin parar", escribió alguna vez Clarice Lispector y quizás la Garganta también sea eso: una pérdida eterna; una experiencia compleja de la que, si se tuviera el tiempo y el silencio, uno podría volver transformado.
Pero no se tiene el tiempo, menos el silencio. El mirador está embutido de gente y eso también impone una estética fotográfica: en todas las fotos siempre habrá un extraño, y para salir en soledad tienes que reducir perspectiva y sacártela tú mismo. Por este tipo de cosas, si se quiere comulgar con la naturaleza -y sólo se puede ir a Cataratas en temporada alta- algunas de las opciones más viables son las que surgen del dinero: las excursiones pagas tienen menos gente.
Las más conocidas son el Macuco Safari y la Gran Aventura (según se contrate en Brasil o en Argentina): dos paseos por la selva que terminan con una travesía en lancha y que rondan los 50 dólares por persona. Pero también, ya fuera del Parque Nacional Iguazú, se puede visitar el Parque de las Aves de Brasil (con una infinidad de árboles y pájaros y un flujo de población razonable), o es posible hacer los "caminos de la salud" que tienen muchos hoteles grandes de la zona (como el Cataratas -del lado argentino- o el San Martín -del brasileño). Estos caminos consisten en senderos de dos a tres kilómetros de largo, trazados en un terreno preselvático dentro de las inmediaciones del hotel, que suelen ser ignorados por los huéspedes -que suelen estar en la piscina- y que permiten un acercamiento a un estado de silencio necesario.
En nuestro "camino de la salud", hecho al regreso de nuestro segundo día en Cataratas, vimos tucanes, escuchamos chicharras, sentimos el aleteo de los pájaros entre las hojas y nos dejamos llevar por la oscuridad de una naturaleza controlada: la luz apenas se filtraba entre los árboles, pero a la vez estábamos en un lugar seguro. Al final del camino, en una terraza en alturas, nos sentamos en un banco de tronco de árbol y quedamos de cara al río Iguazú. Fue un buen momento.
Esa tarde decidimos irnos.
Día 5
Salimos para los Saltos del Moconá, puntualmente hacia una posada llamada La Bonita que promete la vida agreste y silenciosa que no encontramos en Iguazú. Son 340 kilómetros de viaje y el trayecto nos recuerda al señor Friedriksen -el protagonista de esa hermosa película Up- en busca de las Cataratas Paraíso.
Vamos al Paraíso. Y hasta el momento el camino está a la altura de las expectativas: como en un continuo de Moebius, la vegetación de Misiones se nos desarma sobre los ojos todo el tiempo. A los lados pasan los campos, los colores y los caseríos -pueblos, pueblitos, construcciones aisladas- y encima de todo eso está la inmensidad del cielo, un cielo que lo cubre todo de una solidez definitiva.
Tres horas después de haber salido arribamos a El Soberbio. Esta fue, hasta hace ocho meses, la última localidad asfaltada antes de llegar al Parque Provincial Moconá: la reserva de 1.000 hectáreas donde se encuentran los saltos. Ahora ya se puede ir hasta el parque por un acceso de pavimento, pero es importante comprar provisiones en El Soberbio porque más adelante no hay nada.
Y nada significa: nada.
El primer problema surge un rato después, cuando debemos salir del pavimento y -para llegar a La Bonita- meternos en 18 kilómetros de camino de tosca. El suelo parece haber sufrido un bombardeo y lo más probable es que rompamos el coche. La única forma de salir de esto es avanzar lentamente: tardamos una hora y media en hacer 18 kilómetros, hasta que finalmente llegamos a La Bonita. Que -sorpresas del turismo alternativo- no es tan bonita como aparecía en las fotos.
Las cabañas son agradables y tienen terrazas que se internan en la selva, y la cascada La Bonita -que forma parte del predio- es un pequeño vergel donde puedes bañarte en soledad -aunque no da el sol y el agua es algo fría. Pero el problema es que, teniendo en cuenta el camino de tosca, cualquiera que llegue al lugar sin una camioneta todo terreno quedará automáticamente encerrado. Por no hablar de lo otro. En el nombre del turismo agreste, han dejado sueltos bueyes y caballos que deponen su bosta -o te embisten, depende del estado de ánimo- donde se les antoje.
Conmovidos por el escenario nos sentamos a tomar mate en la galería de la cabaña, a doscientos metros del llamado "club house". Alguien abre un paquete de galletas. Un minuto después, dos bueyes se acercan a llevarse la comida y los tres -mi marido, mi hijo y yo- terminamos estúpidamente encerrados y mirando por el ojo de la cerradura. Antes de irse, uno de los animales deja dos kilos de caca a un metro de la puerta de entrada. Nuestro hijo ríe. Lo entretiene, además, el tamaño de los testículos del buey. Pero nosotros no estamos de humor.
A la noche, mientras cenamos en el área común, escuchamos las historias de los demás viajeros. Las mujeres de la Cabaña 1 están encerradas aquí desde hace cuatro días pero no les molesta porque dejaron a sus niños con sus maridos y sólo quieren descansar en paz. La pareja de la Cabaña 2 tiene un coche 4x4, por lo que su vida está resuelta. Y los holandeses de la Cabaña 3 no paran de fumar y buscar señal de celular (nunca lo lograrán). Aquí, el celular sólo sirve para una cosa: regresamos a la cabaña iluminando el pasto y la caca de animal con un teléfono. La noche es un lugar inquietante. El mundo, cuando no hay nada que te proteja del mundo, es un lugar inquietante.
Ya en la cabaña, mientras vemos pasar las luciérnagas y los murciélagos por la ventana, decidimos que al día siguiente -aunque esté todo pago- nos iremos de allí.
Días 6 y 7
La noche fue buena y el amanecer también. El sol calienta los árboles, la bruma, los bueyes y los caballos. Hay tucanes. Sergio, Gladys y Valdemar, los tres caseros que amorosamente atienden este emprendimiento tramposo, nos sirven un delicioso desayuno con dulces caseros. Quizás el lugar sea bonito con un buen auto y sin niños. Pero la página web -y el señor que recibe las transferencias bancarias- deberían avisarlo.
Nos vamos rumbo a los Saltos del Moconá sin saber qué haremos después. Durante el trayecto, una vez más, nos entregamos a un paisaje que nunca se agota. Misiones es tan pobre como hermosa. Una vez en la ruta, paramos a comprar sándwiches en un comedor -el único de la zona- llamado Malvinas Argentinas: nos dijeron que en los Saltos no hay lugar donde comer y es importante llegar con el almuerzo resuelto.
Malvinas Argentinas es una casilla de madera con vista al río Uruguay donde esta misma noche terminaremos comiendo un exquisito surubí con mandioca frita hecho por Federico: ex combatiente de Malvinas -uno de los 300 misioneros pobres que fueron a la guerra-, dueño del parador, y el hombre que ahora nos prepara los sándwiches. Es él, al fin, quien nos recomienda un buen lugar donde dormir. Está a doscientos metros, se llama La Misión, tiene una barranca que desemboca en el río y -ahora que llegamos, lo vemos- es probablemente el lugar más hermoso de la zona. Así que dejamos nuestras cosas -felices- y volvemos a salir camino a nuestras Cataratas Paraíso.
Los Saltos del Moconá están en una gran reserva natural llamada Parque Provincial Moconá, cuyo punto culminante son los saltos: sobre el río Uruguay, en el límite entre Argentina y Brasil, a lo largo de casi dos kilómetros -una de las extensiones más largas del mundo- está esta seguidilla de caídas que, si bien no les ganan a las Cataratas en majestuosidad, sí permiten relacionarse con la naturaleza de un modo más directo. Y eso -el modo en que la naturaleza se presenta- no está sólo en los saltos.
Está también en la infinita cantidad de arroyos y cascadas pequeños donde es posible nadar, tomar sol y aislarse del mundo.
Todo Misiones es, salvo por sus Cataratas, una provincia donde la majestuosidad del paisaje conecta con la pequeñez de la gente. Es posible ver niños solos en las rutas. Es posible ver un atardecer naranja que de tan bello se vuelve triste. Es posible ver la noche: una noche que encierra muchas otras noches: la noche del río, la noche de los caminos, la noche de la lluvia.
Al día siguiente, luego de volver al Parque Provincial Moconá y de hacer un paseo en lancha -vale un tercio del de Cataratas- vamos a dos lugares que nos recomendaron en la posada: el Arroyo Paraíso -el nombre es pura coincidencia- y las Cascadas de la Yerba. Allí encontramos infinitos árboles curvándose sobre el agua, un río fresco y cristalino donde echarse a nadar, peces pequeños, ruido de chicharras y un bisbiseo, un secreto: la sensación de que el paisaje, finalmente, está dando en voz baja un mensaje cifrado. "Este es el Paraíso" parece decir. O eso, al menos, es lo que queremos escuchar.