Lo de rematar Los Ángeles, es un decir, porque es imposible verlo todo en tan poquito tiempo, pero se hace lo que se puede.
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Empezamos el nuevo día con
Sunset Boulevard y
Beverly Hill y y sus tiendas de lujo, además de sus infranqueables chalets, supuestamente, habitados por “estrellas”. Lo que más me llamó la atención fue lo cuidado de sus setos y jardines, aparte de que muchas viviendas tenían hasta cuatro o cinco plazas de aparcamientos para el personal de servicio. Para no perder la costumbre localizamos el cartel de Beverly, callejeamos y observando los escaparates y los cochazos. Es sorprendente el poder del cine sobre nuestras vidas, pues recorriendo estas calles me venía a la cabeza la posibilidad de sentirme en el papel de
Julia Robert y hacer un
Pretty woman. ¡Es broma!
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Cuando nos aburrimos de ese ambiente, nos fuimos al amplísimo
Getty Center, en él, disfrutamos de
pinturas impresionistas de Europa y de las magníficas vistas que desde sus terrazas se divisaban. Para acceder al Getty tienes que dejar el coche en uno de los distintos pisos subterráneos de parking, y luego hacer cola para tomar el trenecito del propio Centro y que te acerca al museo.
Por la tarde, nos paseamos, valga la redundancia, por el
Paseo de la Fama, buscando cada uno a nuestros “ídolos”. He de decir, que me sorprendió el hecho de que tuviese mi propia estrella:
AMELITA, allí estaba, mi tan odiado nombre en diminutivo, Y que tanto había marcado mi infancia. Me volvió a decepcionar el mal estado del asfalto y su suciedad, por lo que las estrellas no brillaron tanto. Lo importante fue que nos reímos hasta de nuestra sombra y nunca mejor dicho.
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Acabamos paseando por los Canales de Venice, el paseo fue muy agradable pero los canales estaban demasiado secos.
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Para quién lo desconozca,
The Main Street of América, es una de las emblemáticas carreteras de los Estados Unidos, pero que es más conocidas para nosotros como
Ruta 66.
Comienza en Los Ángeles y termina en Chicago. Su recorrido total es de prácticamente
4000 kilómetros.
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El miércoles por la mañanita abandonamos Glendale y Los Ángeles, nos pusimos en camino para recorrer parte de la
mítica Ruta 66. Hicimos “unas trampillas”, pues lo correcto hubiese sido comenzar
en el embarcadero de Santa Mónica, pero tal como estaba el tráfico, empezamos por dónde pudimos. Y por supuesto, no terminamos en Chicago, nos conformamos con llegar sólo hasta Williams, (unos 700 kilómetros), o lo que viene siendo 435 millas.
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El primer punto en el que habíamos proyectado parar era
Cálico, un pueblo minero fantasma, que estaba a dos horas, aproximadamente, desde nuestra partida. Conseguida nuestra primera meta, y viendo que nos pareció que aquello estaba más muerto que vivo, que realmente, lo de FANTASMA, le venia como anillo al dedo, decidimos que pagar un puñado de dólares a cambio de tan poca cosa, preferimos llegar al
Peggy´s Sue Diner con decoración de los años 50 y tomarnos en él algún tentempié. Fue en el Peggy dónde pudimos tomar un café, café, y no “el agua sucia” que suelen tomar los americanos, (espero, no ofender a nadie, ni con lo de Cálico, ni con la descripción de café americano). Además del café, nos endulzamos la vida con algún pedazo de varias de sus tartas. Nos lo pasamos genial, haciendo fotos con sus decorados y aprovechando la hora y las circunstancias, fuimos “a cambiar de agua al canario”, lo que resulto ser una sesión de risoterapía, al menos, en el ”restroom de chicas”. Aquí me voy a reservar los derechos de no contaros más, sólo recomendaros que si vais observéis todo con detenimiento. El Peggy´s Sue se distingue perfectamente porque simula
una gran máquina de discos antigua, de las que había en los bares, metías una monedita y elegías un disco.
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Posteriormente, y ya cambiando de Estado (de California habíamos pasado a
Arizona), hicimos varias paradas en el viaje, tales como:
Oatman, Kingman, Seligman. Con cada uno de los incisos, nos alegramos más de no habernos entretenido en Cálico, pues os encontraréis decorados y tiendas muy del oeste americano. Una de ellas es la
Cool Spring Station en Kingman, una gasolinera en desuso con viejos anuncios y muy a los años 50, en Kingman se puede visitar también una destilería o el museo del ferrocarril. Y, por supuesto,
la locomotora de desierto, de unas dimensiones “estratosféricas”.
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Seligman,
el pueblo, también ofrece decorados pintorescos y una tienda de regalos curiosa. Aclaro lo del pueblo, por si alguien se ha despistado y piensa en el escritor y psicólogo
Martin Seligman y su psicología positiva.
Lo cierto es que en Seligman hacía bastante frío y no se veía una rata en sus calles y/o negocios, prácticamente, estaba todo cerrado, por lo que nuestra parada fue breve.
En
Williams fuimos recibidos con lluvia, pero no nos importó, porque era ya de noche, teníamos ganas de desconectar de vehículo, de cenar y de descansar. Aún así, buscamos la Wild West Junction, porque alguien lo había recomendado. Por error, nos vimos inmersos en un grupo de cowboys, con sus sombreros, botas camperas y pantalones vaqueros, que ensayaban bailes estilo
“Hannah Montana”, les debimos parecer extranjeros por la cara de sorpresa que nos pusieron. Nos disculpamos, nos reímos y nos pasamos a la puerta de a lado, que era donde realmente estaba el restaurante.
Al fin estábamos a las puerta del
Gran Cañón del Colorado.[b]
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Pasamos la noche en el
Williams Inn y me hubiese gustado contar que dormimos placenteramente,
pero no fue así. Seguro que alguno está pensando que
hablar de la Ruta 66 y no hablar de moteros queda algo incompleto, pues bien los escasos moteros que no habíamos encontrado en abundancia el día anterior, debieron de haberse concentrado todos en las puertas de nuestro hotel, y la noche se convirtió en una pesadilla de “rugidos” de motores.
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En fin, con un desayuno “justito”, salimos a encontrarnos con el COLOSO del Colorado,
El Gran Cañón. Compramos el pase anual para los Parques Nacionales, que se abona por coche y no hay problema en pagarlo con tarjeta. Lo primero que recibes son unos mapas de Parque y otro folletín informativo sobre su flora y fauna, ambos están fenomenal.
Lo primero que hicimos fue acercarnos al
Yavapani Lodge, que era nuestro alojamiento, por ver si podíamos hacer el check-in,
no lo conseguimos porque es a partir de las 15 horas. El motivo era por no tener que dejar los equipajes en el coche, prácticamente, todo el día.
Lo de pasar un único día en el Gran Cañón sabe a poco, puesto que lo suyo es aprovisionarse de una buena equitación y
organizar rutas a pie de día completo. Existen varias rutas para hacer a pie, marcadas con distintos colores: ruta roja, ruta naranja,… además de zonas de aparcamiento. Te olvidas del coche y coges autobuses internos que te llevan a los distintos puntos de interés, con ello, se consigue que el tráfico sea sostenible.
Las vistas desde los distintos miradores son espectaculares, te hacen pensar en lo pequeños e insignificantes que somos ante la grandeza escultura que nos ofrece la naturaleza y sus accidentes geográficos. No podría decir cuál de todas las vistas me pareció más maravillosa.
En los shuttles colectivos del parque, los conductores te van contando la historia del mismo y sus anécdotas. En el
Visitor Center existe una excelente maqueta, que aclara, aún más si cabe, la información de los planos de papel.
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Nuestra intención era terminar el día en el
Hopi Point del parque, que es el lugar recomendado para ver los colores impresionantes que se originan en el atardecer, pero surgió lo que menos hubiésemos esperado, hacia las cinco de la tarde se puso a nevar. Los distintos edificios se colapsaron de todos los visitantes que intentamos resguardarnos de la nieve. Pensábamos que se nos había aguado la fiesta. De repente, de nuevo apareció el sol y corrimos hasta los lugares improvisados y pudimos deleitarnos del maravilloso espectáculo, eso sí desde puntos más inadecuados, pero no por eso desmerecedores.
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Lo bueno que tienen las habitaciones es que tienen frigorífico y hay tiendas en el propio parque. En nuestro caso, el avituallamiento para desayunos y comidas lo habíamos comprado el día de antes en supermercados de camino. Compramos también dos bolsas de conservación de alimentos. Los hielos para las bolsas se obtienen en los propios hoteles. Si no recuerdo mal, todos los alojamientos disponen de máquina de hielos. Menos en los alojamientos contratados con Airbnb.