¡¡¡¡Crench, crench, crench!!!!
- Toni, això què és?
¡¡¡Crench, crench, crench!!!
- Jo que sé, dorm!!
¡¡¡Crench, crench, crench!!!
…
¡¡¡Crench, crench, crench!!!
Al final me tuve que levantar, aun era de noche y no podía volverme a dormir pensando que había algo hurgando por las mochilas. Me levanté con cuidado temiendo encontrarme cualquier animalillo merodeando por la habitación y para mi sorpresa no había nada. Era un hombre que se había puesto a barrer la calle antes de salir el sol con una escoba de paja haciendo tanto ruido que parecía que estuviese allí dentro con nosotros. Y es que la habitación no era nada silenciosa, apenas había salido el sol y ya oíamos a todo el mundo. Las motos arriba y abajo, la gente que empezaba a trabajar, los restaurantes que abrían… Eso nos obligó a madrugar y aprovechar el día.

Decidimos quedarnos una jornada más en Kratie para descansar al menos por un día de los viajecitos en bus; reposar y disfrutar un poquito más de algún sitio. Además el lugar tenía atracciones con las que nos podíamos entretener.
Desayunamos otra vez en el Star Bar y allí mismo nos alquilaron unas bicicletas para todo el día por tan sólo un dólar cada una. Nuestra intención era cruzar el río con una barquita e ir a visitar la isla Koh Trong, un banco de arena formado en medio del Mekong que queda justo enfrente de Kratie. Así que dicho y hecho nos fuimos al “mini-puerto” que tenían allí montado: unas escaleras que bajaban hasta el nivel del agua y un montón de gente alrededor vendiendo comida y bebida.
Nos dirigimos a un hombre que nos pareció que tenía idea de a que hora iba a venir el siguiente bote, nos dijo que una hora. Como una hora nos parecía demasiado preguntamos a otra mujer y nos dijo que 15 minutos. Nos gustó más su respuesta, así que decidimos creerla a ella y nos sentamos a esperar. Al final fue una media hora lo que tardó, pero eterna. Un hombre que esperaba también se entretuvo mareándonos. Se ve que el hombre en su infancia aprendió algo de francés. Digo que debió ser en su infancia porque ya no se acordaba de nada, por mucho que el se empeñara. Nos vio cara de guiris y nos quería mostrar que no sabía nada del idioma, o es que simplemente quería ayudar. El caso es que yo creo que ni los camboyanos que estaban con él sabían lo que quería decir. Lo único que deduje de sus palabras es que el bote te llevaba a la isla y luego te traía de vuelta. ¡¡¡Vaya conclusión!!!.
Con apenas sitio para respirar nos embutimos todos y las bicicletas en el barquito, y por temor a mi misma decidí sentarme en el suelo. Con el oleaje que había ese día tenía más de un 50 % de probabilidades de terminar yo con la cámara en el agua y fui previsora. Desde el suelo del cayuco me puse a grabar a Toni y sin pretenderlo nos convertimos en el centro de atención. Una mujer que viajaba con nosotros se emocionó por momentos, me cogió del brazo y empezó a hablarme en el idioma jemer señalando en dirección a una punta de la isla. Aun no tengo ni idea de que es lo que quería que viese, pero la volvimos a ver más tarde y seguía insistiendo en lo mismo.
En diez minutos nos plantamos en la isla, y fue llegar y acercarse a nosotros unos niños. Llevábamos en la cesta de la bicicleta una de las bolsas de regalos llena de cochecitos de juguete, y les dimos unos.

Cogimos las bicicletas y empezamos la excursión rural. Los caminos eran de tierra y las constantes lluvias las habían convertido en algunos tramos en piscinas de barro por las que era imposible pasar sin que se hundiesen las ruedas. Las vacas eran uno de los principales obstáculos, que tan sosegadas ellas, no movían ni las orejas cuando intentábamos que se apartasen con el timbre de la bicicleta, teniendo siempre que rodearlas, no vaya a ser que se estresasen… El paisaje era impactante, campos de arroz que brillaban coloreados debajo de un cielo que parecía que ese día nos perdonaba la lluvia y nos permitía fotografiarlo y guardarlo a modo de estampa.

La isla no pasaba de 4 o 5 kilómetros y en media hora, con baches incluidos, llegamos a uno de los extremos. Dimos media vuelta y volvimos por el otro lado de la isla. Por allí nos encontramos con una niña que, bien informada, sabía que llevábamos regalos en la cesta. Le dimos un cochecito y se fue de lo más contenta, lo que pasa es que se fue a contárselo a los demás y cuando empezamos el camino de vuelta nos encontramos con que todos los niños lo sabían y nos miraban con cara de “¿serán ellos los de los regalos?”. Así que cada 200 metros teníamos que bajar y regalarle algún cochecito a alguien.

Al principio me sentí un poco incómoda dándolos. Algunos niños desconfiados dudaban antes de coger algo, otros menos vergonzosos venían y se lo elegían, y los más pequeños acompañados de su madre o algún hermano más mayor también se llevaban su parte. No queríamos fomentar la mendicidad ni hacer que los niños tuviesen celos entre ellos, pero habíamos recogido algunas bolsas llenas de regalos (que agradezco muchísimo a la gente que nos los dio) y aun no habíamos visto ninguna escuela en la que dejarlas. De todos modos Koh Trong era un pueblecito muy pequeño y estoy segura de que todos los niños que nos pidieron tuvieron alguna cosa.
Tanto corrió la voz que cuando volvimos al embarcadero y esperábamos el siguiente bote empezaron a venir cada vez más niños y cuando nos dimos cuenta estaban todos jugando alrededor de nosotros con los cochecitos y con la flauta, que fue el exitazo. En realidad tampoco sé si estuvo bien o no regalarles cosas, no hay que acostumbrar a los niños a pedir. Pienso que no es lo mismo que darles dinero y al menos les haces sonreír. Pero esto es otro de los dilemas de Camboya, o de cualquier país pobre, yo por lo menos no sé dónde está el límite entre ayudar y malacostumbrar. Supongo que eso es decisión propia.

De vuelta a Kratie aun nos qudaban ganas depasear con la bicicleta, así que aprovechamos y fuimos a ver un poco los alrededores. Pedaleando nos metimos sin darnos cuenta en un barrio de las afueras de lo más desamparado, todavía más necesitado. Sus cabañas en pésimo estado, parecía que iban a derrumbarse de un momento a otro y no iban a resistir la siguiente tormenta. Los niños con cualquier cosa para cubrirse, porque en realidad iban semidesnudos, y aun así con la sonrisa en la boca y saludándonos al pasar.
Llegamos en unos minutos a un wat, por la zona en la que estaba debía de ser el Wat Roka Kandal. Y fue entrar al recinto y una estampida de niños se acercó gritando hacia nosotros. Toni, que quería hacer fotos del lugar me pidió que entretuviese a los niños, y menuda odisea. Habría unos 5 o 6 niños, pero hiperactivos y emocionadísimos, y como les estaba haciendo caso, cada vez querían más atención. Todos querían enseñarme lo que sabían hacer, me decían sus nombres y me preguntaron el mío. Luego se me ocurrió coger a una niña por los brazos para que diese un salto muy alto y todos la quisieron imitar. Eran todos muy delgaditos y me cogían de los brazos para que les levantase a ellos también o les rodara por el aire. Fueron solo diez minutos pero intensos y agotadores. Los pobres solo querían un poco de atención, no hacían más que gracias para que me riese.

Mientras, a 20 metros de aquel alboroto, Toni fotografiaba a una mujer meditando ajena al vocerío; no se inmutó y no movió un pelo ni cuando se puso a un metro de ella para hacerle un retrato, parecía estar en éxtasis.

Cuando nos fuimos de allí, cuando nos dejaron los chiquillos en realidad, aun nos persiguieron hasta la entrada y se despidieron a gritos. Media hora más tarde estábamos en la guesthouse dándonos una ducha fresca y descansando, después del trajín con las bicicletas lo único que nos apetecía era ponernos cómodos e ir a tomar una cerveza. Esta vez acudimos a U-Hong II Guesthouse, un lugar donde a parte de quedarte a dormir tenía servicio de restaurante, con una bonita terracita, unos ordenadores para conectarte a internet y también un servicio de “agencia de viajes” donde recopilar información para realizar excursiones por los alrededores.

En la terraza del bar nos pusimos a debatir sobre que era lo más conveniente para seguir con nuestra marcha por Camboya. Nuestro propósito según lo planeado era llegar al noroeste del país para hacer algún trekking por Ratanakiri, adentrarnos en selva y conocer minorías étnicas. Pero los problemas eran varios: por una parte no sabíamos como estarían las carreteras para llegar después de las intensas lluvias, y por la otra no teníamos garantía alguna de que fuesen a parar. Se sumaba también que teníamos que mirar por el presupuesto, y llegar hasta Ratanakiri aparte del precio del trekking era sumar el dinero para el transporte. Muy a mi pesar y al de Toni, porque después nos hemos arrepentido (al menos a mí me ha quedado la espinita), decidimos saltarnos esa parte del itinerario e ir directamente hacia Siem Reap. Aunque no pudiésemos ver sanguijuelas y perdernos por la selva como el año pasado nos consolaba pensar que nos esperaban los Templos de Angkor, patrimonio de la humanidad. Y nueve horas de bus…