Son las 4:45 de la mañana cuando mi cuerpo, todavía a caballo entre el horario español y el de California, dice que basta de descansar. Media hora dando vueltas en la cama hasta que, a las 5:15, mi pregunta al aire de "¿Queda alguien durmiendo?" recibe tres respuestas negativas. Ya estamos todos.
Toca vaciar las maletas y realizar nuestras primeras llamadas internacionales con Skype, aprovechando que la conexión a Internet del hotel es lo suficientemente buena para que no haya cortes ni retrasos. Hago un amago de mantener al día mis redes sociales, pero es imposible. Demasiada información y muy poco organizada. Durante los próximos días, me limitaré a aportar contenidos y responder mensajes que vayan dirigidos a mí.
Tomamos nuestro primer desayuno en el hotel. Para lo que podría haber sido, nos parece normal, sin excesos. No tiene comida caliente, solo cereales, bollería, y pan para tostar antes de untarlo. Zumos y café, siendo este tan aguado como cualquiera en los Estados Unidos. Por lo menos cumple una función: combatir el clásico estreñimiento del viajero. No es hasta el final, estando ya satisfechos, cuando una empleada trae algo recién hecho que más tarde descubriríamos como bollos de canela y mini-hamburguesas.
Me lanzo a estrenarme como conductor. No soy una persona que disfrute especialmente de la conducción, así que tenía mis reservas sobre circular con un coche automático por una ciudad como Los Ángeles. Pero se que era algo que cuanto más tiempo pasara sin hacer, más me costaría decidir, así que lo mejor era ser osado y no pensárselo dos veces. Y menos mal que lo hice: conducir por Los Ángeles no es ningún drama, y el coche prácticamente se maneja solo. El tamaño del Dodge Journey comparado con el Renault Grand Modus que llevo en casa no marca ninguna diferencia, solo hay que ser un poco prudente y no asumir distancias.
Tomamos el camino hasta pleno Hollywood Boulevard. Todo el mundo parece exceder el límite de velocidad en 5 o 10 millas por hora, ya que pese a apurar los máximos permitidos, no consigo cazar a nadie y todos me sobrepasan. El camino es sencillo... hasta que nos topamos con la calle Highland cortada. El rodeo no supone un problema, pero al alcanzar nuestro destino el aparcamiento queda en la acera contraria y eso si conlleva dar un par de vueltas de más hasta conseguir un cambio de sentido.
Aparcamos en el centro comercial Hollywood & Highland Center y subimos hasta la superfície esperando topar con el Paseo de la Fama. Y resulta que estamos en las entrañas del Kodak Theatre, lugar donde desde hace años se celebra la ceremonia de los Oscar de Hollywood. Las columnas de la entrada están aderezadas con los títulos ganadores de Mejor Película, habiendo espacio reservado hasta el 2050.
Empezamos la locura de las fotografías, y a escasos metros del Kodak ya hemos alcanzado el Teatro Chino, escenario inicial de los premios, el glamour y la alfombra roja. Aquí las estrellas de la acera dan paso a las losas con huellas y pisadas grabadas. Por poner algunos ejemplos, nos encontramos con el número de pie del Pato Donald, Robert Downey Jr., George Clooney o Sean Connery. Mezclado con los turistas se esconde un Spiderman ansioso por hacerse fotos a cambio de una propina. M muerde el anzuelo, inocente él...
En la otra acera hemos dejado atrás el cine El Capitán así como el Hotel Roosevelt, dos símbolos más de la meca del cine norteamericano.
Ponemos rumbo a pie hacia el oeste por la acera más al norte. Alcanzamos ese extremo del Walk of Fame y damos media vuelta para regresar por la acera contraria, pudiendo ver entonces las fachadas del Teatro Chino y el Teatro Kodak desde una mejor distancia. Seguimos hacia el este hasta el cruce con Vine Street, donde giramos hacia el sur y posteriormente volvemos sobre nuestros pasos. Es en Vine Street donde nos topamos con el catering de dos rodajes, uno de la Paramount Pictures y otro de Buena Vista (Disney). Sin embargo, toda la acción se está grabando en el interior de un restaurante, así que no vemos caras conocidas.
Nuestro paseo casi íntegro del Walk of Fame ha sido largo y cansado, pero satisfactorio. Hemos localizado todas las estrellas que nos interesaban, previamente estudiadas gracias a la completa lista disponible en la Wikipedia. El único que ha sido algo esquivo es Groucho Marx, cuya única estrella que hemos encontrado ha sido la de radio (andábamos buscando la de cine).
De vuelta en el punto de partida, entramos ahora en el centro comercial. Hacemos la primera de muchas paradas en un Starbucks, prácticamente el único lugar donde poder tomar un café de verdad. Y aunque los precios son caros (un café normal y una pasta pueden alcanzar los 5 dólares), siguen siendo más baratos que los de la misma franquicia en España. En la cafetería no funciona la máquina para sellar el ticket del parking, así que habrá que improvisar alguna compra antes de regresar al coche.
Subimos a un pasillo transversal del centro comercial que permite divisar otro de los emblemas de la ciudad: las grandes letras blancas anunciando Hollywood. Mucha gente para tan poca foto. Antes de volver al garaje, pagamos 2 dólares y medio por una botella de agua con tal de sellar el parking y ahorrarnos las dos primeras horas de tarifa. Al final haber aparcado toda la mañana aquí nos sale por 8 dólares.
Ponemos rumbo ahora hacia la colina de Hollywood, a la caza de un punto estratégico donde poder fotografiarse lo más cerca posible del letrero. Concretamente, la dirección que introducimos en el GPS es "6086 Mullholland Hwy", aunque también teníamos apuntado "3204 Canyon Lake Dr". Cuando bajamos del coche, el ambiente no nos gusta nada. No hay nadie por la calle, las casas son lujosas, pero no tardamos en percibir cierta aversión por los turistas que llegan al lugar con el mismo objetivo que nosotros. En un solar abandonado, figuran las letras "Tourists go away" (algo así como "Largaos, turistas") escritas sobre la tierra. Nos hacemos un par de fotos con cara de circunstancias, y salimos de allí volando.
Nuestra próxima parada es el Observatorio Griffith. No vamos a entrar, pero desde su emplazamiento y sus terrazas puede verse la ciudad de Los Ángeles, o por lo menos lo que la contaminación te permite divisar. El GPS nos la juega e insiste en que giremos por una calle que no existe durante el ascenso de la colina. Finalmente conseguimos calcular una ruta alternativa, y tras muchos rodeos no previstos ascendemos hacia el observatorio por la vertiente oeste. Son las 14:00 cuando salimos nuevamente del coche.
El frío con el que nos recibió ayer California ya ha dado paso a un sol que aprieta. El calor empieza a acercarse más al guión previsto, y cuando no sopla una ligera brisa es fácil empezar a sudar. Alcanzamos el observatorio y, se confirma, la ofensiva contaminación de Los Ángeles enturbia drásticamente el paisaje. Los rascacielos solo se intuyen, y las montañas del fondo no son más que siluetas. El cartel de Hollywood, sin embargo, puede verse sin problemas.
Invertimos un poco de tiempo en las vistas desde aquí para luego poner rumbo al Pacific Park, en la playa de Santa Mónica. F, encantado, ya ha cogido el relevo al volante, y le esperan 40 largos minutos hasta alcanzar el destino. Los Ángeles, esa ciudad en la que puedes hacer 50 kilómetros por autopista sin abandonar el área metropolitana. Finalmente alcanzamos el aparcamiento público de Santa Mónica, tarifa fija de 8 dólares para estacionar todo el tiempo necesario.
Hay muchísimo ambiente en la playa pero nuestra primera parada, dadas las horas que son, es en el restaurante Bubba Gump, inspirado en cierta historia de la oscarizada película Forrest Gump. L y M aciertan con su pedido, sendas hamburguesas demenciales acompañadas de patatas. F y yo, sin embargo, pedimos unos tacos de gambas que resultan ser ultrapicantes y muy secos. Comida aparte, el restaurante en general no es lo que esperaba, quedé algo decepcionado. 82 dólares incluída la inevitable propina de entre un 15 y un 20 por ciento.
Empezamos el paseo en Santa Mónica por el muelle de madera. Aquí termina oficialmente la Ruta 66, de la cual recorreríamos un puñado de millas en los próximos días. El ambiente es muy festivo, no falta de nada: globos, algodones de azúcar, niños, parejas cogidas de la mano, skaters. Según nos acercamos al final, alcanzamos el pequeño parque de atracciones sobre el muelle. Una montaña rusa muy suave, una noria, y poca cosa más.
Más interesante es mirar hacia las aguas del Pacífico. El tremendo oleaje provoca metros y metros de espuma, para disfrute de surfistas que en ese momento no parecen abundar. Se suceden los carteles de "No nadar" repartidos por la orilla, pero al parecer no se respetan demasiado.
Bajamos hasta la orilla, al pie del muelle. Bajo él, dos gaviotas se están disputando un pajarillo que no ha tenido su mejor día. En la arena, las clásicas casetas de los vigilantes de la playa y mucha gente practicando deporte, especialmente voleibol.
Vuelvo a coger el volante, esta vez para un trayecto corto de tan solo 4 kilómetros. Indicando en el GPS la dirección "2302 Dell Avenue, Venice", llegamos a susodicho lugar, una pequeña barriada que se caracteriza por sustituir las calles de asfalto por canales donde los vecinos pueden navegar con sus piraguas. La referencia friki sería que aquí es donde supuestamente viven algunos personajes de la serie "Californication". Conseguimos aparcar en la última plaza posible, cuando ya asumíamos que no iba a ser posible encontrar hueco en la calle cuyos puentes atraviesan los canales.
El lugar es casi idílico, una suerte tener la oportunidad y el dinero para poder vivir aquí. Entre las casas hay de todo, desde lujosas mansiones cerradas a cal y canto hasta casas destartaladas y con aspecto hippy, no sabemos si por abandono o por decorarse así a propósito. Mucha gente pasea a los perros, y cuando el sol desaparece el viento empieza a ser muy fresco. Son ya las 18:30.
F vuelve a conducir, esta vez para volver a nuestro hotel. Encontramos sitio en la acera justo enfrente de la puerta, para desgracia del aparcacoches cuyos servicios no íbamos a requerir en toda nuestra estancia.
L decide descansar los pies en la habitación, pero los demás buscamos en el GPS el Best Buy más cercano. Consideramos que 700 metros, por mucho que estemos en Estados Unidos, es una distancia que podemos permitirnos a pie. A nuestro paso, las líneas eléctricas sobre las aceras emiten un zumbido inquietante.
En esos escasos 700 metros, encontramos servicios tales como supermercados, restaurantes, y otros locales. Menuda novatada nos gastó ayer la recepcionista y su "tiro de piedra" de 15 minutos caminando en dirección contraria.
Llegamos al Best Buy y, pese al par de vueltas por sus pasillos, salimos solo con lo que habíamos venido a buscar: filtros polarizadores y un kit de limpieza para nuestras cámaras. Descubro que el lector de libros electrónicos Amazon Kindle también se vende en tiendas físicas, y no solo a través del portal web como hubiera asegurado.
En el camino de vuelta, decidimos aprovisionarnos en un supermercado Smart & Find. Los paquetes, en su mayoría, son monstruosos. Bolsas de palomitas del tamaño de un saco de patatas. Vasos de helado del tamaño de un cubo para fregar. Compramos unos cuantos tubos de patatas Pringles (que aquí son más baratas que las de bolsa de toda la vida), algunas galletas, agua y fruta, todo por 10 dólares.
Llegamos al hotel a las 9 de la noche. L ya ha salido de la ducha, y nosotros tres hemos alcanzado las 11 horas yendo de un sitio para otro. Tras el fiasco del GPS y la calle inexistente, probamos un segundo GPS que un compañero le había prestado a M. Resulta que es algo más moderno y responde mejor, así que decidimos hacer el cambio. Para hoy, solo nos queda pasar fotografías al portátil, cargar las baterías de las cámaras, y las nuestras propias. Mañana nos espera la visita a los estudios de la Universal.