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En esta excursión somos sólo cuatro y el guía, así que vamos a tener tranquilidad todo el día, eso seguro.
Salimos temprano, a las siete treinta del hotel nos recoge un taxi para llevarnos hasta donde el guía, quien nos lleva en su propio vehículo hasta Samaná para coger la barca que nos lleve hasta el parque nacional de los Haitises.
Al ser pocos la barca es pequeña, lo cual se nota a la hora de la estabilidad y afrontar mejor o peor el oleaje.
El tramos calculo que duró de cuarenta y cinco minutos a una hora. El mar está relativamente tranquilo, pero tampoco mucho, así que nosotros que vamos en la parte de atrás vamos recibiendo todas las salpicaduras del agua de mar. Menos mal que llevaba la toalla para protegerme un poco.
Llegamos a la primera cueva, no es grande, pero sí es muy curiosa. Tiene una razís que llega desde el suelo de la cueva y asciende hasta salir por la boca en el techo de la cueva.
Al llegar a la segunda, nos enocntramos con que el camino está cortado por el agua y tenemos que descalzarnos para cruzar. Habíamos llevado zapatillas de deporte, no botas de agua, porque nadie se lo imaginaba aquello, ni siquiera el guía. Por otro lado, ¿quién viajaría a la RD con botas de agua en la maleta? jajaja. Al ir de excursión a las cuevas lo primero que descartas son las chanclas de la playa, pero en esta ocasión hubieran ido bien para esta eventualidad. Bueno, al llegar al otro extremo, nos secamos un poco con los propios calcetines, para volver a calzarnos nuevamente los deportivos, pues el suelo de la cueva es resbaladizo y corres peligro de pegarte una buena trompada.
Hay en esta cueva infinidad de pinturas de los antiguos taínos. Algunas parecen dibujos hechos por niños, pero en cierta forma, al no tener cultura, era la edad que podían tener para algunas cosas. Quiero decir que, según nos explicaron, tenían la perspectiva de unos niños al pintar. Ello sumado al hecho de que por aquella época la esperanza de vida era más bien poca.
A la vuelta ya podemos ir calzados, pues ha bajado el nivel del agua. Nos encontramos con que ahora sí ya están los guardias y nos cobran la entrada global al parque.
En la tercera y última cueva ya nos empezamos a cruzar con gente, porque hasta ese momento íbamos nosotros solos. Esa es la ventaja de madrugar más que los demás.
Esta cueva no tiene pinturas, el suelo es de arena y no tiene misterio, sólo que es una gozada meterte en una cueva, descubrir sus recovecos e imaginar que el agua cubre todo aquellos con la marea alta.
Aconsejable llevar deportivos, por el suelo resbaladizo, y linterna, para poder ver dónde pisas.
De allí nos vamos hasta el manglar, viendo de camino numerosos pelícanos. Hay una cosa muy curiosa y es que hasta allí llegaba en su época un tren y aún pueden verse, sobresaliendo del mar, restos de lo que sostenían los raíles.
La vegetación es la típica que siempre vemos por tv cuando dan zonas similares, es decir, árboles con raíces que no sabes si suben o si bajan (aunque cierto es que es más fácil bajar). El agua está medio estancada, no hay corriente, con lo cual la suciedad se acumula en ciertas zonas provocando un olor un pelín desagradable.
Nos damos la vuelta para no perdernos, poque meterte es fácil, pero como no lo conozcas a la perfección no es fácil salir con tantos canales y todo te parece igual. Ponemos rumbo a Cayo Levantado.
La mar está algo agitada, con lo cual los botes y las salpicaduras son tremendas. Llegamos totalmente calados. Para salir de la barca nos cuesta, pues el muelle está más bien preparado para otro tipo de embarcaciones de más envergadura y altura y no para una simple barquita.
Noa damos un bañito en la playa sin que nadie nos moleste, pues no se ve un alma. Los demás excursionistas aún no han llegado, así que aprovechamos.
Comemos en unos de los chiringuitos que hay allí: pescado, ensalada, arroz y plátano frito.
Algunas fotos las sacamos después de comer, así que ya estaba llena la playa.
Volvemos al punto de partida en Samaná y con el coche nos lleva el guía hasta el Café del Mar, el primero del Caribe, parece ser. Está ubicado en un lugar privilegiado, con una de esas piscinas en las que al horizonte casi no disitngues donde acaba la piscina y donde empieza el mar.
Allí quedamos viendo una espléndida puesta de sol, acompañados de una limonada frozen (sin hielo) riquísima por 130 pesos.
De vuelta al Limón y de allí al hotel.
Han sido doce horas maravillosas.
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