Ait benhaddou es un sitio realmente encantador, y las vistas desde la terraza del riad son únicas, con la kasbah justo enfrente, al otro lado del pequeño río que hay que cruzar saltando sobre unos sacos de tierra. Es tal el mimetismo del conjunto con el entorno que apenas se distinguen las casas de la tierra rojiza. El riad es muy bonito, sin grandes alardes, resulta muy acogedor. Muy limpio y con un personal muy atento y correcto.

Aquí se rodaron escenas de películas como “Lawrence de Arabia” y aún se conserva parte del decorado que se construyó para la película. También se puede ver el lugar donde se rodó alguna escena de Gladiator, aunque el decorado se destruyó por exigencia de la UNESCO, ya que la kasbah es Patrimonio de la Humanidad desde 1987.
De vuelta al hotel, a las 10:30, nos esperaba nuestro gúia, Mustafá, al que le acompañaba Hassan que sería nuestro chófer en los próximos días.
De camino a Ouarzazate, pasamos por delante de unos estudios de cine en los que se rodaron numerosas películas (La Joya del Nilo, Cleopatra..). Ouarzazate es la ciudad más grande de la zona en la que hay todo tipo de servicios, aunque no tiene un atractivo especial. Hay también una kasbah, pero no tan bonita como la de Ait Benhaddou. Allí paramos para comprar dírhams y continuamos nuestro camino en dirección al valle del Dadès. Nuestra primera parada fue en la kasbah de Amrhidil. Mucho menos visitada que la de Ait Benhaddou también tiene mucho encanto, en el borde de un gran palmeral. A diferencia de la anterior, con estructura de un pequeño pueblo, esta es una única construcción, en la que se conservan diferentes elementos de la vida cotidiana bereber. Nos acompañó en la visita la persona que la atiende y que nos la mostró como si recibiese a unos amigos a los que muestra su casa. Después un té y una pequeña charla antes de partir.
A eso de la 1 llegamos a Kelaa M’Gouna en donde paramos para comer. Es la cabecera del valle de las rosas, por el que pasábamos desde varios kilómetros antes. Aquí todo gira en torno a las rosas. La estructura del pueblo recuerda vagamente los poblados del oeste americano, con una gran calle principal y multitud de locales comerciales a ambos lados en casas de muy sencilla construcción con un máximo de una planta de altura. Rosas secas, cremas, champús, colonias… Son tiendas locales, no pensadas para el turismo, y se agradece..
Comimos en la terraza de uno de los restaurantes de la calle principal. Unas buenas aceitunas de aperitivo nos hicieron echar en falta una cerveza que aquí no servían, como en casi ninguno de los restaurantes en que comeríamos. Sabedores de esto, nos habíamos provisto de una pequeña nevera portátil que, junto con unas latas de cerveza, se nos olvidó en la nevera del riad. La comida continuó con una buena ensalada y pinchos morunos que se preparaban en unas pequeñas parrillas en la propia terraza. De postre, el que ya sería casi una constante en los próximos días, naranja con canela. Una comida aceptable por unos 12 €.
Poco después de dejar el pueblo, abandonamos la carretera para adentrarnos en una pista que poco a poco nos metía en plena montaña, en los montes de M’Gouna. El paisaje es cada vez más árido y el color rojizo se va tornando en unos tonos casi negros. En pocos minutos ya no se divisa ningún tipo de construcción y la carretera asciende serpenteando entre multitud de piedras. A lo lejos se divisan unas pequeñas figuras humanas y Mustafá nos dice que son niños de alguna de las familias de pastores de cabras de la zona, algunos de ellos viven en auténticas chozas escavadas en la tierra. Cuando llegamos casi a la cima del puerto por el que transitamos nos paramos para disfrutar del maravilloso panorama y de un silencio absoluto.
Pocos kilómetros después pasábamos por una aldea en la que nos cruzamos con los niños que salían de la escuela, escena que se repetiría con frecuencia en los siguientes días, a todas horas nos encontramos niños que iban o venían de la escuela. Mustafá saludaba a todo el mundo desde el coche, “labas?” (¿qué tal?) gritaba, como si conociera a cada persona con la que nos encontrábamos y siem pre recibía un respuesta amable y una sonrisa. A partir de aquí el camino se hacía por veces casi intransitable, incluso para un todo terreno, hasta que de nuevo el paisaje se suavizaba y poco a poco llegábamos al valle del Dades y después de una parada para disfrutar de una vista del valle y de las curiosas formaciones rocosas conocidas con el descriptivo nombre de “dedos de mono” alcanzamos nuestro destino por este día, “Le Riad des Vieilles Charrues” en Ait oudinar.
Es un sencillo hotel muy agradable con 6 ó 7 habitaciones, todas ellas con chimenea (lástima que la nuestra no tiraba demasiado bien) y con una terraza con preciosas vistas del valle. Antes de cenar, un paseo por el pueblecito, casi a oscuras, nos llevó hasta un locutorio desde donde aprovechamos para hacer una llamada a España (unos 5 minutos por muy pocos dirhams). Nos llamó la atención el ver que casi todas las mujeres llevaban una especie de velo blanco sobre sus ropas y Mustafá nos aclararía que en cada pueblo de la zona las mujeres se ponían ese velo que cambiaba de color de unos a otros. De vuelta al riad nos encontramos con la sorpresa de que aquí si servían cerveza y vino (10 € una botella de un aceptable vino marroquí). Durante la cena, junto a un buen fuego que se agradecía, Said Naim, el dueño, un bereber orgulloso de serlo, hospitalario y simpático, nos habló de cómo casi todos sus amigos y familiares se habían ido a trabajar a Europa, y de lo feliz que el era allí, en su tierra, con sus gentes. Es músico y eso tiene relación con el curioso nombre del riad, coincidente con un famoso festival musical bretón. Aquí aprendimos nuestras primeras palabras en bereber de la mano de Rashid, un amable empleado del riad. Saha, Rahid, .



