A las 10 arrancamos desde Tres cruces en un autobús de la cía. Cot a la ciudad de Piria. El billete nos ha costado 134 pesos (5 euros), y llegamos dos horas después de un goteo de bajadas y subidas de pasajeros, ya que el bus no es directo y funciona como uno de línea. A pesar de ello, en esta ruta interbalnearia que finaliza en la elitista y petulante Punta del Este, la autovía es sensiblemente mejor que cualquier otra carretera del resto del país.
El visionario hombre de negocios y alquimista Don Francisco Piria, llegado con formación jesuita de Europa, puso la primera piedra de su ciudad allá por el 1900, comprando el montón de hectáreas de terreno desde el Cerro Pan de Azúcar hasta la playa, y más tarde abriendo unas canteras de granito y sembrando vides y olivares, tras haber decidido que era un enclave que le transmitía una energía acorde a su pensamiento mágico. No eligió nada mal el paraje para construir su reino, lo que también debieron pensar todos los que desde estonces se fueron estableciendo en estas tierras, dando lugar a lo que hoy es Piriápolis.
Ha pasado un siglo y poco, y aquí estamos nosotros de paseo. Nos alojamos en el hotel Tamariz, que no tiene nada que ver con el apellido del estupendo y cachondo mago español, sino con un árbol llamado así, para mí desconocido hasta ahora. El establecimiento es sencillo, digno y muy cuidado, la atención es excelente, y la habitación doble de 86 dolares la noche, es austera y sin lujos, pero con todo lo necesario, muy limpia, y con balcón a una tranquila calle. El desayuno es el buffet normal de por estos lares: jamón dulce, queso, panes, mermeladas, pequeños croisants dulces y salados, un poco de fruta, cafés, etc.
Una vez descargadas las ligeras pertenencias que hemos traido para la escapada de 3 o 4 días, agarramos la avenida costanera del pueblo, para aprovechar el luminoso día. El paseo marítimo de Piriápolis en el núcleo urbano, tiene cierta semejanza con los del norte de España, pero nosotros salimos hacia las afueras en dirección a Punta Fría y Punta Colorada, y el paseo se hace más agreste, ya que bordea el cerro San Antonio al norte de la ciudad.
Apenas hay gente y el recorrido es agradable, siguiendo los huevos de caracoles que brillan en la orilla como pelotas de pingpong transparentes. La primera parada es en el pequeño puerto deportivo, donde además de unas cuantas embarcaciones, la rueda horizontal de la estación de telesillas, las lanza por los cables al cerro, sometidas a los golpes del viento y el movimiento de la polea.
Entre el reducido puerto de contados yates, y Punta fría, la primera que se divisa metiéndose en el Atlántico, nos desviamos hacia una cala donde el griterío de las gaviotas que la colonizan, nos chiva que hay embarrancadas unas pocas barcas de pescadores.
Pescan con un aparejo de pesca artesanal llamado espinel, parecido al palangre, y que consiste en una cuerda gruesa en la que a tramos cuelgan otras cuerdas más pequeñas con los anzuelos, y que se lanza formando una media luna, cuyos extremos son sostenidos por boyas para indicar el lugar donde está sumergido el aparejo.
Por las piedras de la cala, se han de regatear los cuerpos de serpiente de congrios caídos, abandonados por los pescadores. Volteamos. Arriba en el sendero, hay levantadas en fila unas cuantas barracas con cuatro tablones, donde las familias que ayudan, reciben el pescado por la parte de atrás, y lo clasifican y limpian, antes de exponerlo a la venta en la parte de delante que da al paseo.
A la entrada del sendero de bajada a la cala, antes de las casetas de pescado, hay un barracón taberna con una terraza al lado con mesas y sillas. En ella nos sentamos con un litro de cerveza, dos vasos y el Atlántico, mientras dos o tres hombres de pie en el bar barraca, conversan con el tabernero.
Al pagar, le pido información al hombre sobre el avistamiento de ballenas, ya que en este punto hay montadas plataformas en las escolleras para ver el paso de la ballena franca austral. Me informa con ilusión, del paso a pocos metros de las ballenas que llegan a estas costas a partir de finales de julio y hasta el mes de Noviembre. Lástima que es mayo, y faltan un par de meses para su singladura.
Pasado un rato, continuamos primero por una rambla costanera de tranquilas urbanizaciones de plantas bajas y chalets en primera línea de mar, y luego por la arena de la playa desierta. Una chica consigo mismo esta sentada con la cabeza entre las rodillas, un rato después se levanta, se acerca a la orilla, mira, vuelve y se vuelve a ovillar en estado reflexivo. Unos metros antes de punta Colorada, giramos para tomar camino de vuelta. El poblado pesquero está cerrado, pero unos metros más adelante cerca del puerto, hay un chiringuito abierto a los pies del cerro. Allí mientras almorzamos un lomo de brótola, unas rabas y un par de empanadas de camarones, vemos las telesillas seguir subiendo y bajando, subiendo y bajando.
En Piriápolis, las vírgenes en puntos estratégicos, protegen a todo el pueblo. El cristo del Pan de Azucar, tercer cerro más alto de Uruguay, las ampara a ellas y a todo ¡o que cuidan. Allí, en sus faldas, el castillo del alquimista Piria vigila como se van extendiendo las casas, los calles, los campos, y algunos edificios singulares: el modernista Hotel Colón al borde de la playa, generoso regalo del magnate a su hijo Arturo; el compacto bloque del Hotel Argentina, máxima suntuosidad en su día en América del Sur; o dos o tres altos edificios de pisos, cuya singularidad es destrozar la belleza de este pedazo de costa, enormemente menos pretenciosa que su vecina Punta del Este, y por ello en mi opinión más encantadora.
Al día siguiente antes de despedirnos del hotel, caminamos las panorámicas vueltas de 360º de subida al cerro San Antonio. Pocos kilómetros de escasas construcciones, una Stella Maris, y telesillas suspendidas en el vacío, para coronar un pico copado de antenas, un restaurante cerrado, un coche de puertas abiertas con chavales de botellón, y una tienda de souvenirs junto al templo de blanco ibicenco de San Antonio, a la que, como es lo único con vida humana que encontramos, entramos para llevarnos de recuerdo una encargada casita de Piriápolis de cerámica, y una virgen desatanudos abrecaminos que cambia de azul a morada según el clima, entre el menú de las protecciones de las diversas vírgenes igual de camaleónicas, que tienen expuestas a la venta.
Para la bajada, atajamos en línea recta cerro abajo por la ladera opuesta a la playa, dejando a nuestra derecha la ermita de la Rosa Mística, donde peregrina el pueblo en el mes de febrero, hasta aparecer en las primeras calles asfaltadas de la falda.
Hacemos el check out sin incidencias en el Tamariz, nos despedimos, y arrancamos hacia la terminal de omnibus, pateando sin prisas por la parte más urbana del paseo marítimo. Antes de la estación, pasamos bajo la sombra del mazacote en forma de grapa del mencionado Hotel Argentina, miramos por la ventana de un pabellón de rosas con una exposición indicativa del talante de este lugar, 777 piedras con forma de corazón, y rondamos por la feria de un poco de todo montada al lado de la estación, rodeada de comandos de militantes de base, ofreciendo folletos de los candidatos a las elecciones internas del partido del Frente Amplio.
No dan más de sí las horas, hasta la partida a Punta del Este todavía en la provincia de Maldonado, a las 12'35 del mediodía.
El visionario hombre de negocios y alquimista Don Francisco Piria, llegado con formación jesuita de Europa, puso la primera piedra de su ciudad allá por el 1900, comprando el montón de hectáreas de terreno desde el Cerro Pan de Azúcar hasta la playa, y más tarde abriendo unas canteras de granito y sembrando vides y olivares, tras haber decidido que era un enclave que le transmitía una energía acorde a su pensamiento mágico. No eligió nada mal el paraje para construir su reino, lo que también debieron pensar todos los que desde estonces se fueron estableciendo en estas tierras, dando lugar a lo que hoy es Piriápolis.
Ha pasado un siglo y poco, y aquí estamos nosotros de paseo. Nos alojamos en el hotel Tamariz, que no tiene nada que ver con el apellido del estupendo y cachondo mago español, sino con un árbol llamado así, para mí desconocido hasta ahora. El establecimiento es sencillo, digno y muy cuidado, la atención es excelente, y la habitación doble de 86 dolares la noche, es austera y sin lujos, pero con todo lo necesario, muy limpia, y con balcón a una tranquila calle. El desayuno es el buffet normal de por estos lares: jamón dulce, queso, panes, mermeladas, pequeños croisants dulces y salados, un poco de fruta, cafés, etc.
Una vez descargadas las ligeras pertenencias que hemos traido para la escapada de 3 o 4 días, agarramos la avenida costanera del pueblo, para aprovechar el luminoso día. El paseo marítimo de Piriápolis en el núcleo urbano, tiene cierta semejanza con los del norte de España, pero nosotros salimos hacia las afueras en dirección a Punta Fría y Punta Colorada, y el paseo se hace más agreste, ya que bordea el cerro San Antonio al norte de la ciudad.
Apenas hay gente y el recorrido es agradable, siguiendo los huevos de caracoles que brillan en la orilla como pelotas de pingpong transparentes. La primera parada es en el pequeño puerto deportivo, donde además de unas cuantas embarcaciones, la rueda horizontal de la estación de telesillas, las lanza por los cables al cerro, sometidas a los golpes del viento y el movimiento de la polea.
Entre el reducido puerto de contados yates, y Punta fría, la primera que se divisa metiéndose en el Atlántico, nos desviamos hacia una cala donde el griterío de las gaviotas que la colonizan, nos chiva que hay embarrancadas unas pocas barcas de pescadores.
Pescan con un aparejo de pesca artesanal llamado espinel, parecido al palangre, y que consiste en una cuerda gruesa en la que a tramos cuelgan otras cuerdas más pequeñas con los anzuelos, y que se lanza formando una media luna, cuyos extremos son sostenidos por boyas para indicar el lugar donde está sumergido el aparejo.
Por las piedras de la cala, se han de regatear los cuerpos de serpiente de congrios caídos, abandonados por los pescadores. Volteamos. Arriba en el sendero, hay levantadas en fila unas cuantas barracas con cuatro tablones, donde las familias que ayudan, reciben el pescado por la parte de atrás, y lo clasifican y limpian, antes de exponerlo a la venta en la parte de delante que da al paseo.
A la entrada del sendero de bajada a la cala, antes de las casetas de pescado, hay un barracón taberna con una terraza al lado con mesas y sillas. En ella nos sentamos con un litro de cerveza, dos vasos y el Atlántico, mientras dos o tres hombres de pie en el bar barraca, conversan con el tabernero.
Al pagar, le pido información al hombre sobre el avistamiento de ballenas, ya que en este punto hay montadas plataformas en las escolleras para ver el paso de la ballena franca austral. Me informa con ilusión, del paso a pocos metros de las ballenas que llegan a estas costas a partir de finales de julio y hasta el mes de Noviembre. Lástima que es mayo, y faltan un par de meses para su singladura.
Pasado un rato, continuamos primero por una rambla costanera de tranquilas urbanizaciones de plantas bajas y chalets en primera línea de mar, y luego por la arena de la playa desierta. Una chica consigo mismo esta sentada con la cabeza entre las rodillas, un rato después se levanta, se acerca a la orilla, mira, vuelve y se vuelve a ovillar en estado reflexivo. Unos metros antes de punta Colorada, giramos para tomar camino de vuelta. El poblado pesquero está cerrado, pero unos metros más adelante cerca del puerto, hay un chiringuito abierto a los pies del cerro. Allí mientras almorzamos un lomo de brótola, unas rabas y un par de empanadas de camarones, vemos las telesillas seguir subiendo y bajando, subiendo y bajando.
En Piriápolis, las vírgenes en puntos estratégicos, protegen a todo el pueblo. El cristo del Pan de Azucar, tercer cerro más alto de Uruguay, las ampara a ellas y a todo ¡o que cuidan. Allí, en sus faldas, el castillo del alquimista Piria vigila como se van extendiendo las casas, los calles, los campos, y algunos edificios singulares: el modernista Hotel Colón al borde de la playa, generoso regalo del magnate a su hijo Arturo; el compacto bloque del Hotel Argentina, máxima suntuosidad en su día en América del Sur; o dos o tres altos edificios de pisos, cuya singularidad es destrozar la belleza de este pedazo de costa, enormemente menos pretenciosa que su vecina Punta del Este, y por ello en mi opinión más encantadora.
Al día siguiente antes de despedirnos del hotel, caminamos las panorámicas vueltas de 360º de subida al cerro San Antonio. Pocos kilómetros de escasas construcciones, una Stella Maris, y telesillas suspendidas en el vacío, para coronar un pico copado de antenas, un restaurante cerrado, un coche de puertas abiertas con chavales de botellón, y una tienda de souvenirs junto al templo de blanco ibicenco de San Antonio, a la que, como es lo único con vida humana que encontramos, entramos para llevarnos de recuerdo una encargada casita de Piriápolis de cerámica, y una virgen desatanudos abrecaminos que cambia de azul a morada según el clima, entre el menú de las protecciones de las diversas vírgenes igual de camaleónicas, que tienen expuestas a la venta.
Para la bajada, atajamos en línea recta cerro abajo por la ladera opuesta a la playa, dejando a nuestra derecha la ermita de la Rosa Mística, donde peregrina el pueblo en el mes de febrero, hasta aparecer en las primeras calles asfaltadas de la falda.
Hacemos el check out sin incidencias en el Tamariz, nos despedimos, y arrancamos hacia la terminal de omnibus, pateando sin prisas por la parte más urbana del paseo marítimo. Antes de la estación, pasamos bajo la sombra del mazacote en forma de grapa del mencionado Hotel Argentina, miramos por la ventana de un pabellón de rosas con una exposición indicativa del talante de este lugar, 777 piedras con forma de corazón, y rondamos por la feria de un poco de todo montada al lado de la estación, rodeada de comandos de militantes de base, ofreciendo folletos de los candidatos a las elecciones internas del partido del Frente Amplio.
No dan más de sí las horas, hasta la partida a Punta del Este todavía en la provincia de Maldonado, a las 12'35 del mediodía.