Desde la carretera circular, dejando la península de Snaefells al oeste y enfilando hacia el norte, nos encontramos de pronto con tres cráteres entre los prados. Sin tenerlo previsto y sin saber siquiera de su existencia, subimos a los Grabrok en unos 30 minutos por un cómodo camino para observar unas espléndidas vistas de las consecuencias de la erupción que tuvo lugar hace 4.000 años.
La densa niebla que nos tocó nada más reanudar la ruta en coche hizo imposible que viéramos nada más del paisaje, ni siquiera pudimos acercarnos a la carretera 711 para contemplar en la lejanía los fiordos del oeste. Tras una hora a 30km/h sin visibilidad alguna, el cielo se fue aclarando y la carretera principal empezó a discurrir por un pequeño valle rodeado por montañas con picos nevados y laderas marrones y verdes que parecen haber sido cortadas a golpe de hacha. En el pequeño lago Vatnsdalshólar vimos unos curiosos islotes arbolados denominados Kattarauga (ojos de gato) y ya en el valle de Skagafjördur descubrimos las primeras casas de turba típicas islandesas. A los que a estas alturas no puedan soportar su aislamiento del mundo, les recomiendo una parada en el centro de visitantes de Varmahlid, con folletos de todas partes y un ordenador con conexión a internet durante 15 minutos, totalmente gratis.
Pasado el delta en la bahía de Skagafjördur, hacia el norte, se halla el pueblo de Hofsós, en cuyo puerto todavía quedan en pie dos antiguas casas de madera. Dejando el mar y enfilando hacia las montañas de Tröllskagi, en unos 20 minutos, entre las lanudas ovejas y los caballos peludos surge el pueblo de Holar, famoso por su iglesia de arenisca roja y visita imprescindible ya no por ésta sino por su ubicación en un paisaje de cuento. Aquí también pudimos ver las casas de turba hasta por dentro.