Volví a despertar con la misma sensación de ahogo que las otras diez veces anteriores. Como siempre, daba cuatro o cinco vueltas en la cama sin encontrar la postura que menos calor daba y miraba el techo; maldito ventilador malgache. Parecía que las aspas pertenecían al clan de los mora mora. O eso o que se habían declarado en huelga oficial y estaban en servicios mínimos, pero a mi cara no llegaba ni un soplo de aire fresco.
Nunca me he alegrado tanto de tener que levantarme a las 5:30 de la mañana, pero ese día lo hice. Salté disparada hacia la ducha para quitarme de encima el mal recuerdo de la noche que me había hecho pasar la habitación de madera de La gite de la Tsiribihine y bajamos a desayunar. Mientras tomábamos café y fruta aparecieron Florence y Françoise con la misma cara que debíamos de hacer nosotros. Desde luego su habitación no debió ser mucho más fresca que la nuestra, por lo que esta vez el calor se había apuntando un tanto, ¡y de qué forma!
El desayuno en el hotel de Miandrivazo
Salimos a hacer un poco de tiempo hasta la hora de partir, pues, como venía siendo costumbre y a lo que nos estaba habituando Leonard, nunca había prisa. Aprovechamos para salir a comprar unas chanclas y unos sombreros para soportar el calor de la piragua y de paso visitar el mercado. Aunque apenas fueran las siete de la mañana, Miandrivazo ya era un ir y venir de gente que vendía y gente que compraba.
Las chanclas…
… y el sombrero
Volvimos al porche del hotel con la esperanza de ver ya a Leonard, pero en vez de eso encontramos a los franceses que salían hacia el mercado y nos advertían que el guía aún iba a tardar un rato, así que nos sentamos en las mesas de la entrada a esperar y al momento apareció Selva, la quinta pasajera del tour. La catalana residente en Nueva Zelanda venía de pasar unos días con unos amigos en Mahajanga y lo primero que nos contó fue su reciente historia traumática en un taxi brousse. Durante uno de los trayectos nocturnos el coche había sido asaltado por un grupo de vándalos y le habían robado la bolsa de mano con pasaporte incluido. Ahora, mientras se recuperaba del susto y esperaba que estuviese el nuevo pasaporte había decidido hacer el tour por el Tsiribihina. La reunión de tres vazahar, que así es como nos llaman a los extranjeros, había despertado la curiosidad de un grupo de niñas que jugaban en la calle y se acercaron a nosotros. El desayuno de Selva en la mesa despertó también su apetito y se lo terminaron comiendo, “pour parteger” les decía ella mientras devoraban las galletas.
La tertulia con las niñas
Casi a las 9 de la mañana se dignó a hacer acto de presencia Leonard cuando nosotros ya llevábamos más de tres horas despiertos. Cogimos las mochilas y nos dirigimos al río. Parecía que todos los niños del pueblo se habían puesto de acuerdo en venir a despedirnos, nos rodeaban, nos cogían de las manos que nos quedaban libres y se reían. Como si acompañarnos hasta el río fuese un fiesta.
Acompañados de la manada de niños
Decidí que tenía que grabar aquella escena y cuando abrí la mochila de la cámara me cayó al suelo un paquete de galletas de chocolate. Entonces se paró el tiempo, todos los niños que tenía alrededor se quedaron parados dos segundos que se hicieron eternos mientras asimilaban que era lo que estaba pasando hasta que uno gritó ¡¡¡bombooon!!! “ y entonces como un coro empezaron todos a gritar ¡bombon! ¡bombon! Coger el paquete y volver a guardarlo en la mochila hubiese sido demasiado cruel, así que cuando cogí el paquete para dárselo a una de las niñas el resto se abalanzó encima de ella y por unos segundos desapareció de mi vista. El intento de demostrar que había aprendido algo nuevo en francés quedó epclipsado entre el escándalo de los monstruos de las galletas y mi voz gritando “pour parteger” se ahogó entre los gritos de emoción de los niños.
La escena del paquete de galletas
Cuando llegamos al “puerto” estaban ya aparcadas las dos piraguas y el número de personas que se concentraba allí llegaba al medio centenar. Mientras el guía nos ayudaba a cargar el equipaje, algunos de los niños se tiraron a nadar y se despidieron de nosotros desde el agua.
La despedida en la orilla
Las que vinieron a despedirse desde el agua
Entonces conocimos al resto de acompañantes del tour: los dos remadores o “pirogue man” como se hacían llamar, un joven que venía decidido a amenizar el viaje con su instrumento de cuerda y tres pobres gallinas. Cuando todo el mundo estuvo sentado en sus puestos, los remadores se pusieron en marcha y entonces haciendo alarde de esa habilidad con la que hacían moverse a la canoa, la alejaron de la orilla y empezó la travesía. Los brazos de todos esos que habían venido a vernos partir se levantaron al unísono y nos dijeron adiós. Poco a poco nos fuimos alejando de Miandrivazo y adentrándonos en el desconocido Tsiribihina.
Partimos por el Tsiribihina
La velocidad que alcanzaba aquel bote era lo suficiente como para poder disfrutar de la suave brisa fresca que, a esas horas de la mañana aun vencía al calor. Pese al color marrón del agua que impedía distinguir nada en el interior del río y al árido paisaje que en algunos tramos llegaba a ser tan desolador que daba ganas de llorar, la primera mañana del tour transcurría alegre y animada. Toni, Selva y yo íbamos en la misma piragua así que cualquier esperanza de practicar idiomas desapareció y durante el recorrido nos fuimos conociendo todos. El remador, ajeno a nuestras conversaciones metía un pala y otra, una pala y otra… siempre al mismo ritmo, armonioso, sin perder el compás. Alexandre, que así se llamaba, tenía una resistencia extrema que hacía imaginar a una la de horas que debía haber pasado remando por el Tsiribihina durante toda su vida. El esfuerzo maratoniano de estar horas arrastrando un bote con cuatro personas y sus mochilas, no se reflejaba en su cara, su gesto nunca cambiaba. Ni un ademán de extenuación.
Toni, Selva y el resistente remero
Pasaban las horas y el paisaje tampoco cambiaba, en vez de eso, el sol, despiadado y feroz, había decidido transformar aquel placentero viaje en un infierno insufrible. Ni el pañuelo, ni el sombrero, ni el paraguas que tan acertadamente nos había traído Leonard eran suficientes para librarse de aquel calor y pronto todos estuvimos deseando que llegase la hora de parar y refugiarnos del bochorno.
Un par de horas después de salir de Miandrivazo, el guía decidió que había llegado la hora de hacer un descanso para comer, y cuando visualizó un árbol de mango con la suficiente sombra para refugiarnos a todos, la piragua se acercó a la orilla y desembarcamos. Nada más poner los pies sobre tierra, otra manada de niños apareció de la nada para festejar la visita de más vazahars, nos sentamos con ellos debajo del árbol y mientras, los guías prepararon la comida. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de la minusvalía del chaval que llevaba la guitarra, cuando desde la piragua lanzó el instrumento a unos dos metros de distancia, y entonces, con la única fuerza de los brazos, sacó su cuerpo de dentro de la piragua y se arrastró hasta cerca de donde estábamos nosotros. Cuando llegó a su sitio se quitó el polvo de las manos y se puso a tocar una canción que duró toda la comida.
Las piraguas en la parada para comer
Nuestro músico del tour
La parada fue breve, así que nada más terminar de comer volvimos a subir a la piragua y reemprendimos el crucero.
El sol empezaba a darnos una tregua y el viaje durante la tarde se hizo mucho más llevadero. Los niños de las aldeas cercanas siempre se acercaban a saludar al grito de vazahar y en algunas ocasiones nos saludaban incluso con canciones. Excepto algún par de ocasiones en las que encalló la piragua y tuvimos que bajar debido a la poca profundidad del río, el resto de la tarde transcurrió tranquila.
No parece que haya mucha profundidad…
Justo cuando mejor se estaba en la barca, cuando empezaba a ponerse el sol y dejaba de castigarnos, encontramos un sitio para acampar, un tramo de ribera desértico donde plantar las tiendas de campaña. Descargamos el equipaje y después de celebrar que finalizaba el primer tramo del tour con una cerveza, Toni y yo decidimos meternos en el río. Aunque la suciedad no desapareció, al menos nos refrescamos y tras la advertencia de que el día siguiente no íbamos a poder nadar por la presencia de cocodrilos, salimos a tomarnos el tentempié.
Termina la jornada a orillas del Tsiribihina
Florence y Leonard habían preparado un ponche que nos bebíamos acompañado de unos cacahuetes y cuando se hizo de noche ya teníamos la cena preparada y las tiendas en pie, aquellos guías nos trataban como a reyes. Así que después de una cena a la luz de la luna y las linternas, amenizada con música de fondo nos fuimos a dormir a la tienda. Estaba segura que el día siguiente por fin descubriría algún animal salvaje…
Leonard preparando la cena con sus compañeros
Terminando la jornada con el ponche de Florence