A las cinco y media de la mañana Leonard ya andaba dando vueltas por nuestro campamento improvisado, y al grito de bonjour bonjour se puso a despertarnos a todos. A medida que iba abriendo los ojos me iba dando cuenta de que estaba sola en la tienda de campaña. Pensé que Toni se habría despertado antes y ya estaría con el guía, pero nada más abrir la cremallera lo encontré tumbado en la entrada sobre la arena. Estaba intentando salir de dentro de la mosquitera en la que se había enrollado a modo de capullo para protegerse de los mosquitos y la fauna terrestre. A medianoche no pudo aguantar más el calor que hacía allí dentro y, entre dormir con bichos o con el calor, decidió quedarse con lo primero –yo prefería volatilizarme allí dentro–. Cuando Leonard terminó de desmontar la tienda nos dijo que se le había olvidado quitar la funda de plástico superior y en la oscuridad de la noche nosotros no nos dimos ni cuenta. ¡¡Menuda sauna!!
Nuestra tienda con la funda encima…
Desperezados ya, nos pusimos a desayunar en una esterilla sobre la arena mientras veíamos salir el sol, momento en que los guías aprovecharon para ir recogiéndolo todo y en media hora más o menos ya estábamos otra vez en marcha: cinco vazahar, dos barqueros, un músico, un guía y dos gallinas.
Leonard preparando las piraguas
Desayunando a la salida del sol
Sabiendo ya de qué iba la cosa el segundo día lo cogimos con filosofía: sombrero de paja, paraguas, protector solar, libro y a dejarse llevar. Cuando el sol apretaba demasiado metíamos las piernas dentro del agua y nos servía para refrescarnos. Esta sensación duraba poco, pero al rato volvíamos a meterlas en el agua y otra vez volver a empezar. En todas las inmersiones de nuestros pies en el agua nos acordábamos de las palabras de Leonard el día anterior advirtiéndonos que hoy podríamos ver cocodrilos.
Segunda jornada por el río Tsiribihina
La emoción del día anterior ya no estaba a flor de piel, y las numerosas cabezadas que nos hacíamos en la piragua demostraban que en ocasiones resultaba incluso aburrido. El paisaje seguía siendo el mismo, el agua del mismo color y los animales ausentes. Tan solo habíamos visto un camaleón a la orilla del río al que Alexander había robado su tranquilidad cogiéndolo con el remo y levantándolo para que lo pudiésemos ver. Cuando todos lo habíamos visto, Leonard pensó que quizás al pobre animal le apetecía volar, y mientras yo me ponía las manos en la cabeza el pobre salió catapultado hacia la vegetación que había a orilla del río. Seguramente el pobre siguió su camino con algo de mareo después de la experiencia…
El camaleón en cuestión
Durante el resto de la mañana lo único que vimos del reino animal fueron unos cuantos ejemplares del precioso Martín Pescador, y justo cuando empezaba a pensar que lo del cocodrilo era solo para mantener el suspense alguien lo vio. El remero nos avisó al grito de Toniiii, Toniiiii, fotoooo, mientras señalaba con el remo hacia un lugar en concreto que parecía una piedra encima de un islote de arena. Se trataba de una cría de cocodrilo que no tardó en meterse en el agua cuando se percató de nuestra presencia. Tardó el tiempo justo que tardé yo en sacar la cámara de la mochila, y en el momento que la enchufé desaparecía la punta de la cola debajo del agua. Cuando pensé que habíamos perdido la oportunidad de tener una imagen de aquello Toni me enseñó la pequeña pantalla de su cámara…
Al final hicimos la foto al cocodrilo
A las doce del mediodía hicimos la primera parada; por fin habíamos llegado a una cascada natural que desembocaba en el Tsiribihina llamada Anosiampela. Saltamos de la barca y subimos casi corriendo a la parte más alta llenos de emoción por ver aguas de color diferente y de paso estirar las piernas. La piscina superior era una balsa grande con agua clara que con el calor que estábamos pasando nos sedujo y nos arrastró inmediatamente hacia ella. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos los cinco vazahars metidos en el agua y disfrutando de un baño relajante, refrescante y casi casi higienizante. Dos chorros transparentes y enormes bajaban a toda velocidad llenando la balsa para luego seguir su camino hacia los distintos niveles de la cascada y terminar mezclándose con el agua marrón del Tsiribihina. La visita fue como una bocanada de aire puro, un paréntesis entre aquellos paisajes secos y deprimentes que decoraban el río y en los que ver un lémur como aseguraba la guía, era prácticamente misión imposible.
Sin palabras!!
Una vez tuvimos los dedos de las manos y los pies arrugados como una pasa salimos del agua y bajamos a la orilla del río, lugar donde Leonard y los barqueros preparaban la mesa debajo de un techo de madera que nos refugiaba del sol. Después de este descanso, con una comida a base de pescado asado, unas verduras y fruta servida sobre platos hechos de 3 piñas cortada por la mitad, nadie tenía ganas de subir otra vez a la piragua, pero quedaban muchas horas de camino y no había tiempo que perder.
Comida en familia
El sabroso postre con piña
Seguimos toda la tarde descendiendo por el Tsiribihina sin hacer ni ver nada especial, quitando del café que preparó Leonard para acompañar la tranquila travesía. Tan solo niños que vivían en poblados cercanos al río se acercaban de vez en cuando a la orilla y nos llamaban a gritos para saludar a los vazahars, rompiendo el sonido acompasado de los remos.
Leonard preparando el café…
… y Juan Valdés haciendo la cata
Fue en uno de éstos donde hicimos una parada a recoger municiones. El acceso al poblado era una cuesta de barro de unos 10 metros casi vertical que había que escalar y que lo separaba del río. Mientras subíamos se acercaron todos los niños del pueblo que intentaban ayudarnos cogiéndonos de la mano cuando llegábamos a la parte más alta. Nada mas llegar, y sin soltarnos de las manos, los niños nos acompañaron a la “tienda” en la que pudimos comprar cosas tan necesarias como cervezas y tabaco. Por el camino nos pedían encarecidamente las botellas de agua casi vacías que llevábamos encima como si se tratase de un tesoro. Supimos que las utilizaban posteriormente de recipiente para todo tipo de bebidas, y supimos también que sería una “petición” que se repetiría durante todo el viaje por Madagascar, así que ya casi teníamos completo el diccionario básico de comunicación niño-extranjero: vazahar, bombon, plastic.
Ladera del río con la subida
Algunos de los niños que hablaban un poco de francés, que por muy poco que fuese siempre era más que el nuestro, nos preguntaban nuestro nombre y nuestra edad. Así que durante el camino de vuelta a la barca me dediqué a repetir “Carme” y “26” a cada niña que se acercaba. A Toni en cambio lo perseguía un hombre que parecía no estar muy bien y lo único que quería era que le diese cigarros…
Subimos de nuevo a la piragua y continuó el camino hasta el atardecer. La bajada de las temperaturas y la bonita estampa del sol poniéndose hizo que disfrutásemos mucho de este momento y lo aprovechamos para hacer unas cuantas fotos y grabando un buen rato en vídeo.
Menudas vistas al atardecer
Cuando encontramos una zona en la que poder acampar la piragua se detuvo y volvimos a descargar todas las mochilas. El mismo ritual del día anterior se repitó: tomamos cerveza, ponche de ron malgache, algo para picar, y cenamos a la luz de la luna con la compañía de todos los insectos de la Región Fluvial del Tsiribihina que se concentraron alrededor de la antorcha que puso Leonard al lado de la esterilla.
Montando el campamento al finalizar la segunda jornada
Esta vez había espectáculo incluido y, mientras nosotros seguíamos con el ponche, el guía y los barqueros nos deleitaron con una sesión de baile tradicional al son de la música de la extraña guitarra y al compás de los saltamontes que nos iban cayendo encima.
Música malgache en directo. Impresionante!
Un rato más tarde ya estábamos todos dentro de las tiendas descansando, con la nuestra sin la funda superior que pronto se encargó Toni de no poner. Con tanto jolgorio nada me hacía presagiar que mi organismo empezaba a incubar alguna cosa y el día siguiente iba a ser muy duro para mí.
A dormir a la luz de la luna, que mañana…