Después de la larga travesía por el Tsiribihina y la agotadora visita al Grand Tsingy había llegado el momento de dirigirnos a Morondava, teníamos bien merecido un descanso en la playa de arena blanca, aunque el camino que nos quedara por recorrer fuera largo.
La salida con el 4×4 fue muy temprana, debíamos coger un par de ferrys por el camino y dependíamos de la profundidad de los ríos para poder atravesarlos con la plataforma. Así que una vez desayunados subimos al vehículo y nos acomodamos; sabíamos que aun tardaríamos unas 4 horas hasta llegar a Belo-sur-Tsiribihina. El viaje fue largo y aburrido, el paisaje escarpado y la tierra roja seguían esperándonos en el mismo sitio donde lo habíamos dejado durante el viaje de ida. Tan solo los niños que llegaban corriendo con su alegre sonrisa para saludar y de paso pedir botellas amenizaban el trayecto. Vazahar, bombon y plástic eran las tres palabras que más se repitieron durante toda la mañana.
A mediodía la comida estaba servida en Belo. Hacía casi una semana que no comía tan bien y tan a gusto como lo hice ese día en el restaurante del hotel Karibo, aunque estuviese repleto de turistas. Eran las últimas horas del tour y teníamos la sensación de estar volviendo a la civilización. Mientras saboreaba la comida me entretuve pensando en como serían la playa de Morondava y aquella famosa avenida llena de centenarios baobabs, presentes en tantas fotos, libros y postales.

El gordo de Toni devorando
El trayecto de la tarde nada tuvo que envidiarle al de la mañana. Otra vez los socavones y la escasez de vegetación y tan solo, de vez en cuando, algún baobab y algún que otro sifaka hacían acto de presencia.

Avistando más sifakas
Unas horas más tarde el paisaje se puso interesante puesto unos originales baobabs nos avisaron de que habíamos llegado a la avenida. El primero era un viejo baobab solitario pero con uno de los troncos más anchos de los existentes en Madagascar (si no el que más).

Con el gran baobab

Enooooorme
El segundo en cuestión eran dos enredados (o enamorados) baobabs y por parejas, como no podía ser de otra forma, nos hicimos unas cuantas fotos delante de la extraña pareja.

La foto de rigor
Terminado este parón pronto vislumbramos lo que nos esperaba. El 4×4 aparcó al principio de la avenida y nos dieron total libertad para campar a nuestras anchas por aquel mágico lugar. Los enigmáticos baobabs parecía que sufrían boca abajo con las raíces al aire a ambos lados de la avenida mientras nosotros, ajenos a su dolor, disfrutábamos del bellísimo paisaje. Turistas, viajeros, niños haciendo volteretas, patos o cebús, no importaba, todo el mundo disfrutaba de un paseo por la susodicha avenida y, minutos más tarde, de aquel bonito atardecer al lado del lago.

La avenida del baobab

Baobab y Carme. ¿Me veis?

El equipo al completo
Terminada la larga visita y subidos de nuevo en el 4×4 llegábamos a Morondava y Leonard, como todo buen guía, decidió por nosotros donde nos teníamos que quedar, y eran tantas las ganas de darnos una buena ducha que solo peleamos con él dos minutos. Al menos conseguimos que nos dejaran una habitación enorme por el precio de un doble normal, porque nuestra idea principal era buscar en Morondava nuestro propio alojamiento.
Después de quitarnos todo el barro que llevábamos acumulado en nuestro cuerpo tras dos días sin darnos una ducha decente salimos a cenar a un restaurante muy cerquita de nuestro hostal. El pub/restastaurante l’Oasis era también guesthouse en la que uno podía disfrutar de una bonito jardín acompañado de un grupo de reagge tocando toda la noche y en el que la pareja de franceses, Leonard, su mujer, Selva, Toni y yo cenamos para celebrar el final del duro tour.

Deliciosa cena en L’Oasis

Jean el Rasta y su grupo de reagge
De la mesa pasamos a la barra, donde nos invitaron a degustar el buenísimo ron malgache de la mano de Jean el Rasta, quien con su sonrisa perenne contagiaba el ambiente del lugar. Pudimos comprobar entonces la pedazo de rasta que tenía en la parte trasera de su cabeza; era espectacular.

Con Jean el Rasta
La guinda del día estaba por llegar. Cuando la mayoría de la gente se hubo ido (solamente quedábamos nosotros tres, tres rastafaris y Jean el Rasta) la música dejó de sonar y nosotros apuramos las últimas cervezas preparados para marcharnos. Pero el propietario de aquel exótico lugar nos indicó que esperásemos en la barra. Cogió su guitarra, se sentó encima de un congelador y nos deleitó con un precioso concierto acústico en directo, haciéndonos partícipes de aquella fiesta en “petit comité” (que se alargaría media hora más) y enseñándonos la letra de una canción. Así que, al ritmo de “mafana be a Morondava” (hace mucho calor en Morondava), nos dieron la mejor bienvenida que hubiésemos imaginado a este bonito pueblo costero que nos serviría de descanso durante los próximos días.