





El camino que emprendemos de momento es el mismo pero una vez que llegamos a las Allées no vamos hacia la derecha (hacia donde está el teatro) sino a la izquierda. Al poco rato nos encontramos con la puerta del Escenario de los poetas, parque del siglo XIX (época del Segundo imperio) de estilo inglés con paisajes hechos por los hermanos Bullher, los creadores del Bois de Boulogne de París. Tiene estatuas de poetas y el monumento de Titán. Precisamente este monumento, en realidad una fuente, es una de las primeras cosas que nos encontramos. En la parte más alta vemos a Atlas sujetando el mundo hecho en bronce sobre una concha bajo la que hay unos caballos en mármol blanco. Debajo encontramos una especie de gruta sobre la que está la fuente al estilo de un ninfeo antiguo con una representación del dios Pan (en el centro). El agua, que cae por todos lados, acaba en un estanque. Al lado hay otro llamado de los Cisnes (aunque no vemos ninguno).
El parque se inauguró en 1867 y está muy bien cuidado. Tiene muchos árboles y flores, algunos exóticos, y recibe su nombre porque en origen era como una pequeña colina con árboles que daba muy bien para que los poetas meditaran.
Desde 1902 este jardín, que cuenta con estanques y canales, está decorado con bustos de poetas que nacieron en Béziers, la mayoría obra de Injalbert (autor también de la fuente). Destaca también una estatua al grandísimo Víctor Hugo.
Desde 1990 es refugio para pájaros (y tienen unas casitas preciosas).
El parque se cierra con hermosas puertas de hierro forjado.
Une la estación de tren con la alameda Paul Riquet. Precisamente antes de llegar a la puerta que da a la estación encontramos el gran monumento a los muertos, también de Injelbert (una inscripción dice que está dedicado a los caídos en Indochina y África del Norte).
Para cruzar desde el parque a la estación hay un paso subterráneo. Nosotros no pasamos sino que seguimos por la calle a la izquierda. Antes de llegar a un centro comercial atravesamos por debajo de un puente por el que pasan los coches y no tardamos en llegar a la esclusa de Béziers, en el canal du Midi. Precisamente en ese momento pasaba un barco por lo que pudimos ver in situ el mecanismo de la esclusa (que ya vivimos en la Presa de Asuán, en Egipto, pero entonces dentro del barco).
Para el que no lo sepa una esclusa sirve para que los barcos puedan superar los distintos desniveles que pueden encontrarse al navegar. Simplemente lo que hace es subir o bajar las embarcaciones. Se trata de ir poniendo o quitando agua con las compuertas cerradas, dejando el barco al nivel del tramo siguiente. Unas tuberías gigantes son las encargadas de conectar una esclusa con la siguiente o con la anterior. Si lo que quieres es elevar el barco, se envía agua desde la esclusa siguiente para nivelarla con la parte donde estás. Si lo que quieres es bajarlo, haces el proceso inverso. Es chulo verlo pero mucho más vivirlo. Es posible contratar un barco (no anuncian precios pero creo que vale 10 euros).
Después de ver el procedimiento empezamos a caminar hacia la esclusa siguiente, a más de un kilómetro de distancia. Seguimos para ello el camino que circula a un lado del Puente Canal. Este puente se construyó en 1857 y permite al canal franquear el río Orb y poder navegar río arriba. Por los márgenes también se puede ir en bicicleta. Es una zona muy tranquila y bonita con vegetación y patos. El encanto sólo se rompió con la vista de algunos peces muertos (aunque lo achacamos a algún barco). Seguimos caminando hasta que llegamos a las 9 esclusas de Fonseranes. Se trata de la obra de ingeniería más espectacular del Canal du Midi ya que permite a los barcos salvar un desnivel de 14 metros (en origen eran 21 metros). La zona se ha acondicionado muy bien para ir de picnic o pasear. Incluso hay wc públicos.
Seguimos por el camino paralelo al agua (bien indicado) hasta llegar al Puente nuevo. Atravesamos nuevamente el jardín de Emile Aïn (nos quedamos un rato sentados) y hacemos algunas fotos. Volvemos a atravesar el Puente viejo y subimos por la misma calle empinada de la noche anterior. A mitad del camino nos desviamos a la derecha porque nos indica que allí está el Plan de Cantarelettes, un mirador desde el que se intuye la zona de las esclusas y se ven, entre otras cosas, el Puente Canal y más allá los Molinos Cordier, rescatados en el siglo XIX por el ingeniero hidráulico Jean-Marie Cordier. Se encargaron de acoger la máquina de vapor que hacía posible el traslado de agua para abastecer a la ciudad alta.
Seguimos subiendo y en poco rato nos encontramos en la catedral, que entramos a visitar. Como dije anteriormente por dentro no sorprende tanto como por fuera. No sé, es como si le faltara algo a pesar de tener unas bóvedas altísimas y vidrieras. La entrada es gratis.
El claustro está adyacente a la parte sur de la catedral. Lo encuentras yendo a la fachada principal y entrando por la puertecilla que se encuentra al fondo. Es del siglo XIV aunque está inacabado. Es muy sobrio. Las esculturas de las bóvedas son del siglo XIV. Detrás del claustro encontramos el Jardín del Obispo, del siglo XVII. Para llegar se tiene que bajar por una estrecha escalera. En la parte alta hay unos pequeños parterres y en la baja un mirador y algunos bancos. Se construyó en el siglo XVII aunque está inacabado.
Volvemos a subir la escalera y salimos por el claustro para regresar a la capilla de los Penitentes azules por la que pasamos el día anterior. Data de los siglos XIV y XV. Tiene un bonito coro aunque amputado en la Revolución francesa y algunos frescos del siglo XVII. Pero lo más llamativo lo encontramos junto a la puerta de entrada, un enorme exvoto (una ofrenda para pedir la protección de un santo o de la Virgen) de un barco (siglo XVIII). Se trata de la antigua iglesia del Convento de los Franciscanos.
Regresamos al ayuntamiento y entramos al patio donde nos llama la atención la figura de un camello. Según pude entender por la pequeña explicación al parecer Saint Aphrodise (san Afrodisio), patrón de la ciudad, llegó a Béziers procedente de Egipto a lomos de un camello en el siglo III. Cuando el santo fue martirizado el animal quedó en manos de un prohombre de la ciudad, que cuidó de él. Cuando murió los habitantes de la ciudad construyeron un camello de madera que debía circular por la ciudad cada 28 de abril, día del santo. En la Edad media se abandonó la tradición, al entenderla pagana, y en la Revolución francesa se quemó como símbolo de época feudal. No fue hasta 1895 que se hizo uno nuevo (aunque con una sola jiba, como si fuera un dromedario y no un camello).
Por detrás del ayuntamiento y casi por casualidad llegamos a una pequeña plaza. Allí, pasando casi desapercibido, encontramos la estatua de Pépézuc. No muy lejos de allí había una fuente monumental romana adornada con una estatua colosal de 2,75 metros. Este Pépézuc, de origen romano también, representa al emperador romano Tetricus hijo, de finales del siglo III, que fue el responsable de la reparación de la Via Domitia (camino que veremos en Narbonne). La cabeza que tiene no es la suya original sino de otra estatua (la propia parece que se perdió en el siglo XVI). Sin embargo los de Béziers (los biterrois) prefieren pensar que es Montpezuc, defensor de la ciudad contra los ingleses en 1355. En la edad media se le vestía con papel dorado, con un sombrero con tricornio y con unos bigotes dibujados con carbón. La estatua en origen medía más de dos metros pero la que vemos a la intemperie no es la original (la de verdad está en el Museo de Biterrois, aunque sin cabeza). Lo de Pépézuc es un nombre que se le ha dado después de llamarle Pierre Pézuc (o Pierre Péruc- nombre que se le daba en el siglo XIV) O Monpézuc.
Es tiempo de ir a comer y nos decantamos por uno de los restaurantes que están en la Rue Viennet, Le Petit Marais. Entre otras opciones el local dispone de un menú completo por 16,90 euros por persona que tiene muy buena pinta. De primer plato nos decantamos por una ensalada con higadillos de pollo y patatas y una tabla de embutidos. De segundo cogimos una brocheta de carne con patatas fritas, champiñones y ensalada y pollo al limón con verduritas, tomate al horno y patatas al gratén. Los postres elegidos, buenísimos. Una crèpe con chantilly (nata) y tarta de manzana con nata. Muy abundante y bueno.
Después de comer nos dirigimos a la iglesia de la Magdalena. Era la parroquia de los gobernantes de la ciudad desde el siglo XI. En la antigua iglesia románica fue donde tuvo lugar la masacre de 1209. Unas placas en el suelo se encargan de recordarlo (22 de julio de 1209). Aunque se suponía que estaba abierta hasta las 12.30 horas la encontramos cerrada. Quizás era porque estaba haciendo unas obras en la plaza.
En la plaza del mismo nombre encontramos el mercado (Les Halles). Se trata de un mercado cubierto de finales del siglo XIX inspirado en les Halles de París. Dentro, además de productos frescos, encontramos comida ya preparada y algunos locales para comer allí (aunque no más barato de lo que pueda ser comer en otra parte).
Seguimos el recorrido y pasamos por el Hotel Fayet, otra de las partes del museo de Bellas artes. Aquí es donde se reúnen las obras del famoso Injalbert. Seguimos hasta encontrar las ruinas de las Arenas, el Anfiteatro romano. Se construyó en el siglo I y se reconstruyó en 1992. Tenía capacidad para unos 13.000 espectadores. Y es que en aquel tiempo Baeterrae, atravesada como Narbonne por la Via Domitia, era un punto estratégico de paso entre Italia y España. Que nadie espere ver Un Coliseo. Ni muchísimo menos. Sólo la forma de las casas nos apunta que allí hubo en algún momento un anfiteatro. Se ven algunas columnas colocadas juntas de modo estratégico y algunos restos. Hay unas nuevas arenas al este de la ciudad que funcionan como Plaza de toros.
También visitamos el exterior de la Iglesia de Saint Jacques. Se llama así porque está en el camino de Santiago. El edificio original era de estilo románico-carolingio (siglo X) y aún se pueden ver vestigios (columnas y capiteles, básicamente). Fue reconstruida en el siglo XII. Llama la atención el portal. En su tiempo estaba situada fuera de las murallas medievales. A partir del año 1053 los textos informan de la existencia de un abad y en 1178 ya hay presencia de algunos monjes regulares (en 1194 eran de la regla de los agustinos). En su interior fue muy modificada en el siglo XVIII. En el exterior vemos una imagen de una virgen o santa que se ha limpiado recientemente y luce muy dorada. Hay muy buenas vistas, de los alrededores y de la catedral.
No fuimos a ver la Basílica de Saint Aphrodise, que es la iglesia más antigua de la ciudad y la primera de estilo románico. Se ha renovado varias veces. Tiene el nombre del primer obispo y patrón de la ciudad. Se encuentra cerca de la iglesia de la Magdalena. Sí encontramos una imagen del santo en la esquina entre la calle Canterelles y la calle Saint Jacques. Se le puede confundir fácilmente con saint Denis porque también aguanta con las manos su cabeza cortada.
Más arriba encontraríamos el Cementerio Viejo, el llamado “Père Lachais biterrois”, en recuerdo al magnífico camposanto de París. Tiene imponentes mausoleos del siglo XIX. Destaca la imagen de Notre Dame du Moucadou que concede deseos.
Finalmente cabe decir que en las calles del casco antiguo, entre la catedral y les Allées Paul Riquet, hay un entramado de bonitas calles antiguas con edificaciones que han sido reconstruidas varias veces desde la edad media. No llegamos a tiempo para ver el mercado de flores que se hace los viernes.
Después de esas visitas volvimos a recoger la maleta y nos fuimos hacia la estación de trenes. Compramos (11,80 euros los dos) los billetes para el TER a Narbonne pero seguramente con motivo de la huelga no iba a pasar ninguno hasta una hora más tarde. Entonces hicimos algo que no se debería, subirnos en el primer TGV que pasaba por allí. Por suerte no pasó el revisor (llevábamos billete pero sin duda el del TGV es más caro) y el trayecto apenas dura 13 minutos.
Nada más llegar a Narbonne bajamos por una de las avenidas que encontramos enfrente de la estación de tren y pocos minutos más tarde llegamos al hotel Zenitude, enfrente del Palacio de justicia.
Nos dan la llave de la habitación, subimos a dejar las maletas y salimos rápidamente para volver frente a la estación a coger un taxi. Nuestro destino es la Abadía de Fontfroide, a la que no se puede llegar de otro modo.
La abadía dista de Narbonne unos 12 km y el trayecto nos cuesta 28 euros. Bajamos del taxi, pactando con la conductora que dos horas más tarde nos recojan de nuevo, y vamos hacia la taquilla. El precio de la visita libre es de 11,50 euros (hay visitas guiadas pero en estas fechas no en castellano). Nos entregan, sin embargo, un folleto de la visita en español.
Después de pasar por una zona con maceteros con plantas aromáticas llegamos a la puerta de acceso, donde enseñamos los billetes.
La abadía de Fontfroide se fundó en el año 1093 y se unió a la regla cisterciense (creada en Borgoña en 1098 siguiendo la regla de san Benito) en 1145. La comunidad de monjes creció rápidamente y gracias a muchas donaciones de señores de la zona a principios del siglo XIII alcanza las 30.000 ha entre Béziers y Francia. Esa época de auge dura hasta el siglo XIV. No obstante la peste negra, que llegó a Narbonne en 1348, merma la comunidad del mismo modo como lo hace con la población de la actual Europa.
En 1476 se convierte en encomienda. Este sistema consiste en la gestión financiera pero sin funciones litúrgicas por parte de abades llamados comendatarios que primero son nombrados por el Papa y luego, a partir de 1516, por el rey de Francia. El titular se queda con los beneficios de las rentas de la abadía y sólo le entrega a la comunidad lo mínimo para subsistir. Eso hace que la abadía se empobrezca muchísimo y se reduzca drásticamente el número de sus miembros. Según el folleto que nos dan, en 1594 sólo quedaban 7 monjes que recibían la mitad de las rentas; la otra mitad iba a los abades comendatarios.
En la Revolución francesa quedó abandonada y no fue hasta 1843 que Violet le Duc, el famoso restaurador de la ciudadela de Carcassonne, Notre Dame de París o la Sainte Chapelle, también emprende allí obras de remodelación. Prosper Mérimée (el compositor de Carmen) la introdujo en la primera clasificación de monumentos históricos.
En 1858 se instalan en la abadía unos monjes cistercienses de la Inmaculada Concepción, que se acabaron exiliando a España en menos de 50 años. En 1908 el matrimonio formado por Gustave y Madeleine Fayet la compraron y sus descendientes son los propietarios actuales.
El primero de los recintos que visitas en la abadía es el patio de honor. Este amplio patio se construyó entre los siglos XVI y XVII. El porche y la arcada que vemos son del siglo XVIII. Quizás detrás del muro oeste se construyó un jardín a la italiana en el siglo XVI. Se han dispuesto algunos bancos para sentarse a descansar.
Entrando por la puerta del edificio que nos queda a la izquierda encontramos una gran sala que era el dormitorio de los legos. En las abadías cistercienses había monjes y legos. Según su regla los monjes no podían salir del recinto del monasterio y no podían ir a trabajar a las fincas agrícolas que tenían. Para dedicarse a los campos y al cuidado de los animales tenían a unos legos, de origen campesino y analfabeto, que sólo estaban obligados a ir a misa los domingos y las fiestas religiosas (los monjes dedicaban entre 7 y 8 horas al rezo).
En época de máximo esplendor en esta sala cabían entre 200 y 250 personas. En la edad media era mucho más oscuro de lo que vemos ahora porque las tres grandes aberturas datan del siglo XV. En su origen se entraba por la puerta al lado de la chimenea de estilo renacentista que vemos al fondo. No es original de la abadía sino que proviene del castillo de los duques de Montmorency en Pézenas, destruido en el siglo XVII. A principios del siglo XX Gustave Fayet la añadió a la sala para embellecerla. Debemos tener en cuenta que esta sala no se calentaba nunca. En la Edad media sólo se calentaban en un monasterio la forja, las cocinas, la tahona (donde se hacía el pan), el scriptorium (donde se hcbían los libros miniados) y la enfermería; en los dormitorios y el refectorium hacía un frío que pelaba.
También vale la pena destacar las preciosas rejas de hierro forjado con pámpanos (hojas de parra). Son igualmente de época del señor Fayet.
Salimos por la puerta que encontramos enfrente y salimos al patio de trabajo, hoy con árboles y lavanda. Este patio en su origen estaba lleno de talleres necesarios para la vida diaria de la abadía (forja, carpintería y tahona) alrededor de un pozo que aún se conserva. Precisamente del agua fría de ese pozo proviene del nombre de la abadía (Fontfroide quiere decir “fuente fría”). La piedra para construir el edificio es gres, que se obtiene de la montaña que queda enfrente. El patio, tal y como lo vemos ahora, data del siglo XVIII, cuando ya no había legos y sólo un puñado de monjes.
Vamos hacia el pasadizo de la derecha y entramos en el callejón de los legos. Por allí estaba también la cocina de los legos, transformada en salón en el siglo XVIII, al igual que el refectorio de los monjes. Las cocinas sirven de pasaplatos entre los dos refectorios (los comedores).
Este pasillo o callejón bordea la despensa y es la frontera que separa la parte conventual de la que los legos. Permitía a los legos acceder a la despensa y a la iglesia sin molestar a los monjes, que estaban en el lado opuesto. Al parecer es algo único que se haya conservado.
Seguidamente encontramos el claustro, el corazón del monasterio. A un lado queda la iglesia y al otro las cocinas, el refectorio de los monjes y el scriptorium. En la galería sur hay dos pilas de piedra que servían para el lavado de pies que los cistercienses hacían cada sábado.
En el siglo XI había un primer claustro románico, cubierto por una estructura de madera, que fue restaurado y alzado en el siglo XIII para darle ya una forma gótica. En el siglo XIV se embellece. Se debe destacar que Jacques Fournier, abad de Fontfroide entre 1311 y 1317, se convirtió en el tercer Papa de Avignon con el nombre de Benedicto XII. Fue él el que inició la construcción del magnífico Palacio de los Papas de aquella población.
Entramos en la iglesia, una de las más altas de las que se construyeron en la segunda mitad del siglo XII. Mide 20 de altura y 53 metros de longitud. Tiene bóveda de cañón apuntado, de estilo cisterciense y transición del románico al gótico. En el siglo XIV se le añadieron cinco capillas y una tribuna destinada a los religiosos ancianos o enfermos. Una escalera permitía a los monjes bajar desde su dormitorio.
Llaman la atención las vidrieras pero no son originales. Datan de comienzos del siglo XX.
Al fondo a la derecha encontramos la entrada a la Capilla de los muertos o de san Bernardo. Se construyó en el siglo XIII a petición de Oliver de Termes, uno de los benefactores de la abadía (tanto que le dejó la mayoría de sus bienes al morir). Allí vemos algunas piezas antiguas como un sepulcro yacente con la imagen de un caballero o una cruz. Pero lo que quizás más llame la atención sean las vidrieras. No hace falta ser un lince para darse cuenta de que no son del siglo XIII. Datan del siglo XX y las realizó Kim En Joong, un fraile dominico surcoreano que vive en Francia y que se dedica al arte abstracto. Su obra es bastante extensa e incluso trabajó para la catedral de san Patricio de Dublín. No diré si esas vidrieras son bonitas o feas, depende del gusto de cada uno. Son coloridas, eso sí.
Continuamos el recorrido por la Sala Capitular, el lugar donde se reunían los monjes para leer el martirologio (evocación de los santos que van a rememorar en los días venideros) y después un capítulo de la regla que han adoptado (por eso lo de “capitular”). Allí también se hacía el reparto de las tareas del día y se hablaba de todo lo referente a la vida en la abadía. Acababa con la confesión pública de faltas cometidas contra la regla.
La sala capitular es bonita, con nueve arcos románicos y de crucería que son sostenidos por cuatro columnas de mármol de capiteles ornamentados. Esa representación de los capiteles es del “citel”, un junco de agua de los estanques de Borgoña, que fue donde nació la regla del Císter y lo que le dio su nombre.
Nos dirigimos a la gran escalera del siglo XVIII que nos conduce a la planta superior y al dormitorio de los legos. La sala que vemos hoy no tiene nada qué ver con la que había en la edad media, tres veces más grande. Los legos dormían en camas de madera con un jergón (un colchón relleno de paja, hierba o esparto), dos mantas, completamente vestidos y separados los unos de los otros con tabiques de madera.
Al fondo de la sala en el siglo XVIII se acondicionó una especie de granero para dejar los sacos de grano que podían pudrirse con la humedad de la despensa. Las vidrieras que vemos ahora son también de época del señor Fayet aunque los cristales provienen de otras iglesias que fueron bombardeadas en la Primera Guerra Mundial.
Bajamos a la despensa (bajando por la escalera llegamos al callejón de los legos; por la parte de atrás queda una puerta cubierta con cortinajes). Esta sala abovedada y bastante grande servía para conservar la comida. Merece la pena destacar, en la pared de la derecha, una puerta románica que era la única puerta de entrada a la abadía en la Edad media.
Salimos del edificio y nos encontramos otro ante nosotros, generalmente cerrado. Se trata de la Capilla de los extranjeros, la única que queda de los edificios de antes de la llegada de los cistercienses. Los entendidos dicen que seguramente era la primera iglesia de la abadía y que a partir del siglo XII sirvió como capilla de visitantes y peregrinos. Ahora sólo se puede entrar con visitas especiales. En la primera planta alberga obras de Gustave Fayet. Y es que este señor, nacido de Béziers (todavía no he determinado si el palacio de Béziers que lleva su nombre y que es una de las sedes del Museo de Bellas artes tiene algo qué ver con él), era un pintor impresionista cercano a Gauguin. Además de pintor también era un gran coleccionista y reunió obras del propio Gauguin, Pissarro, Monet, Manet o Degas.
Seguimos avanzando y llegamos a la preciosa rosaleda, que en tiempo de floración debe ser espectacular. Ahora la mayoría de las rosas están algo mustias. Fue rehabilitada después de un incendio en 1990 y alberga 2500 rosales de 14 variedades distintas. Una de ellas, creada especialmente para la abadía, se llama Rosa de Fontfroide, pero hay muchas más muy bonitas.
Allí es donde terminan las visitas guiadas pero los más aventureros pueden continuar por los jardines en terraza que se adentran en el bosquecillo. Van subiendo por la colina y alternan vegetación salvaje con algunos huertos, ya sean de hierbas aromáticas o de algunas para prevenir hechizos o mal de ojo. En algunas zonas vemos estanques, como el de Neptuno, o algunas estatuas, todas ellas de tiempo de los Fayet. Desde lo más alto se obtiene una bonita vista de la abadía de los alrededores, incluidos los restos de una torre y la cruz de lo alto de la montaña.
Después de la visita miramos si podíamos entrar en un concierto coral que se suponía que se hacía en la iglesia (estaba anunciado) pero debía de ser un error porque no había nada. Para hacer un poco de tiempo y reposar decidimos sentarnos en uno de los bancos del patio de trabajo.
Poco antes de las 18 horas vamos hacia la salida, no sin antes pasar por los wc y la tienda. A la hora prevista estábamos esperando en la explanada que sirve de aparcamiento. Muy puntual llegó la taxista que nos llevó al centro de Narbonne (otros 28 euros).
De camino pasamos por una fábrica de galletas que vimos en un folleto en Béziers. De galletas y de chocolates. Se llama Les chocolatiers cathares y creo que se puede hacer una visita gratis. Lástima no poder entrar.
Le dijimos a la taxista que nos parara en la catedral, un buen punto para empezar el paseo vespertino.
Narbonne es la ciudad más poblada del departamento de Aude. La atraviesa el canal du Midi aunque en este punto se llama Canal de la Robine.
Sus orígenes datan de la época romana (siglo II a.C.) cuando era la colonia Narbo Martius, capital de la provincia Narbonense y una de las ciudades más importantes de la Galia. En la edad media fue una ciudad religiosa muy importante con un comercio destacado. Al final de la cruzada albigense fue un campo de batalla que enfrentó a la Corona de Francia y al reino de Aragón por la posesión del Rosellón.
La Catedral de St. Just y St. Pasteur es uno de los principales edificios de la ciudad. Se construyó entre 1272 y 1340 (se paró la obra para no afectar a las murallas romanas). Destacan el claustro, la sala del tesoro, el enorme órgano del siglo XVIII que se sigue usando para conciertos y la planta inacabada de la iglesia, con algunas capillas góticas. Destacan también las vidrieras, los candelabros, los tapices…Merece la pena destacar el retablo de la capilla de Notre Dame de Bethleem, tallado en piedra en el siglo XIV y con una gran riqueza decorativa. Es la tercera catedral gótica más alta de Francia después de las de Beauvois y Amiens. La sala del tesoro, en la capilla de la Anunciación, tiene un curioso fenómeno acústico. Como está cubierta por una cúpula elíptica de ladrillo permite escuchar desde una esquina lo que se habla en la otra.
Lo más curioso de la catedral cuando la ves desde fuera es precisamente el hecho de estar inacabada. Cuando está cerrada y entras en lo que deberían haber sido las capillas te da una sensación muy extraña.
Al lado está el Palacio arzobispal. Comprende el Palacio viejo, románico, y el Palacio nuevo, gótico del siglo XIV. En este último destaca la torre de Gilles-Aycelin, que se construyó para reafirmar la autoridad de los obispos frente a los vizcondes que habitaban enfrente. En el palacio viejo hay dos museos, el arqueológico y el de arte e historia (que conserva las estancias de los arzobispos de los siglos XVII y XVIII). Dentro se pueden ver, entre otras piezas, algunos frescos romanos.
Al salir del palacio arzobispal encontramos el Jardín de los obispos con un reloj solar y un claustro del siglo XIV. Con la catedral cerrada se puede intuir el claustro desde la reja (hoy en obras). Ese claustro gótico comunica el Palacio de los arzobispos con el coro fortificado de la catedral. Se construyó donde estaba la antigua catedral prerrománica de la que sólo queda la Torre de Théodard (hablaré de ella más adelante). Las obras de construcción empezaron en 1349, pararon un tiempo y se reemprendieron en 1417. Tiene cuatro galerías de arcos ojivales. Hoy, como digo, es difícil verlo bien por las obras. Comunica al este con la capilla de la Anunciación (donde está el tesoro). En esas galerías también hubo un cementerio.
Sí podemos dar una vuelta por el jardín, lleno de gente, y subir a la terraza donde han instalado un banco gigantesco que te hace sentir como recién llegada de Lilliput. Se trata de una obra de arte del artista Lilian Bourgeat. Es muy gracioso y me recuerda a los bancos del Jardín des plantes de Nantes (allí había bancos de todos los tamaños, incluso uno en miniatura).
Ese jardín data de principios del siglo XVII y se construyó en tiempos del arzobispo Louis de Vervins sobre los antiguos fosos de la muralla.
Bajando un poco la calle nos encontramos con la Plaza del ayuntamiento, donde se ven en el centro algunos restos de la Via Domitia, el antiguo Cardo Máximo de la ciudad. Era la primera calzada romana que se construyó en la Galia (la Francia de la época romana) y que enlazaba Italia e Hispania. Data del año 118 a.C y la mandó construir el procónsul Gneu Domicio Aenobarbo para facilitar el transporte de las legiones romanas. Aunque quizás debería decir que la mandó reconstruir porque antes de los romanos existía ya una vía llamada Heraclea. Por allí pasó Aníbal con sus soldados y sus elefantes; hoy lo que pasa por sus piedras son niños que juegan. Medía nada más y nada menos que 550 km (376 millas romanas) y en Perthus se unía con la Vía Augusta que llegaba hasta Cádiz. En la actualidad la autopista A9 recorre en muchos tramos la antigua Via Domitia. Sorprendentemente este tramo de tan importante calzada no se descubrió hasta 1997 en unas obras de peatonalización de la plaza.
Es el típico lugar para ir a pasear o a tomar algo y allí abundan las terracitas (repletas de gente debido al calor que hacía, más de 30 grados).
Al otro lado encontramos un Monoprix, un supermercado donde podemos comprar algo de beber, de comer o incluso ropa y juguetes.
Bajamos un poco para ver el Canal de la Robine y a la derecha el Pont des Marchands (el Puente de los mercaderes), que une el barrio de la Cité con el de Le Bourg. Está completamente flanqueado de edificios al estilo del Ponte Vecchio pero si en el florentino eres consciente de estar viendo un puente, aquí no. De hecho puedes cruzarlo por encima y sólo te parecerá una calle comercial. Está protegido por la UNESCO y por ahí pasaba la Via Domitia. Antes tenía 7 arcos (ahora sólo se ve uno).
El Canal de la Robine está lleno de barquitos, algunos eléctricos como podemos encontrar en otros sitios como Empuriabrava, otros de paseo, otros que hacen circuitos para los turistas y los últimos de vivienda.
Seguimos bajando por el canal y pasamos al otro lado por el siguiente puente, éste ya normal y adornado con flores. Se trata de la “Cours Mirabeau, un conocido paseo por la orilla derecha del canal.
Uno de los principales edificios que nos encontramos enseguida es el mercado cubierto de 1901, de estilo Baltard (por Víctor Baltard, arquitecto francés que se hizo muy célebre por construir el Mercado de París entre 1852 y 1872 del que hoy sólo se conserva un pabellón de los 12 que había). Por fuera es bastante bonito, adornado con florecillas de cerámica o farolas. Dentro podemos encontrar más de 70 paradas donde venden de todo (y también puedes comer).
Muy cerca está la Iglesia de Nuestra Señora de Lamourguier. La nave de esta iglesia gótica del siglo XIII, que está desacralizada, alberga el Museo lapidario, importante colección de bajorrelieves antiguos.
Después de ese paseo ha llegado el momento de volver al hotel. Volvimos a cruzar al otro lado, al Cours de la République y seguimos la calle que encontramos enfrente, el Boulevard Gambetta, que al cabo de un momento se convierte en Boulevard Géneral de Gaulle y que nos lleva al hotel donde tenemos hasta una pequeña cocina en la habitación.