Llegamos a Dublín poco antes de la una de la tarde y, sin pasar por el hotel, nos trasladaron directamente al centro, para que diésemos nuestro primer paseo por la capital irlandesa, cada uno por su cuenta.
Aterrizando en Dublín.
Mapa de Dublín que nos facilitaron en el hotel.
Mapa de Dublín que nos facilitaron en el hotel.
Capital permanente de Irlanda desde principios del siglo XVI, Dublín es también su ciudad más poblada con más de medio millón de habitantes, si bien el conjunto de su área metropolitana supera el millón ochocientos mil. Se encuentra cerca de la costa este del país, en la desembocadura del río Liffey, que la divide longitudinalmente de norte a sur. Aunque hay referencias de asentamientos desde el siglo I a.C., su fundación fue obra de los vikingos a mediados del siglo IX para establecer una base militar y un puerto, que sirvió después para comerciar con esclavos.
Mi primera imagen de Dublín.
Mi amiga ya había estado antes en Dublín, así que conocía los lugares más destacados y se orientaba bien. Yo, por mi parte, llevaba un par de visitas preparadas, con reservas online para no hacer colas: la Catedral de San Patricio y el Trinity College, en una de cuyas escalinatas nos sentamos a tomar unos bocadillos, como hacían muchos estudiantes, ya que no queríamos perder tiempo buscando un restaurante.
El Trinity College es la universidad más antigua de Irlanda, fundada por la reina Isabel I de Inglaterra en 1592 para que sus alumnos no se vieran influidos por las ideas católicas. Cuenta con varios edificios, antiguos y modernos, y se puede pasear por el campus de manera gratuita.
Sin embargo, hay que pagar (y bastante) por conocer sus dos tesoros: la Biblioteca y el Libro de Kells, en una visita que no da para mucho más de un cuarto de hora. La entrada senior me costó 15 euros y me pareció muy cara para lo que luego se ve. Facilitan un código QR con el que descargar una audio-guía en varios idiomas, incluido el español. La utilicé en mi teléfono móvil y me resultó muy cómoda.
El recorrido comienza con una exposición de fotografías y paneles explicativos sobre el Libro de Kells, obra maestra de la caligrafía medieval occidental, escrita por unos monjes alrededor del año 800, que cuenta con ilustraciones de gran riqueza y colorido. El libro se exhibe en una sala especial, con muy poca luz y dentro de una cabina de cristal para asegurar su conservación; así que solo se puede contemplar dos de sus páginas, que cambian cada cierto tiempo. En este recinto está prohibido hacer fotos, incluyendo el libro, claro está.
A continuación, una escalera conduce al piso superior, donde se encuentra la “Long Room”, de casi 65 metros, es decir, el salón principal de la Antigua Biblioteca, que fue construida entre 1712 y 1732 y que conserva más de 200.000 libros antiguos. Su distintiva bóveda de cañón fue añadida en 1860 para elevar la altura del techo y añadir estanterías, ya que las anteriores estaban llenas.
Cuenta con numerosos bustos de mármol de diversas épocas y con otros objetos interesantes, como una copia original de la proclamación de la República Irlandesa y el arpa de “Brian Boru”, del siglo XV, que es el símbolo nacional de Irlanda.
Frente al Trinity College se encuentra el Banco Central, en el edificio del antiguo Parlamento, y por Dame Street nos dirigimos hacia la Catedral de San Patricio, si bien previamente nos desviamos por Church Ln hasta Suffolk Street para ver, frente a la Oficina de Turismo, la famosa escultura dedicada a Molly Malone, personaje basado en una tradicional canción irlandesa, sobre una muchacha que vendía pescado y mariscos de día, mientras que de noche ejercía la prostitución, y que terminó sus días muriendo de fiebres. Es uno de los puntos más visitados de toda la ciudad. Lo de tocarle los senos para asegurarse volver a Dublín, es una opción que no utilicé y por ningún motivo en especial, que conste.
En los alrededores, había mucho ambiente, pasamos por varios mercados y vimos numerosas terrazas de bares y restaurantes al aire libre.
Como iba con hora reservada, seguimos directamente hacia la Catedral de San Patricio, que es la Catedral Nacional de la Iglesia de Irlanda, parte de la Comunidad Anglicana, y la más grande de todo el país. Dedicada al Patrón de Irlanda, según la tradición, en el lugar que ocupa había un pozo donde el santo bautizaba a los paganos que se convertían al cristianismo.
Su origen se remonta a una pequeña iglesia de madera del siglo V, si bien el actual y enorme templo de piedra data del siglo XIII, habiéndose realizado varias renovaciones y ampliaciones posteriores, la más importante en el siglo XIX. La torre oeste, construida en 1370, cuenta con uno de los carrillones más grandes de Irlanda.
La entrada cuesta 8 euros, aunque baja a 7,5 si se compra online, lo que evita hacer colas, aunque no había demasiada gente cuando entré.
Lo primero que me llamó la atención fue encontrarme con varios puestos de souvenirs, postales y camisetas en el templo. Casi todas las Catedrales tienen una tienda, pero no recuerdo ninguna que esté aposentada en la mismísima nave. Al canjear la entrada, me facilitaron un folleto en español, con el que pude desenvolverme bien por el interior sin necesidad de una visita guiada.
Aparte de las losas de los enterramientos de los primeros cristianos, anteriores incluso a la existencia de la Catedral, en el interior hay una gran variedad de esculturas, lápidas y bustos, algunos medievales, si bien la mayor parte corresponden a los siglos XVIII y XIX, lo mismo que las vidrieras.
Destacan el Coro y la Capilla de la Virgen, añadida en 1270, cuya restauración, que se llevó a cabo en 2013, ha recuperado sus colores originales. También se exhibe el púlpito de Jonathan Swift, autor de “Los Viajes de Gulliver”, que fue Dean de la Catedral desde 1713 hasta 1745, y que está enterrado aquí.
La mejor imagen exterior se obtiene desde el adyacente parque de San Patricio, donde vimos a mucha gente tumbada el césped tomando el espléndido sol que lucía esa tarde; y es que, como sucede en casi todos los países anglosajones y nórdicos, en cuanto aparece un rayo, todos salen a disfrutarlo.
La Christ Church o Iglesia de la Santísima Trinidad, es la segunda Catedral de Dublín y su edificio más antiguo, pues fue construido en el año 1028 por un rey vikingo, si bien se fue ampliando y modificando con el paso de los siglos. No pude visitar el interior porque no me coincidió el horario. Está unida por un puente con Synod Hall, que alberga la colección Dublinia, sobre la historia medieval de la ciudad.
No muy lejos se encuentran el Ayuntamiento (City Hall), a cuya “rotonda” se puede acceder gratuitamente, y el Castillo, un complejo medieval que cuenta con una torre del siglo XIII. Están unidos por una plaza interior.
Aunque todavía era pronto, nos acercamos hasta Temple Bar, la zona de pubs más famosa de Dublín, situada entre Dame Street y el río Liffey, ya muy animada por la presencia de multitud de curiosos y turistas, sobre todo en torno a los establecimientos más conocidos, como Temple Bar, Merchants Arch, O’Neills y Oliver St.John Gogarty.
Otro punto inevitable por el que perderse es Grafton Street, una calle peatonal muy concurrida, repleta de tiendas y boutiques, que desemboca cerca de St. Stephens Green, un parque con varios estanques, que ha mantenido su trazado original victoriano. Al lado, hay un centro comercial al que merece la pena asomarse para ver su diseño interior a base de cristal y hierro blanco ornamentado.
No muy lejos, se encuentra Merrion Square Park, rodeado de edificios georgianos, en una de cuyas esquinas está la colorida escultura dedicada a Oscar Wilde, con la mirada fija la que fue su residencia, justo enfrente, al otro lado de la calle. El parque tiene otros conjuntos escultóricos y en su exterior los domingos se instala un mercado de pintura al aire libre.
A lo largo del río hay varios puentes que conectan la partes norte y sur de la ciudad, aunque los más famosos son el Ha’penny Bridge, el puente peatonal del medio penique, que era lo que costaba antaño pasar de un lado a otro; y el O’Connel Bridge, puente histórico de piedra con mucho tráfico rodado, desde el que se puede contemplar una buena panorámica con sus estilosas farolas y los edificios reflejados en el agua.
Seguimos después por O’Connel Street, una de las principales arterias comerciales de la ciudad, en la que se encuentran varios monumentos como la escultura del líder nacionalista Daniel O´Connell, la Oficina Central de Correos de Dublín, donde se proclamó la República de Irlanda, y la Spire, una aguja de acero de 120 metros de altura que conmemoró la llegada del nuevo milenio. Muy cerca, en la esquina de una calle lateral, está la escultura dedicada a James Joyce.
Al final de la calle, vimos el Teatro de la ciudad, frente a un grupo de casas de típico estilo georgiano, con sus tradicionales puertas de colores. Por cierto que lo de las puertas tiene su leyenda, pues, según nos contaron, cuando murió su marido, la Reina Victoria pidió a sus súbditos que en señal de duelo pintaran las puertas de sus casas de negro; y los irlandeses, dado su "cariño" por los ingleses y, en particular, por su Soberana, decidieron pintarlas de colores
Hay otros lugares típicos y tópicos en Dublín, como la Fábrica Guinness, la Antigua Destilería Jameson o la Cárcel de Kilmainham, cuyas visitas descartamos porque no nos atraían especialmente y, además, no hubiésemos logrado cuadrar los horarios, ya que a las cinco cierra prácticamente todo; por eso tampoco visitamos los museos. Así que nos dedicamos a patear la ciudad.
El sábado por la tarde volvimos al centro de Dublín y nos encontramos muchísima más animación que el lunes anterior. La zona en torno al Temple Bar estaba a rebosar y la gente bebía cerveza de modo casi compulsivo, ya a primera hora.
Al atardecer, empezamos a ver grandes grupos de personas con camisetas y bufandas de, supuestamente, la selección irlandesa de fútbol; también muchos hombres jóvenes ataviados con la típica falda escocesa. ¿Qué era aquel jaleo? Recordé entonces que España estaba jugando la Liga Europea de Naciones y al mirar las noticias comprobé que Irlanda acababa de jugar su partido de segunda división en Dublín contra Escocia, a la que había ganado por tres a cero. Ni que decir tiene que la euforia se desató en la capital irlandesa, dando lugar a algo que iba más allá de las juergas normales de un sábado. Bien es cierto que no presenciamos ningún episodio desagradable o violento, aunque la mayoría iban bien cargaditos de pintas.
Todavía estuvimos la tarde del domingo en Dublín, paseando por lo ya visto. Aunque no me pareció una ciudad especialmente interesante a nivel monumental, tampoco me desagradó y estuve cómoda recorriendo sus calles, visitando sus parques y contemplando el peculiar ambiente, pese a que no sea una gran consumidora de cerveza.
El centro de Dublín desierto el domingo a primera hora, antes de irnos de excursión.
Fundamentalmente, nos movimos en autobús. Hay muchas líneas y los urbanos suelen ser de dos pisos. Para utilizarlos hay que disponer del importe exacto en monedas, ya que no es solo que el conductor no lleve cambio, sino que ni siquiera toca el dinero, que el viajero deposita directamente en una especie de cajón al subir. También funciona el tranvía y hay bastantes taxis (cogimos un par de ellos).
El tráfico en el centro en horas puntas es muy intenso y hay que mirar bien antes de cruzar, ya que los vehículos pueden aparecer por cualquier dirección, teniendo en cuenta, además, que allí se circula por la izquierda, a lo que no estamos habituados. En los pasos de peatones, en el suelo, hay unos letreros que indican adónde se debe mirar antes de cruzar. Y no es broma
Por lo demás, y como resumen, Irlanda me ha parecido un país caro aunque tampoco exageradamente. La comida resultó mejor de lo que esperaba, seguramente porque me gustan los purés de verduras (soups, para ellos), su entrante más tradicional. Utilizan mucha mantequilla, ponen patatas con todo (cocidas, asadas, fritas y en puré), la carne la suelen poner estofada, y en las poblaciones costeras se toma buen pescado (lenguado y bacalao). Las tartas de manzana están muy ricas y el café es infame, salvo que se pida un expreso, y no entienden que pretendas ponerle leche caliente para desayunar.
Y hasta aquí este diario de mi viaje a Irlanda, un país en el que contemplé rincones bonitos y que me ha gustado conocer, pero que no me enamoró, por decirlo así, lo cual no resulta extraño, ya que los paisajes verdes verdísimos ni mucho menos se cuentan entre mis favoritos. Me faltaban las montañas, aunque eso ya lo sabía.