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Tras desayunar nos acercamos al centro de Abha para visitar la Fortaleza Shamsan, vestigios otomanos ubicados en todo lo alto de una colina y a la que es muy difícil llegar porque, como siempre, no hay indicaciones. Al final dimos con el sitio que solo pudimos ver por fuera, ya que ¡una vez más! estaba cerrado a cal y canto. Nada del otro jueves y lo mejor son las vistas de toda la ciudad.
Bajamos de allí y nos encaminamos hacia la zona donde se alza la gran bandera saudí y que no es otra cosa que una plaza con edificios gubernamentales y con un zoco cercano, donde, además de tiendas de abayas, hay joyerías que venden oro. Todo bastante viejo y descuidado (como todo en este país). Al sur de la ciudad se levanta la “montaña verde”, otra colina donde hay un parque con flora autóctona y donde en invierno puede nevar, pues estamos a más de 2.200 m de altura. Allá se puede subir en un teleférico (que no funcionaba) que termina en una especie de parque con algunas atracciones, comercios y restaurantes que tienen la particularidad de que por la noche, iluminan sus contornos con llamativos neones verdes. Igualmente las vistas desde arriba son interesantes.
Buscando restaurantes en la circunvalación sur (carretera 2120, donde parece que están los locales más famosos) nos equivocamos y terminamos saliendo de la ciudad por la carretera 90 que, bruscamente, parece descender a los infiernos entre decenas de curvas cerradas y sin visibilidad. Un carril de bajada y dos de subida (por la fortísima pendiente), con un tráfico intensísimo y anárquico. Imposible dar la vuelta porque no hay donde (a un lado la montaña y al otro, el barranco profundo), hasta que después de 8 km vimos un espacio para girar y, aprovechando que había algo menos de tráfico, hicimos la correspondiente U y volvimos sobre nuestros pasos para ir ascendiendo a la ciudad.
Como no se puede correr mucho (debido a la fuerte pendiente) son los que descienden los que van a todo lo que dan los coches. Y así, en algunas curvas, veíamos como bajaban hasta 4 vehículos en otros tanto carriles ficticios (el suyo, su arcén y los dos de subida por dónde íbamos nosotros), adelantándose unos a otros, sin dejar espacio y sin importarles en absoluto los que subíamos (donde también había quien circulaba por un tercer o cuarto carril igualmente ficticio). Aquello era un auténtico caos, peligrosísimo porque donde nadie iba por donde le tocaba y, los que descendían, lo hacían a más de 100 km/h. Más de una vez hubo que frenar y salirnos al arcén derecho, aprovechando que estaba vacío y sobre el barranco vertiginoso, porque nos venían de frente varios coches, furgonetas y camiones adelantándose unos a otros y ocupando todo el asfalto. Una vez más no nos matamos porque no tocaba, pero no porque estos salvajes imprudentes pusieran el más mínimo interés en evitar accidentes, a buen seguro, mortales.
De nuevo en la ciudad, y tras este estresante episodio, optamos por volver a nuestro barrio y buscar donde comer por allí, cosa que medio hicimos en un restaurante local con buena pinta exterior (calificado en google con 4,8 sobre 5) y que luego era lo de siempre: un mostrador donde pedir. En lo alto había pantallas por donde iban pasando imágenes de los platos, así que esperamos a que apareciera lo que nos interesaba, le hicimos fotos y se las enseñamos al del mostrador, que se reía las muelas por el sistema pero nos tomó la comanda y nos preguntó si lo tomaríamos allí o si era para llevar.
Viendo que el “comedor”, como expliqué antes, no era otra cosa que un montón de alfombras en el suelo, donde los autóctonos se sentaban tras dejar sus sandalias allí mismo, y extendían un “mantel” de plástico transparente encima de la alfombra, donde sin pensárselo mucho volcaban literalmente el contenido de las bolsas de comida, formando una montaña de arroz de la que asomaban trozos de cordero y de pollo, y de donde lo iban comiendo con su mano derecha, preferimos llevarnos la comida y tomarla en el salón de nuestra suite, que estaba a 5 minutos en coche de allí. El “maître” nos cobró (no llegó a 10€ una abundante comida para dos) y nos entregó dos bolsas repletas, donde había una ración enorme de arroz blanco con pollo a la brasa (estaba tostado y sabrosísimo) y varias bolsitas de salsas diversas, una especie de croquetas-empanadas vegetales, una ensalada árabe (todo cortado muy pequeño y cuajada de menta, cilantro y otras hierbas que la hacen muy refrescante), 4 panes ácimos, 2 recipientes con dos clases de humus (berenjena y garbanzos), unos entrantes de queso fundido y no me acuerdo qué más, todo eso con el consabido “mantel transparente”, unos cubiertos de plástico (por ser guiris) y servilletas de papel. Al ser un asador con brasas, todo estaba bastante limpio y muy apetitoso.
La tarde se nubló y se levantó un viento fresco y poco agradable, así que decidimos reconvertir la excursión a Khamis Musahit (una ciudad de más de medio millón de habitantes a unos 40 km de allí) en una parada más o menos larga para mañana cuando pasáramos por allí camino de Riyadh, por lo que nos quedamos echando una siesta y descansando de las dos semanas que ya llevábamos viajando.
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