Por la mañana, solo logramos desayunar un café con un bollo industrial envasado, ya que los pocos bares abiertos se habían quedado sin existencias por la gran afluencia de peregrinos más madrugadores que nosotros. Los que vinieron después tuvieron peor suerte y ya no les quedó ni eso. La señora de la cafetería les cerró directamente la puerta. Con los ojos como platos, desde nuestra ubicación en la parte alta del pueblo, nos fijamos en el enorme reguero de personas que iniciaban su caminata, muchos más de los que recoge la fotografía que hice un rato después. Dejando aparte Santiago, sin duda fue el lugar donde vimos más peregrinos juntos. El día había amanecido brumoso, pero no tardó en despejarse y brillar el sol.



Bajando de Portomarín hacia el río, se puede avanzar hacia la derecha o hacia la izquierda, utilizando bien la vía principal o la complementaria. Sin un motivo especial, quizás porque vimos menos gente, elegimos la de la izquierda, que nos llevó por un amplio sendero, a través de un bosque.



Aunque tenía su buena cuesta, el tramo fue corto y no nos llevó demasiado tiempo. Además, el recorrido nos pareció muy bonito. Y es que los bosques en Galicia siempre tienen un toque misterioso que atrae sin remedio.


Continuamos después por el lateral de una carretera, a través de pistas y senderos que nos mostraban campos de labor y pequeñas aldeas, hasta volver, de nuevo, al bosque... Y, así, vuelta a empezar.




Lo que peor llevaba eran las zonas aledañas a las carreteras, pues me resultaban anodinas, y la visión de los coches tampoco ayudaba. Además, el sol empezaba a calentar más de lo que hacía presagiar un cielo todavía surcado por algunas nubes y se agradecía el cobijo de los árboles. A la sombra, los minutos parecían correr más deprisa y había tiempo y ganas para todo, ya fuese meditar en silencio sobre mil cosas o conversar de multitud de temas. Pensándolo ahora, me sorprende la cantidad de recuerdos que compartimos a lo largo de esta caminata, en la que -ignoro el motivo- estuvo más presente el pasado que el futuro.



Otra cosa que me llamó la atención de este tramo fue que, de repente, nos encontrábamos inmersos entre una maraña de peregrinos y, unos minutos después, la gente desaparecía como tragada por las meigas. Bastaba detenerse a hacer unas fotos y, ¡zas! te encontrabas a solas, sin nadie al acecho
.



En Castromaior, una pequeña aldea en la que conviven las antiguas casas de piedra con otras más cuidadas y modernas, me acerqué a su iglesia románica, que se conserva íntegra, aunque solo pude verla por fuera, ya que estaba cerrada.






A continuación, iniciamos una dura subida, que se prolongó hasta el Castro. Si se quiere visitar, hay que ir con ojo para no pasarse el acceso, que está a la izquierda, junto a un cartel informativo. Merece mucho la pena y, además, no alarga nada el camino, sino que incluso permite suavizar un poco la fatigosa cuesta que se afronta por la carretera. Además, el sendero no resulta complicado.



El Castro de Castromaior es uno de los yacimientos arqueológicos más importantes de Galicia. Estuvo habitado desde el siglo IV a.C. hasta el II d.C. El poblado cuenta con 5 hectáreas y consta de un recinto superior con otros adosados, delimitados por fosos, parapetos y murallas. Se puede recorrer entero.
Detalles del Castro y de su entorno.





Seguimos camino y pasamos junto al mojón que nos señalaba que estábamos a 78,1 kilómetros de nuestro destino. Paramos a comer el menú del peregrino (12 euros) en una aldea, cerca de Ventas de Narón, donde existió un antiguo hospital de peregrinos, construido en el siglo XIII. Tras las desamortizaciones del siglo XIX, el edificio se arruinó y los vecinos utilizaron las piedras para erigir la Capela da Madalena, en cuyo campanario aún se pueden apreciar cruces templarias.





Las lentejas me sentaron estupendamente bien (no recuerdo qué tomé después) y me dieron fuerzas para afrontar la subida del Alto de Ligonde, donde sentimos los primeros agobios por el calor, que notábamos de lo lindo con el sol sobre nuestros sombreros.


Tras un buen rato caminando, vislumbramos la Cruz de Lameiros, del año 1670, cuyos cuatro brazos representan la muerte de Cristo, con los clavos, el martillo, las espinas y las calaveras. Se encuentra en un lugar muy agradable, rodeado de un pequeño parque con sombras y bancos para descansar un rato.




A partir de aquí, la andadura se me hizo un poco larga; empezaba a sentirme cansada y, para entretenerme, fui tomando fotos del paisaje, así como de algunos sitios o cosas que me llamaron la atención.






Hasta que, por fin, divisamos Palas de Rei, la meta de nuestra segunda jornada jacobea, la más larga de las seis de nuestro itinerario jacobeo.

El resumen de la etapa que grabé en wikiloc deparó los datos siguientes:
- Longitud: 25,47 kilómetros
- Duración: 8 horas 37 minutos (5 horas y 49 minutos en movimiento)
- Altitud máxima: 699 metros; altitud mínima: 318 metros
- Longitud: 25,47 kilómetros
- Duración: 8 horas 37 minutos (5 horas y 49 minutos en movimiento)
- Altitud máxima: 699 metros; altitud mínima: 318 metros
Capturas del itinerario y perfil de la etapa:



