LETONIA.
Al cruzar la frontera, no pudimos por menos que quedarnos mirando las antiguas aduanas, ahora prácticamente en desuso. Inevitablemente, pensamos en que hace apenas tres décadas hubiera resultado mucho más arduo pasar los controles allí, cuando estas Repúblicas formaban parte de la Unión Soviética.


Letonia es el segundo país más extenso (64.589 km2) y más poblado (cerca de 2.000.000 de habitantes) de las tres Repúblicas Bálticas. Limita al norte con Estonia, al sur con Lituania y Bielorrusia, al este con Rusia y al oeste sus costas están bañadas por el Mar Báltico, con un total de 512 km de litoral. Es un país de grandes bosques de coníferas, robles y tilos, con páramos, pantanos y numerosos ríos. Sus llanuras son extensas, pues la mayor parte de su territorio está a menos de 100 metros de altitud sobre el nivel del mar y su máxima elevación solo alcanza los 312 metros, en la Colina Gaizina. Su idioma oficial es el letón –idioma báltico de la familia de las lenguas indoeuropeas, lo mismo que el lituano-, si bien más del 30% de la población es de origen ruso y habla ese idioma, que no goza de protección y se considera una lengua extranjera. Su religión mayoritaria es la luterana.

Palacio de Rundale.
Se encuentra a unos 80 kilómetros de Riga y fue nuestra primera vista en territorio letón, ya que está solo a unos treinta kilómetros de la frontera con Lituania, en Zemgale, al sur de país, una región histórica, de amplias llanuras y suelo fértil, donde abundan las ciudades fortificadas, los castillos y los palacios. El más famoso de todos es el de Rundale.







El conjunto arquitectónico se empezó a construir entre 1736 y 1740 por orden del entonces Duque de Curlandia, Ernst Johann bon Biron. Fue diseñado por el célebre arquitecto Bartolomeo Francesco Rastrelli en una combinación de estilos barroco y rococó. El destierro de bon Biron provocó la suspensión de las obras hasta 1764, año en el que fueron reanudadas. Se encargó la decoración de sus interiores a grandes artistas italianos como Carlo Zucchi y Francesco Martini, para cubrir paredes y techos con pinturas murales, y al escayolista alemán Johann Michael Graff para la realización de molduras de mármol artificial.





Desde 1972 a 2014 se restauraron completamente los interiores, que ahora contienen una ingente colección de objetos de época, algunos con un gran valor histórico: muebles, vajillas, libros, instrumentos musicales, cuadros…






Hicimos una visita guiada de las diferentes salas, entre las que destacan el Salón Blanco, la Sala Dorada, las habitaciones de los duques, el comedor, la sala con objetos góticos, renacentistas y manieristas, la estancia de estilo imperio…






Me gustaron especialmente las pinturas de los techos y las preciosas estufas de las habitaciones, revestidas de azulejos de color azul cobalto.







También se puede visitar (ticket aparte) el Parque que rodea el palacio y sus jardines de estilo barroco francés, que con sus 85 hectáreas son los mayores jardines históricos de los Países Bálticos. Fueron diseñados por Rastrelli en 1735. Lástima que no pudiéramos disfrutar de ellos como nos hubiera apetecido porque empezó a llover y, peor aún, a soplar un viento bastante fuerte justamente cuando íbamos a recorrerlos. Y ya fue mala suerte porque no volvimos a abrir el paraguas durante el resto del viaje. Así que las fotos que pongo son de las panorámicas que se divisan desde los balcones de las habitaciones.


Esta es una de las visitas que se consideran casi imprescindibles en Letonia. Ciertamente, el palacio es muy bonito y merece la pena verlo si se dispone de tiempo suficiente y también sirve muy bien para aprovechar el viaje por carretera desde Lituania a Letonia o viceversa. Imprescindible, imprescindible… Bueno, yo he visto muchos palacios y tampoco afirmaría tanto. De camino a Riga, divisamos otro castillo cuyo nombre no recuerdo. No paramos a verlo de cerca porque en ese momento estaba diluviando.
