Llegamos a Recife con buen tiempo, después de unos días de lluvias torrenciales que habían provocado importantes inundaciones.
En el aeropuerto tomamos un coche de alquiler y nos pusimos en dirección sur por la Rodovia Tronco hasta Porto de Galinhas, donde teníamos reservado para dos noches en una Pousada en Praia de Maracaipe.
El trayecto fue de algo más de una hora, pasando un peaje que nos costó 11 reales y con un tráfico bastante aceptable. Pasamos varios radares para el control de velocidad que, a juzgar por cómo eran respetados, debían de funcionar.
Lo poco que vimos de Recife al igual que Porto de Galinhas, nos dio la sensación de un nivel de vida bastante más bajo de la idea que teníamos de Brasil, que considerábamos con un crecimiento económico en los últimos años para haber aumentado la calidad de vida de la población en general.
Llegados a nuestro alojamiento, que estaba en primera línea de playa, decidimos echar lo que quedaba del día en la Pousada, que tenía una piscina muy agradable dando al mar.

Al empleado de la Pousada, un simpático argentino, le comentamos nuestros planes para el día siguiente de ir a Maragogi y nos dijo que, aunque en el mapa parecía cercano, la carretera no era nada buena y que contáramos con más de dos horas de viaje.
Como la idea era ir para ver las piscinas naturales y esto tiene que ser con la marea baja, tendríamos que estar allí antes de las 10 de la mañana. Nos pusimos en marcha a las siete por una carretera secundaria en pésimas condiciones. A los grandes socavones que debían de haberse formado después de años de abandono se unía el efecto de las inundaciones, con una capa de lodo que cubría el poco asfalto y los muchos baches.
La carretera principal, Rodovia Arminio Guilherme, que une con Recife, estaba en mejores condiciones, pero soportaba más tráfico e hicimos las travesías de varias poblaciones donde la circulación era más lenta.
En este itinerario ya vimos que no todo el mundo conducía con la aparente prudencia del día anterior y tuvimos a menudo que favorecer el adelantamiento a conductores demasiado impetuosos.
Llegamos a Maragogi, donde había mucha gente de vacaciones, con el tiempo de seguir a una de las muchas personas que hay al borde de la carretera con publicidad de los tours a las piscinas naturales. Nos condujo al aparcamiento y marchamos a la playa donde nos subimos sobre la marcha en una embarcación con cinco brasileños para irnos hacia la barra del arrecife donde están las piscinas.
Maragogi tiene un lagoon de agua celeste y muy somera, con varias playas muy concurridas, como Praia de Antunes, que fue desde donde nosotros partimos con la barca turística. Primero nos llevó al Caminho de Moisés que es una barra de arena que, en mareas muy bajas queda por encima del nivel del mar, y se puede caminar hasta el arrecife.

Ese día, la marea más baja no dejaba la barra al descubierto. Allí estuvimos un rato con el agua hasta las rodillas viendo como circulaban bares flotantes con música a todo volúmen que vendían bebidas a la mucha gente que allí se acumulaba.
Después nos volvimos a montar en la barquita y el marinero, que hablaba un portugués incomprensible hasta para los brasileños, dijo de llevarnos a otra playa. Los brasileños tomaron la iniciativa y le hicieron saber que la excursión era a las piscinas naturales y que era allí a donde queríamos ir. De bastante mal humor, puso rumbo hacia el arrecife, pero paró antes de llegar a ellos, en unos bajos fondos donde nos dijo que podíamos hacer snorkel.
Atraídos por la comida que echaba el marinero, se arremolinaban multitud de peces Pintano, de rayas blancas negras y amarillas, que al poco se dispersaban y volvían a regresar en tropel.

El snorkel apenas duró quince minutos y después nos fuimos a otra barra de arena similar al Caminho de Moisés, donde estuvimos nadando un rato y el marinero dio por terminada la excursión un tanto decepcionante, por la que habíamos pagado 200 reales por los dos (algo más de 30 euros).
El lagoon de Maragogi es un lugar bonito, pero, en mi opinión, hay una sobreexplotación turística que está provocando la polución de su agua y el deterioro del arrecife. Cuando te estás bañando tienes que estar pendiente de los fuera borda y las motos acuáticas que pasan por medio de los bañistas sin mayor precaución.

Como Praia de Antunes, donde nos dejó el marinero, estaba bastante abarrotada, decidimos coger el coche y poner rumbo a Praia dos Carneiros que estaba a mitad de camino de retorno a Porto de Galinhas.
El chico de la Pousada nos había recomendado que allí fuéramos a uno de los hoteles o complejos turísticos en primera línea de playa, donde, previo pago, podías hacer uso del parking vigilado y acceder a la zona de playa que tienen como privada.
En concreto, nos recomendó el Bora Bora donde, por 30 reales, pagabas una entrada que te permitía aparcar, usar los vestuarios y duchas, así como el acceso a sus restaurante y bares de copas.
En su exuberante entrada fuimos recibidos por una familia de simpáticos monos tití, que son endémicos de esta región de Brasil y atravesamos todo el complejo, abarrotado de gente comiendo, bebiendo y escuchando música y nos fuimos a la playa.

Alejándonos un poco hasta llegar a un sitio algo más tranquilo a la sombra de las palmeras, que en todas estas playas están dentro de las propiedades privadas que tienen sus límites a muy pocos metros del agua.
Allí echamos la tarde bañándonos hasta llegada la hora de volver con tiempo de que no oscureciera, ya que teníamos por delante los 10 kilómetros de ralley que preceden a Porto de Galinhas.

Antes de dejar el complejo, nos tomamos un refresco, nos duchamos y cambiamos de ropa, de tal forma que no tenías que volver con la arena y la sal en el cuerpo.
En el trayecto de vuelta, ya cerca de Porto de Galinhas recogimos a una señora que hacía autostop al borde de la carretera. En el corto trayecto, nos enseñó una cadena, supuestamente de oro, que tenía una necesidad apremiante por venderla. No nos dimos por enterados si su pretensión era que nosotros fuéramos los compradores.