Nos levantamos después de haber dormido sorprendentemente bien. No sabemos qué hicieron con las gallinas, pero esta noche han estado calladitas. Aun así, recomiendo tapones, porque siempre hay algún gallo suelto que empieza a dar la tabarra desde las cinco de la mañana. Hoy es el último día de Dani en Albania, así que le preparé un plan especial para su despedida. Queríamos aprovechar bien la mañana, así que nos pusimos en marcha temprano.
A las 7:30 bajamos a desayunar. Teníamos la opción de hacerlo allí o en el primer alojamiento donde estuvimos. Elegimos probar en este, pero la verdad… error. Si tenéis la misma opción, id al otro sitio. Muchísima más variedad y mejor en todo. Se nota enseguida.
Nuestra primera parada del día era el Puente de Shkopet, así que cogimos el coche y en una horita estábamos allí. Hicimos algunas paradas por el camino para admirar los paisajes, que siguen siendo verdes, montañosos, con ese encanto salvaje de Albania. El puente está en la región de Mat y es colgante, de madera. Puedes caminar sobre él, aunque ya os digo que no está en su mejor estado: a mí me dio respeto y me di la vuelta justo antes del final porque empezaba a tambalearse demasiado. Bajamos caminando una pequeña cuesta desde donde habíamos aparcado. Allí nos encontramos a una pareja de alemanes que muy majos nos hicieron una foto a los dos. Otro recuerdo para el viaje.

Desde ahí, como de camino quedaba Krujë, que tenía marcado con un corazón en mi mapa, decidimos desviarnos un poco. A lo lejos parece un castillo imponente en lo alto de una colina, y lo es, pero al acercarte te das cuenta de que dentro de las ruinas han construido una estructura más moderna que rompe un poco el encanto. Para mí no merece la pena.
Krujë tiene muchísima historia: fue la capital del reino de Skanderbeg, el héroe nacional albanés, y el castillo fue una fortaleza clave en la resistencia contra los otomanos. En el interior hay un museo dedicado a él, además de otro etnográfico, y una casa tradicional llamada “Casa de la Paz”, que conserva elementos de arquitectura otomana.
Nos llamó la atención que era un pueblo muy turístico. Hasta ahora no habíamos visto tantos puestos de artesanía y recuerdos en el viaje. Eso sí, se nota que está preparado para autobuses de turistas más que para viajeros tranquilos.

Y ahora sí, tocaba ir a por la guinda del pastel: el Lago Bovilla.
Aquí tuvimos un pequeño conflicto. Cuando recogí el coche, me dieron el contrato con unas restricciones nuevas: ciertas carreteras estaban “prohibidas” porque no estaban asfaltadas o no las consideran aptas. Pero en mi contrato de reserva cuando yo pagué y reservé estas condiciones no venían especificadas. El acceso al lago era una de esas. La realidad es que no es tan grave como lo pintan: la mitad del camino es carretera, y la otra mitad es pista de tierra por donde suben camiones, coches, incluso minivans. Si conduces despacio —a 10 o 20 km/h— se hace sin problema. Hay alguna piedra suelta, pero nada del otro mundo. Veréis que hay muchísimos coches subiendo y bajando, más de 50 o 60 aparcados arriba.
Eso sí, al poco de pisar la zona, la agencia de coches me contactó directamente para decirme que me aplicaban penalización. Voy a reclamarlo, porque esa carretera no aparecía en mi reserva original, y lo que han hecho es una modificación unilateral del contrato sin consentimiento, así que pienso pelearlo. Eso sí, entre mensajes, llamadas y amenazas, me amargaron un poco el momento.
Volviendo al lago: ¡espectacular! Me recordó a las Azores, con esa mezcla de verde vibrante y agua azul intenso. Hay un pequeño mirador al que se accede por unas escaleras de metal fijadas en la montaña y, justo al lado, un restaurante donde se puede comer. La vista desde allí es de postal.


Dani, eso sí, venía todo el viaje agobiadísimo: que si la carretera es muy mala, que si hay que estar tres horas antes en el aeropuerto, que si pinchamos una rueda… Yo le decía “relájate, que esto está lleno de gente, si pasa algo, nos ayudan”. Porque es eso, aunque no es para todo el mundo —porque hay tramos donde si te cruzas con otro coche tienes que maniobrar—, no es un sitio aislado. Ni mucho menos. Al final, cuando llegamos arriba y vio el sitio, se tranquilizó y ya hasta quería quedarse a comer.
Pero no, tocaba dejarlo en el aeropuerto. Llegamos sobre las 15:30. Su vuelo salía a las 19:00, así que iba sobrado. Lo dejé allí y yo ya tiré rumbo a Berat.
Desde el aeropuerto hasta Berat hay unas dos horas de camino. Al llegar, lo primero que noté es que es una ciudad encaramada entre colinas. Ojo con el alojamiento que eliges porque si no está cerca de la calle principal, te puede tocar subir cuestas con las maletas que no se las deseo a nadie. Yo tuve suerte y reservé en el Hotel Berantino, justo en la calle principal. Hay una zona de aparcamiento libre y encontré un sitio fácil.

Llegué a las 17:00, hice check-in y me sorprendió lo espaciosa que era la habitación. Muy cómoda, con terraza y vistas al río. Como aún era temprano y tenía energía, decidí subir andando hasta el castillo de Berat. Lo curioso es que desde abajo solo se ve una torre, pero al llegar arriba descubres que hay un mini-pueblo con calles, restaurantes y hasta pequeños alojamientos. Muy auténtico.
Disfruté de las vistas hasta las 18:30 y luego bajé con hambre. Tenía apuntado un sitio justo al otro lado del río, cruzando el puente: Eni Traditional Food, muy recomendable si queréis probar cocina típica de Berat. Pedí unas berenjenas rellenas y una moussaka acompañadas de un vino local. Increíble cena, sencilla pero deliciosa.

Después me quedé viendo cómo anochecía y cómo se iba iluminando todo el pueblo, un espectáculo. Me pillé un helado por el camino de vuelta al hotel y a descansar. Día completito, con mucha carretera pero también muchas emociones.