Noche en Génova.
La reserva del alojamiento en Génova fue la que más quebraderos de cabeza me produjo de todo el viaje. En principio, pensé en reservar cerca del centro para dar una vuelta por una ciudad que solo habíamos visitado de paso una vez, hace más de treinta años. Sin embargo, meter el coche allí era una ocurrencia pésima. Así que descartado. Otra opción era reservar habitación en algún hotel cerca del puerto, donde tendríamos que embarcar en el ferry a la mañana siguiente. Encontré hoteles de precio razonable (entre 100 y 115 euros), pero sin garaje, con lo cual había que buscar sitio para el coche. Vi que había algún que otro parking público por las inmediaciones, pero las reseñas de personas comentando robos en los coches incluso a cubierto me hizo desecharlo también. No es que llevásemos nada de gran valor en el maletero, pero si se producía algún percance, tendríamos que poner una denuncia y correríamos el riesgo de perder el barco.
Pensé también alojarnos fuera de Génova, a una distancia prudencial, eso sí, donde los hoteles eran más baratos y no había problema con para aparcar. Pero los embotellamientos en las vías rápidas en torno a la ciudad daban miedo. Al final, solo un día antes de partir para Italia, di con la solución perfecta: el Hotel Mediterranee Lungomare, en el barrio de Pegli, frente a la playa, a unos 13 kilómetros del puerto por la SS1, que se toma en las inmediaciones del hotel. El precio era alto, 150 euros, pero incluía desayuno y aparcamiento privado gratuito, lo cual solucionaba nuestro problema principal en Génova. Como no me fiaba mucho, les pregunté directamente y me confirmaron que tenían plaza asegurada para el coche en un patio interior descubierto, cerrado y vigilado por cámaras desde la recepción. Perfecto.

Llegamos ya de noche y bastante cansados. Hacía mucho calor. Así que nos vino muy bien el aire acondicionado de la habitación, que daba frente por frente a la avenida principal y a un parque que está al lado de la playa. Una zona bonita, nos gustó. Pese al tráfico, tenía buen aislamiento y no nos molestó el ruido de la calle. Por lo demás, el hotel está bien, pero se nota que ha vivido mejores épocas. El desayuno, correcto para un establecimiento de cuatro estrellas.
Vistas desde la ventana de nuestra habitación





Un paseo por el Barrio de Pegli.
En principio, el ferry debía zarpar a las 13:15, pero tres o cuatro días antes de la fecha de salida, recibí en el teléfono un mensaje de GNV avisándome de que la partida se había retrasado dos horas y que el embarque sería a las 12:30. De ese modo, teníamos un par de horas libres para dar una vuelta. Como acercarnos al centro de Génova no tenía sentido con tan poco tiempo libre, decidimos movernos por las inmediaciones del hotel, en el barrio de Pegli.

El barrio de Pegli, situado en la parte occidental de la ciudad, fue comuna autónoma hasta 1916, en que se incorporó al municipio de Génova. Se encuentra entre las colinas y el mar, conjugando los tonos verdes y azules con los multicolores de las casas y mansiones que lo conforman.


Nada más salir, cruzamos la calle y seguimos hacia el Castello Vianson (una vistosa residencia particular), dejando el mar a nuestra izquierda, por un paseo marítimo donde abundan casas señoriales, antiguas villas aristocráticas con jardines propios y residencias más pequeñas de familias acomodadas que mantienen impolutas sus fachadas. Lástima que me enterase después de que se puede visitar los que se anuncian como exuberantes jardines de la Villa Durazzo Pallavicini, que se encuentra en medio de un parque con un lago y estatuas. Otro lugar destacado en el barrio son los Jardines de la Villa Centurione Doria. En fin, el tiempo disponible era escaso y dio para lo que dio.


Hacía muchísimo calor y el sol quemaba. La playa estaba a tope de bañistas. Dimos la vuelta y retrocedimos, contemplando las fachadas de colores de los edificios que dan al mar. En comparación con otros lugares de Italia, me llamó la atención su buen aspecto y lo cuidado que estaba el entorno del Paseo Marítimo (Lungomares), mientras una multitud de jardineras plagadas de flores ponían le daban un toque especial. Supongo que ha sido una obra reciente porque aún vimos algún tramo cortado.


Al fondo, distinguí una gran cúpula, así que me puse a buscar la iglesia a la que pertenecía. Me metí por las callejuelas que me mostraron otra realidad, la de las antiguas casas de pescadores que rezumaban encanto pero cuyo aspecto ya no era tan pulcro. No hice muchas fotos allí porque había mucha gente en las pescaderías, fruterías y carnicerías de corte tradicional y, sobre todo últimamente, me da bastante reparo que alguien pueda molestarse.


Por fin, localicé la Parroquia de Santa María Inmaculada y entré a ver la iglesia, que se encuentra en una plaza muy chula. Ya de regreso para recoger el coche y trasladarnos al puerto, vi varios edificios muy bonitos.


/align]El interminable embarque en el ferry.
[align=justify]La naviera nos había citado con tres horas de antelación a la hora de salida prevista. Llegamos con dos horas y media de antelación, más o menos. Pasamos por varios controles donde tuvimos que enseñar los billetes y también hicimos el check in, que consiste en que te den un papel con el número de camarote asignado. Al fin, alcanzamos la terminal, donde había cientos de coches aposentados en numerosas filas. Apenas había a cubierto y el sol pegaba implacable. Como mencioné al principio del diario, estábamos a primeros de julio y este ferry hace el recorrido Génova-Barcelona-Tánger, así que miles de magrebíes iban de vacaciones a sus países de origen con sus vehículos cargados hasta los topes.

Después de colocar el coche en una de las filas (nadie te indicaba nada), nos acercamos a la terminal para protegernos del calor. Estaba lleno, con gente (mujeres y niños, sobre todo) ocupando todo el espacio, sillas, bancos y el suelo, también. Lógico, después de todo. Solo había una tienda donde se vendía agua, alguna cosa esencial y unos bocadillos que no tardaron en agotarse. Pillamos un par de ellos, menos mal. Dimos vueltas y más vueltas sin saber qué hacer ni dónde situarnos. Y los minutos pasaban, y las horas también... Era desesperante.

Al cabo de un par de horas, aparecieron varios empleados de la naviera dando instrucciones. Bajamos para mover el coche, pero... Ja ja ja. De eso nada. El embarque de los coches comenzó a hacerse de una forma inexplicable, ya que los empleados iban y venían sin orden ni concierto, escogiendo entre la multitud de vehículos el que les parecía (quizás por la carga, no lo sé) y haciendo a los demás moverse para dejar paso. Y así con todos, uno a uno. Os podéis imaginar el caos que se originó, pues antes de embarcar volvían a solicitar todos los papeles y a entregar nuevos boletos de check-in (respetando el camarote asignado, eso sí)
Lo curioso es que a los que íbamos a Barcelona (apenas veinte coche y algunas motos) nos dejaron para el final. Tardamos más de tres horas en subir al barco en la operación más inexplicable que hemos visto nunca. Porque... si los de Barcelona teníamos que embarcar los últimos para ocupar una zona concreta, ¿por qué no nos pusieron en una fila aparte? Si había alguna norma para embarcar los coches por lo que fuese, ¿por qué no los distribuyeron por ese lo que fuera según iban llegando? En fin, todo un paso del Estrecho a la genovesa.


En esta ocasión, el barco que nos tocó fue el Fantastic, algo más moderno que su gemelo de la ida, el Majestic, o eso nos pareció. Zarpó poco antes de las cuatro, así que ya no pudimos ir al búfet porque estaba cerrado y en la cafetería ya no quedaba nada de nada. Menos mal los bocadillos de la terminal... Me gustaron los vistas de Génova desde la cubierta, así que hice bastantes fotos. Las vacaciones en Italia se acababan definitivamente.


La navegación se desarrolló sin incidencias. Esperaba más agobio dada la cantidad de gente que había embarcado, pero la mayor parte debían estar en las plantas de butacas porque en las de camarotes, cafeterías y restaurantes y sus respectivas cubiertas se estaba bien y solo tuvimos algunas colas en el self service a la hora de cenar y de desayunar al día siguiente.


Nuevamente, contemplamos la puesta de sol en la cubierta, vislumbrando a lo lejos la costa francesa. Hacía buena temperatura. Por la noche, dormimos bien, aunque el barco se balanceaba bastante. Tenía que recuperar el tiempo perdido en el embarque. Y lo hizo, porque llegamos a la hora prevista aun saliendo dos horas más tarde. Seguramente, se curan en salud con el horario y siempre ponen de más por si acaso.


Llegada a Barcelona.
Desembarcamos sin mayores problemas y muy rápidamente, teniendo en cuenta que éramos una minoría los que nos quedábamos en Barcelona. Nada más salir del puerto, nos encontramos las salidas de la ciudad atascadas. No sabíamos por dónde ir para evitar las congestiones de tráfico. No lo logramos y estuvimos parados en las autovías bastantes minutos. Queríamos llegar a Sant Andreu de la Barca para comer en el restaurante que habíamos visto en su polígono industrial cuando estuvimos alojados en el Ibis, a la ida. Nos pillaba de paso y no perderíamos tiempo con búsquedas y desvíos. Y así fue.
Ya solo nos quedaban por delante 596 kilómetros hasta Madrid.
Pues eso, justamente.