Por primera vez en lo que va de viaje, los cuatro huéspedes de la habitación dormimos toda la noche de un tirón. Hasta las 6:30, que es cuando aprovechando los primeros rayos de sol iniciamos nuestra mañana en Kingman.


Desayunamos en un pequeño comedor anexo a la preciosa recepción del hotel. No hay tanta variedad como esperaba, pero si es más similar a lo que imaginaba en un Best Western, con más oferta de comida caliente. La plancha para hacer gofres es una visita obligada.




En el aparcamiento del hotel, que ayer estaba casi desierto, ahora no parece caber un solo coche más. Se dan varios motivos, como el hecho de que Kingman sea una parada habitual de la gente que recorre la Ruta 66 y, sobre todo, que mañana es el Labor Day (lo que vendría siendo el Día del Trabajador) y, por lo tanto, un lunes festivo que amplia el fin de semana.


Nuestras primeras paradas son antes del mediodía y sin abandonar la ciudad, así que cogemos el coche todavía sin cargar todo el equipaje. Tras 4 kilómetros sin abandonar la Andy Devine Avenue, llegamos al Museo de la Ruta 66. Faltan 10 minutos para que abra, y delante tenemos un Diner con un coche clásico y una Hummer limusina aparcados a ambos lados.




No podemos evitar hacer algunas fotografías a la monstruosa limusina, y en ese momento un hombre de mediana edad nos alcanza por detrás y nos pide si puede hacernos una fotografía en la que se vea a él, su pareja, la limusina, y el restaurante de fondo. Resulta que es Mike, el dueño del susodicho, y está estrenando el vehículo llevándolo desde Los Ángeles hasta Oklahoma, donde ostenta un negocio de alquiler de limusinas. Intercambiamos anécdotas, charlamos un rato, y acordamos enviarle las fotografías. Cuesta creerlo, pero me asegura que el Hummer y la conversión a limusina no le han costado más de 100.000 dólares. Inconcebible en nuestro país.
Antes de despedirnos, nos invita a ver el interior de la limusina. Acepto de buen grado, y cuando nos abre una de las compuertas descubrimos dentro a tres chiquillas en un ambiente discotequero. Son sus hijas y una amiga, y tras preguntarles si sabían donde estaba España, me dan la previsible respuesta de que venimos de Méjico.
Tras la inesperada sesión de hacer amigos, aprovechamos que estamos junto a ella para visitar una vieja locomotora de exposición. Pasamos ya los 30 grados, y el calor empieza a apretar. La locomotora bien merece la visita, incluso a posteriori sabríamos que valía más la pena ésto que el propio museo.




En lo que disfrutamos de la locomotora, uno de esos gigantescos convoys de vagones de mercancías parece que llega a la ciudad. En 3 minutos de video todavía no ha pasado del todo junto a nosotros.
Pagamos para la entrada 4 dólares a una anciana que quién sabe si sigue allí a estas alturas. Esa es otra: en cuanto has entrado a varios comercios, te das cuenta de que no todo el mundo llega a la edad de jubilación con los ahorros suficientes. Muchos dependientes tienen una edad con la que en España llevarían años cobrando una pensión.

El museo es un pequeño fiasco, ya que consta de una pequeña sala dividida por mamparas con un puñado de fotos y carteles, algunas banderas, y un poco de decoración de la época además de un vehículo de tiempos mejores de la ruta. Al final del recorrido, si se le puede llamar así, hay una pequeña sala de cine donde se proyecta continuamente un documental sobre el recorrido que va de Chicago a Los Ángeles.




Nos despedimos de Kingman previo paso por el hotel para tramitar la salida y recoger el equipaje. Estrenamos música, concretamente el disco de grandes éxitos norteamericanos de los 70. No tomamos la ruta 66, pero nuestra vía va cruzándose con ella, así que tenemos la oportunidad de parar en Seligman. Este si que parece ya el clásico pueblo de carretera que vive por y para la ruta.



Tomamos tras estirar las piernas la carretera hasta Flagstaff, una de las grandes ciudades de Arizona a la que no llegaremos a entrar. Durante el recorrido, prácticamente cada salida indica que tiene una conexión con la Ruta 66, por lo que asumimos que debemos estar circulando prácticamente en paralelo a ella. En unos días le daremos una oportunidad en sentido contrario.
Por ahora hemos ido tanteando el tema de los souvenirs sobre la zona, pero ni en Kingman ni en Seligman eran especialmente baratos. Aunque con menor surtido, el mejor sitio para hacer las primeras compras de recuerdos parece ser el Walmart de Kingman.
Hoy el camino se está haciendo algo largo así que vamos haciendo paradas de vez en cuando. La siguiente es más allá de Williams, Flagstaff, y todos los desvíos que nos pretendían llevar hasta el Gran Cañón del Colorado antes de lo previsto. Nos colamos en el parking de un precioso hotel rodeado de bosques. Pertenece a una cadena que nunca habíamos visto, Little America, y no solo aprovechamos el aparcamiento si no tambien su conexión a internet desprotegida. Pasamos el tiempo suficiente para que, en una de las entradas al coche, mida mal la altura y chafe las gafas de sol contra mi cabeza. Esto es el karma.

Durante la última parada, descubrimos nuevos compartimentos en el maletero del coche, que viendo lo ajustado que iremos en futuras fechas siempre son bienvenidos. Ponemos ahora rumbo para no parar hasta, por fin, nuestro principal punto de interés del día. Gracias a los 1000 pies (unos 300 metros) que hemos ascendido, la temperatura ha pasado de 30 grados a las 10:00 a los 25 que marca ahora pasado el mediodía.
Con el cambio de estado, la variedad de las matrículas que vemos circular es mucho mayor, probablemente porque Arizona es un lugar muy transitado por turistas locales. Hacemos nuestro propio ranking de matrículas: California y North Carolina son entre feas y sosas, New Mexico es interesante, pero las grandes ganadoras son, sin duda, Arizona y Utah. Ambas aprovechan perfectamente sus atractivos paisajes desérticos para venderse en matrículas muy vistosas. La de Arizona parece que ha sido rediseñada en el presente año, pero sigue siendo la mejor de todas.
En las últimas millas hemos iniciado el avistamiento de cuervos. Por cada paloma que encontraríamos en una ciudad española, en este estado tenemos un cuervo. Con la diferencia de que estos son más grandes, se acercan más de lo que deberían a las personas e intimidan un poco si se te quedan mirando.
Y llegamos al fin, tras la enésima recta rodeada de la más inmensa nada, al Cráter de Barringer o, como le llaman aquí, Meteor Crater. Se trata del hoyo resultante tras el impacto de un meteorito de unos 50 metros de diámetro hace ya unos 50.000 años.
Las instalaciones están perfectamente diseñadas para que sea imposible ver nada antes de haber pasado por caja. Lo que ves a la llegada es un edificio en medio de la nada, y una taquilla donde pagar la nada desdeñable cifra de 15 dólares por cabeza. La entrada incluye una visita guiada, pero debes esperar al turno que se inicia a cada hora. No es nuestro caso.

Nos adentramos en el Centro para visitantes y tenemos señas para entrar al museo hacia la derecha, o ver el agujero en cuestión a la izquierda. Evidentemente, empezamos por el plato gordo, y no importa cuántas fotografías del lugar hemos visto durante la planificación del viaje: verlo en directo merece muchísimo la pena.


A lo largo del lateral del cráter donde se encuentra el edificio, se habilitan una serie de miradores con información de interés y catalejos fijos apuntando a puntos relevantes. En el centro del cráter, se puede distinguir el hoyo perteneciente a las excavaciones hechas en el lugar buscando fragmentos del meteorito. Solo lamentamos no tener un equipo fotográfico en condiciones para sacarle todo el jugo al lugar. Por ejemplo, un gran angular sería perfecto.




Evidentemente la principal atracción es el fenómeno, pero el museo también pone de su parte. Está repleto de actividades interactivas, como si de un Museo de la Ciencia se tratara. Por ejemplo, puedes simular tu propio meteorito, aunque si se te va la mano al introducir los datos como a mi, puedes acabar destruyendo totalmente la tierra.


La tienda de recuerdos, lamentable y previsiblemente, es carísima. F y yo vemos un par de artículos candidatos para llevar a la oficina, pero estamos convencidos de que encontraremos cosas similares a mejor precio más adelante.
Con el entusiasmo de la visita se nos ha hecho tarde, ya son las 15:00 y todavía no hemos comido. En Meteor Crater solo hay habilitado un local de la franquicia Subway y no nos apetece demasiado, así que decidimos hacernos a la carretera e improvisar sobre la marcha. Antes de abandonar por completo la zona, divisamos un pequeño tornado levantando la arena del desierto. Y nos dirigimos directamente hacia él, pero finalmente no es tan fiero como aparentaba.

Desde hoy estamos disfrutando un nuevo descubrimiento: una emisora de radio que nos gusta a todos. Se llama The Mountain y emite rock clásico las 24 horas en el estado de Arizona. Para sintonizarla, la frecuencia es 93.9 FM. No solo nos ha acompañado durante el viaje, se ha vuelto un compañero de trabajo habitual gracias a la posibilidad de escucharla por internet.
Parece mentira, pero no es hasta nuestro cuarto día en los Estados Unidos cuando entramos por primera vez en un McDonalds. Lo hacemos en uno de un area de servicio de la carretera que va desde Flagstaff hasta Page, poco después de abandonar el origen. La comida de McDonalds sabe exactamente igual, esto no entiende de fronteras. Si marca la diferencia sin embargo la posibilidad de rellenar tu bebida cuantas veces quieras. Así descubro la limonada de Minute Maid, baja en calorías.
Es una pena, pero nunca llegamos con hueco suficiente a la hora de los postres comamos donde comamos. Nuestros estómagos todavía son de tamaño europeo, y no podemos disfrutar de una de los puntos fuertes de la comida norteamericana.
Con el estómago lleno, volvemos a configurar nuestro GPS y nos informa de que... tras 120 millas en línea recta llegaremos a nuestro destino. Ni un puñetero desvío, ni una puñetera incorporación. Como veremos más tarde, por lo menos las 120 millas no son monótonas.
A estas alturas del día, F ya se ha ventilado las baterías de sus cámaras réflex y compacta. El asteroide sigue haciendo estragos miles de años después.
Dado que vamos bien de tiempo, sopesamos la opción de adelantar a esta misma tarde la visita a Horseshoe Bend que tenemos programada para mañana por la mañana. Sin embargo, la imposibilidad de F para hacer fotografías y lo apetecible que resulta pensar en llegar pronto al hotel nos hace descartar esa posibilidad.
Una vez más, percibimos en este tramo de carretera que, pese a no haber una obligatoriedad de circular por la derecha como en España, si existe una convención extraoficial por la que nadie que esté circulando sin adelantar lo hace por el carril de la izquierda. Este acuerdo informal se cumple especialmente en carreteras cuyos dos sentidos solo están separados por una mediana (en algunas cada sentido de la marcha va por una colina diferente).
Durante toda la ascensión al norte nos acompaña un banco de nubes por el oeste que dejan pasar con cuentagotas los rayos del sol, formando un paisaje precioso. Pero lo más importante es... ¿eso que vemos al fondo es lo que creemos que es? ¿Ese cambio de tonalidad colosal cuyo final no vemos por ninguno de ambos lados podría ser el Gran Cañón?
Las 120 millas se hacen muy largas, y según nos alejamos del sur se suceden pequeñas villas con casas prefabricadas y caravanas en medio de la nada. Por la zona a la que nos dirigimos, asumimos que debe tratarse de poblados del pueblo Navajo, con precarios puestos para venta de artesanías junto a algunas villas. No podemos evitar preguntarnos cómo debe ser el día a día para este colectivo.
El último tercio del trayecto hacia Page empieza a ser puro arte. A nuestra derecha empiezan a aparecer mesetas teñidas de rojos y naranjas. No cabe duda, Monument Valley cada vez está más cerca.


Tantas horas en carretera son perfectas para que en alguna conversación se cuele alguna frase memorable. Vuelve a ser el turno de M: "Alguna vez he pensado en teñirme el pelo de... no sé, de gris. Por tocar los cojones."
Tras un continuo ascenso que se prolonga durante varias millas, empezamos a descender hacia nuestra meta. Empieza una sucesión de asombros en forma de "oooh" y "aaah". Al final de la carretera, vemos por primera vez las aguas del Lago Powell, con varios coches remolcando barcas que se dirigen hacia él. Hemos subestimado a las millas y el desvío a Horseshoe Bend llega cuando quedan escasos minutos para el atardecer, descartando definitivamente la opción de visitarlo esta misma tarde.
Llegamos, sin desvío alguno tal como prometió María, al hotel Days Inn de Page. El lugar es bonito, y es prácticamente el primer edificio que nos encontramos en el lugar. Se encuentra rodeado de servicios e, inevitablemente, de un hipermercado Walmart. Por 180 dólares conseguimos la clásica habitación de 2 camas para 4 personas, en este caso la 101. Nos entrega las llaves un hombre que habla tan deprisa que desafía todas mis opciones de entenderle.



Descargamos el equipaje, ya que no nos gusta que las maletas duerman en el coche aunque vayamos a necesitarlas a la mañana siguiente. L tiene algunos problemas estomacales que achaca al McDonalds, así que se queda descansando y los tres restantes nos vamos al Walmart. Compramos lo mínimo para cenar y algo de comida pensando que mañana no habrá tiempo para pararse. Tambien reponemos nuestras reservas de agua. Compramos algo de cerveza ligera, y como era de esperar me piden una identificación al pagar.
Ya de nuevo en la habitación, F descubre una sorpresa desagradable. Le han cargado una cantidad absurdamente grande en concepto del primer repostaje de gasolina que hicimos en el viaje. Aproximadamente el triple del valor real. La hora del cargo tampoco coincide (ni en horario de aquí, ni de allí), así que por ahora envía un email al banco a la espera de conseguir respuestas, pero el cabreo le dura el resto de la jornada.
Hoy cenamos algo de fruta del Walmart, incluída una muy buena friambera con trozos de sandía. Brindamos con nuestras Coors Light, y nos metemos en la cama. Mañana nos espera el que consideraba el día con la agenda más apretada de todo el viaje.