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Amanece nuestro último día en Sicilia, estamos un poco (bastante) tristes, no queremos irnos ya, pero por lo menos tenemos medio por delante para aprovecharlo. Es muy temprano y bajamos a desayunar, no hay nadie y todo está a nuestra disposición; ni qué decir tiene que nos ponemos las botas (es evidente que nos gusta comer). El motivo del madrugón es llegar a Erice lo antes posible, lejos de las aglomeraciones de turistas. Se puede subir desde Trapani en un teleférico, pero tenemos un poco de vértigo, así que decidimos hacerlo en coche, pese a los comentarios de lo peligroso de la carretera. Pasamos por varias urbanizaciones y algún pueblecito, siempre cuesta arriba y con curvas, pero la carretera es ancha y no hay ningún problema; el acceso es bueno y el viaje no ha sido tan malo como pensábamos. Debemos dejar el coche en el aparcamiento de la entrada, a esta hora todavía quedan muchos puestos libres.
Erice es un pueblo medieval perfectamente conservado; al entrar parece que has entrado en otro mundo debido a su aislamiento en las alturas, ya que está encaramado en lo alto de un espolón rocoso a 750 m de altura respecto al mar, que se ve a dos pasos hacia abajo. Todo está en silencio, sólo se escucha el silbido del viento entre las piedras y la niebla tapa la mayor parte de los edificios, creando un ambiente muy especial, húmedo y fresco. Erice es la antigua Eryx, de origen legendario atribuido a Eryx, hijo de Venus y Butex, que se convirtió luego en el rey de los elimos, habitantes de la pequeña localidad que se extendieron hasta Segesta. Los elimos introdujeron el culto a Venus, que identificaban como Astarté; el pueblo, visible desde toda la región y las islas, atraía y protegía a los marineros, nevegantes y peregrinos, que se acercaban para entregar sus ofrendas a la diosa del amor.
Decidimos perdernos entre la niebla, recorriendo sus calles empedradas (todas ellas con empedrados diferentes con distintas formas geométricas) entre la niebla, asomándonos a los pequeños patios abiertos y descubriendo los restos de las murallas, antiguos palacios e iglesias concentradas en pocos metros. No paramos de fotografiar los distintos tipos de pavimento, unos de cantos rodados, otros con lajas de piedra, cuadrados, colocados en diagonal, de color blanco o negro, ofreciendo reflejos al estar pulidos o no; nos parece muy poético. Es fácil perderse en las callejuelas y descubrir pequeños corralillos con soportales, patios en flor; nos entretenemos en las placas de cerámica de cada una de las casas, que identifican a sus inquilinos.
La primera visita es el Duomo, cerca de Porta Trapani. El templo gótico actual fue construido en el siglo XIV con los restos del antiguo templo de Venus y está dedicado a Sta. Maria Assunta; la austera fachada tiene un pórtico de arcos apuntados y un bello rosetón; el interior, que se derrumbó en el siglo XIX, fue reconstruido en estilo neogótico y se puede visitar pagando una entrada; incluye un pequeño museo de objetos litúrgicos. Nosotros compramos una entrada conjunta para todos los monumentos de Erice que costaba 5 euros, incluyendo la preciosa torre exenta (Torre di Re Federico) que acompaña al Duomo, como es típico en las iglesias románicas y góticas italianas, desde la que se disfrutan bonitas vistas. Allí está la oficina de información turística y se compran las entradas.
Seguimos caminando sin rumbo fijo, encontrándonos iglesias como la de San Giuliano, de origen normando, construida tras la ayuda que el santo dio al conde Roger en la lucha contra los sarracenos. El santo le ayudó haciendo surgir, envuelto en un halo de luz, a un caballero blanco, que hizo huir a los sarracenos; en agradecimiento, el conde hizo construir esta iglesia en aquel lugar del milagro y mandó que Erice pasara a llamarse Monte San Giuliano, nombre actual del monte. Actualmente conversa un bonito campanario barroco.
Desde cualquier punto del pueblo, las vistas del mar y del Monte Cofano son impresionantes, a pesar de la bruma que lo envuelve todo.
Por la Via Roma se llega a la zona de los castillos, ya que hay dos: el primero de ellos es el Castello Pepoli, de origen normando, pero convertido en villa de recreo en el siglo XIX. Su situación en un peñasco escarpado y el hecho de que esté abandonado y cubierto de maleza, hace que tenga una visión muy romántica.
Junto al Castello Pepoli, se encuentra la Torre Pepoli, que se ha convertido en uno de los emblemas de Erice. Antiguamente formaba parte de las edificaciones defensivas que rodeaban el Castillo Pepoli, pero fue reconvertida en pabellón de caza del Conde, entre 1872 y 1880. La torre, de dos cuerpos, tiene una impresionante altura, lo que unido a que se encuentra en uno de los puntos más altos de la ciudad, es visible desde cualquier punto. En su fachada puede verse el flamante escudo de armas del Conde Pepoli. Junto a ella hay un paseo que va bordeando todo el acantilado, desde donde hay unas espectaculares vistas panorámicas.
Un poco más adelante se encuentra el Castello di Venere. Este castillo normando se erigió sobre un peñasco solitario sobre las ruinas del templo de Venus Erycina (diosa de la fertilidad) en la antigüedad. El acceso al castillo (de pago) se realiza a través de la única estructura original que se conserva: una torre con almenas, utilizada antaño como prisión y torre vigía. Sobre la entrada, de arco apuntado, hay un flamante escudo de armas, el de los Habsburgo, coronado por una ventana de doble ojiva del siglo XIV. En el interior hay un pozo sagrado, las ruinas del templo de Venus, una casa fenicia y unas termas romanas.
El castillo es el punto de partida de un sistema de fortificaciones que incluyen la Torre del Balio y la Torre Pepoli. Frente al castillo se encuentran los Jardines del Balio; desde aquí hay unas vistas espectaculares de toda la costa hacia el monte Cofano.
A dos pasos encontramos la Torre y jardines del Balio, que era la antigua residencia del gobernador normando que mandó construir el Castillo (se comunicaba con él a través de un puente levadizo), pero hoy ha sido reconvertida en el Café del Balio. En su fachada puede verse el blasón de Carlos V. Le acompañan unos preciosos jardines públicos construidos en el siglo XIX, que enlazan la Torre del Balio con el Castillo Venere. Tienen una frondosa vegetación, compuesta principalmente por pinos y palmeras. Un conjunto de bustos de bronce colocados sobre pedestales de mármol blanco salpican los senderos.
Recorremos el centro del pueblo, que no está tan cuidado y es una sucesión de tiendas de souvenirs; algunas tiendas ocupan casas enteras, patios incluidos y nos ponen a la venta suculentas piezas del arte jamaicol como mariposas de madera, mariscos de cristal o cucharas gigantes. Entre las numerosas pastelerías, elegimos una para comprar las conocidas frutte di Martorana, hechas de almendra y azúcar, para llevar de recuerdo; son muy vistosas y, aunque un poco más caras que en otros sitios, ya no vamos a tener oportunidad de comprarlas.
Abandonamos Erice por el mismo caminito por el que hemos venido, pero más tranquilos, ya que no hace falta rezar un rosario para calmar los nervios en el descenso. El pueblo nos ha encantado, a pesar de lo turístico que es; sin duda, un lugar único. Ponemos rumbo a Scopello; allí queremos visitar los farallones (faraglioni) que se divisan desde una antigua atunera (tonnara). Son unos 40 km, pero la carretera es estrecha y se pasa por varias urbanizaciones, incluida la preciosa playa de Guidaloca. En plena carretera encontramos un supermercado que puede salvarnos la comida, aunque es el único de la zona y los precios superan a los del Club del Gourmet de El Corte Inglés, por lo que pasamos, ya encontramos algo.
La Tonnara di Scopello recibe su nombre de los farallones frente a la costa (en griego, scopelos) y ha estado habitada desde la época griega. Es una de las principales factorías atuneras de Sicilia, edificada por la familia Sanclemente en el s. XV, pasó después a la Compañía de Jesús y luego a la familia Florio. Sobre los escollos se pueden ver dos torres defensivas, una del s. XIII, en ruinas y otra del s. XV, al igual que el edificio central, modificado luego por los jesuitas con una capillita barroca y nuevos almacenes para barcas e instalaciones para el alojamiento de los pescadores. Su actividad cesó en el año 81.
A la entrada encontramos un puesto ambulante de comida, donde compramos un par de panini y refrescos para comer en la tonnara. Hoy en día sigue siendo de propiedad particular, por lo que cobran 3 euros por pasar (con derecho a baño) y un gorila vigila que todo vaya sin problemas dada la masificación; no hay arena, sólo una plataforma y el patio de las propias instalaciones donde poner la toalla, aunque hay algunas hamacas de pago en los mejores sitios. Menos mal que no íbamos a bañarnos, porque no había sitio donde poner la toalla; nos dio un poco de pena, pero pronto debíamos subir al avión y no era plan de mojarse, cambiarse de ropa...Comemos nuestros bocatas disfrutando del espectáculo: los farallones preciosos, las antiguas torres, las aguas transparentes, que son como una auténtica piscina, ya que no hay oleaje; las aguas no son profundas y la gente se debía meter al agua desde las propias rocas o una pequeña plataforma. Por lo visto no se pueden hacer fotos, pero eso lo supimos luego; nosotros hicimos y el gorila no nos dijo nada. Maldecimos el no poder bañarnos en un lugar tan especial, pero ya es hora de regresar al aeropuerto.
Echamos gasolina y devolvemos el coche en el aeropuerto; en la primera etapa del diario ya contamos las vicisitudes. Ya casi embarcando nos repetimos que no queremos irnos de Sicilia, ha sido un viaje maravilloso y hemos quedado encantados, lo recomendaremos, sin dudarlo, a todo el que nos pregunte. El mantra con el que llegamos a la isla se sigue repitiendo: QUANTO È BELLA LA SICILIA! Queremos volver.
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