22-6-08, domingo
Vamos a la playa. El día amanece brumoso. Desayunamos y vamos a recoger el coche. Fernando nos ofrece puros, unos Cohibas siglo V, muy muy baratos. Los compramos. Playa Ancón está a diez kilómetros y llegamos por una carreterilla que bordea la costa. Recogemos al animador del hotel al que vamos y a una parejita que se achucha. Vamos a un todo incluido. Llegamos a eso de las 11 y no tenemos habitación hasta las 14, pero nos guardan las maletas, alquilamos unas toallas y nos dedicamos a pedir cerveza y mojitos con la sensación de que son gratis. Bebemos, bebemos, bebemos y no nos emborrachamos ni un poco. Yo le digo a Enrique que nos dan agüita de colores. Estoy en la piscina casi las tres horas que dura la espera. Soy feliz chapoteando en el agua templada: saco los pies por el bordillo, pego el culo a la pared y me quedo así, quietecita y flotando. Enrique en seguida se sale a leer. Yo, después del calor que hemos pasado, no quiero volver a salir nunca del agua. Hacemos tiempo para que nos den la habitación y para ver el España-Italia que empieza a las 14:45 hora cubana. El partido es peor que malo. Es horrible. Bebemos mojitos sin parar y los comentaristas mejicanos nos ponen la cabeza como un piano. Viendo el partido estamos nosotros, cuatro empleados del hotel que no participan en la porra, uno que se ha jugado su pasta a que gana Italia y que no está para bromas cuando pierde, dos ingleses y un canadiense. Veo un mosquito que mide más de centímetro y medio. Me pica en el brazo dos veces. Sin rascarme ni una vez me sale una urticaria de cuatro centímetros de diámetro. Sudo mojito y cuando me quito el vestido por la noche huele a hierbabuena. España gana y nos bajamos a la playa. Aguantamos muy poco. El agua está calentísima y no hay nada parecido a una ola. La arena muy blanca. Nosotros, a fuerza de beber sin pagar las copas, un poco aturdidos. Volvemos al hotel (medio minuto andando). Enrique se mete al jacuzzi y yo a la piscina. Se sale y yo me quedo. Me encantan las piscinas. El resto de huéspedes son fundamentalmente cubanos. El hotel es una especie de reproducción de la ciudad de Trinidad, hay una torre a la que se puede subir y llega justo hasta donde empieza la playa. Cuando después de ducharnos salimos a cenar me doy un susto de muerte con unos cangrejos que están en la puerta de nuestra habitación. Le pido a Enrique que me lleve a borriquito. Se ríe de mí. Hablo con Pedro por teléfono y jugamos al ping-pong. La comida del hotel es con diferencia la peor de todo el viaje. Como unas hamburguesas por comer algo. Al salir, hay mercadillo en la puerta del restaurante. Compramos unas láminas preciosas. Tristes como el pintor que nos las firma. Azules y moradas. Después hay cutre animación nocturna. Los animadores necesitan parejas voluntarias para putearlas. Yo saldría (no me conoce nadie y el aturdimiento me dura), pero Enrique no quiere. El premio son dos bonos de masajes y un par de botellas de vino. Hubiéramos ganado: cantar con la boca llena y bailar ridículamente son cosas que se nos dan bien.
Vamos a la playa. El día amanece brumoso. Desayunamos y vamos a recoger el coche. Fernando nos ofrece puros, unos Cohibas siglo V, muy muy baratos. Los compramos. Playa Ancón está a diez kilómetros y llegamos por una carreterilla que bordea la costa. Recogemos al animador del hotel al que vamos y a una parejita que se achucha. Vamos a un todo incluido. Llegamos a eso de las 11 y no tenemos habitación hasta las 14, pero nos guardan las maletas, alquilamos unas toallas y nos dedicamos a pedir cerveza y mojitos con la sensación de que son gratis. Bebemos, bebemos, bebemos y no nos emborrachamos ni un poco. Yo le digo a Enrique que nos dan agüita de colores. Estoy en la piscina casi las tres horas que dura la espera. Soy feliz chapoteando en el agua templada: saco los pies por el bordillo, pego el culo a la pared y me quedo así, quietecita y flotando. Enrique en seguida se sale a leer. Yo, después del calor que hemos pasado, no quiero volver a salir nunca del agua. Hacemos tiempo para que nos den la habitación y para ver el España-Italia que empieza a las 14:45 hora cubana. El partido es peor que malo. Es horrible. Bebemos mojitos sin parar y los comentaristas mejicanos nos ponen la cabeza como un piano. Viendo el partido estamos nosotros, cuatro empleados del hotel que no participan en la porra, uno que se ha jugado su pasta a que gana Italia y que no está para bromas cuando pierde, dos ingleses y un canadiense. Veo un mosquito que mide más de centímetro y medio. Me pica en el brazo dos veces. Sin rascarme ni una vez me sale una urticaria de cuatro centímetros de diámetro. Sudo mojito y cuando me quito el vestido por la noche huele a hierbabuena. España gana y nos bajamos a la playa. Aguantamos muy poco. El agua está calentísima y no hay nada parecido a una ola. La arena muy blanca. Nosotros, a fuerza de beber sin pagar las copas, un poco aturdidos. Volvemos al hotel (medio minuto andando). Enrique se mete al jacuzzi y yo a la piscina. Se sale y yo me quedo. Me encantan las piscinas. El resto de huéspedes son fundamentalmente cubanos. El hotel es una especie de reproducción de la ciudad de Trinidad, hay una torre a la que se puede subir y llega justo hasta donde empieza la playa. Cuando después de ducharnos salimos a cenar me doy un susto de muerte con unos cangrejos que están en la puerta de nuestra habitación. Le pido a Enrique que me lleve a borriquito. Se ríe de mí. Hablo con Pedro por teléfono y jugamos al ping-pong. La comida del hotel es con diferencia la peor de todo el viaje. Como unas hamburguesas por comer algo. Al salir, hay mercadillo en la puerta del restaurante. Compramos unas láminas preciosas. Tristes como el pintor que nos las firma. Azules y moradas. Después hay cutre animación nocturna. Los animadores necesitan parejas voluntarias para putearlas. Yo saldría (no me conoce nadie y el aturdimiento me dura), pero Enrique no quiere. El premio son dos bonos de masajes y un par de botellas de vino. Hubiéramos ganado: cantar con la boca llena y bailar ridículamente son cosas que se nos dan bien.