Amanecemos en un lugar extraño. Abrimos bien los ojos, miramos a nuestro alrededor y sólo entonces, recordamos: estamos en un avión rumbo a Tailandia, rodeados de un montón de gente tapada con mantas moradas, cortesía de Thai Airways.
Por suerte los horarios del vuelo son muy buenos: llegaríamos a Bangkok al amanecer, lo que nos ha permitido dormir durante todo el viaje. Y es que, en previsión, tratamos de llevar el horario tailandés instaurado desde España. El viaje por carretera hasta el aeropuerto de Barajas se había convertido en una odisea por mantenernos despiertos. Yo ya había desistido. Armando conducía, sin parar, hasta que hubo que echar gasolina y, como íbamos bien de tiempo, decidimos parar a descansar un ratito, lo justo para no ponernos en riesgo. Una vez en Barajas no nos costó mucho encontrar la terminal, facturamos rápido y tras un tentempié para hacer tiempo, embarcamos.
Ahora llevamos 11 horas de vuelo y todo eso nos parece lejano, casi ajeno. Ya vamos a aterrizar, así que nos abrochamos los cinturones todo lo fuerte que podemos, esperando que comience nuestra aventura tailandesa.
La comida a bordo del avión
Una vez recogidas las maletas esperamos a que vengan a buscarnos para llevarnos al hotel. El viaje en autobús se nos hace interminable. La guía es muy simpática, pero no para de explicarnos cosas y enseñarnos palabras en thai, mientras que nosotros sólo queremos mirar por la ventanilla del autobús y empaparnos de todo lo que vemos. A pesar de haber dormido la mayor parte del tiempo estamos demasiado cansados y emocionados como para recibir tanta información.
Llegando a Bangkok
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Tras el trayecto desde el aeropuerto llegamos a nuestro destino. La entrada al hotel es impresionante, muy lujosa. El personal va vestido con prendas brillantes, nos reciben con el saludo típico tailandés: las manos juntas, palma con palma, a la altura de la cara y una ligera inclinación de cabeza: Sawasdee khaa o Sawasdee krap en función de si es una mujer o un hombre quien se dirige a ti.
Mientras esperamos desesperadamente que nos den la habitación para poder dejar las cosas y ducharnos, nos explican el funcionamiento de las excursiones. Nosotros decidimos no apuntarnos a ninguna, ya lo haríamos por nuestra cuenta. Sí que contratamos un masaje tailandés, pues vienen a la misma habitación a dárnoslo y parecen de fiar. Una vez finalizadas las explicaciones, vamos al lobby lounge a tomar unos refrescos, pues estamos sedientos.
La siempre original presentación tailandesa:
Así, a las 12 del mediodía, conseguimos entrar en la habitación. Nos damos una ducha y nos disponemos a conocer las calles de Bangkok. El primer recuerdo que guardo es el olor a cilantro. Después se me agolpan una mezcla de olores de coches, gente, especias y leche de coco. El tráfico es caótico, no sabemos por donde cruzar la calle y nos resulta muy difícil orientarnos por cómo están dispuestos los carteles de las calles. Las aceras están copadas de gente pasando, gente sentada, gente vendiendo comida en puestos callejeros… no hay por donde caminar. Y a nuestro lado pasan coches y motos a toda velocidad. El primer impacto es grande y eso que vamos bien informados, pero creímos ser capaces de manejar mejor la situación. Por miedo a perdernos y no saber llegar a tiempo para el masaje comemos en el primer centro comercial que vemos, en un McDonalds, que nos parece lo más seguro para empezar.
De vuelta al hotel esperamos que lleguen las masajistas. Como el ascensor funciona con una tarjeta especial, Armando tiene que bajar a buscarlas mientras yo espero en la habitación. Cuando llegan nos cubren con toallas. Comienzan a sacar cremas de sus maletines, para posteriormente esparcirlas por nuestro cuerpo. La sensación de frío al contacto con la piel es de agradecer, dado el calor que habíamos pasado en la calle. Nos empiezan a dar vueltas, ahora boca arriba, ahora boca abajo, a estirar extremidades, el crujido de nuestros huesos resulta dolorosamente placentero. Tanto que nos quedamos dormidos. Cada vez que necesitan que cambiemos de postura nos despiertan entre susurros. Al cabo de dos horas terminan el masaje, y medio dormidos les pagamos y acompañamos de nuevo al lobby. Aprovechamos para dormir un poco, pues hemos contratado una cena crucero por el río Chao Phraya y pronto vendrán a recogernos. Al despertar, nos duchamos y bajamos a esperar al lobby, aprovechando la consumición que nos habían regalado al llegar al hotel.
Nos llevan al muelle en una furgoneta con aire acondicionado. Allí esperamos a que llegue el barco mientras hacemos fotos a los lujosos hoteles a orillas del río, elegantemente iluminados.
La cena es a bordo de una barcaza de arroz tradicional, decorada en madera de teca. Cada mesa tiene escrita el nombre de los comensales y está decorada con coloridos manteles y flores perfumadas. Según nos sentamos nos hacen entrega de un libro, estilo carta de restaurante, escrito en español, donde se detalla claramente todo lo que podremos ver a lo largo del crucero, tanto en una orilla como en la otra. La cena está amenizada por música tradicional tailandesa y acompañada por una bailarina que, ataviada con el traje típico, danza al compás de las agudas notas.
Si bien la calidad de la comida no es de lo mejor del viaje, ver los principales templos iluminados desde el río es una experiencia increíble.
Wat Arun iluminado
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Terminado el crucero nos llevan de vuelta en la furgoneta. Como estamos descansados y el hotel está muy cerca del mercado nocturno de Patpong, decidimos salir a visitarlo. Ya más acostumbrados a la ciudad, disfrutamos del ambiente: muchísima gente, luces de neón, tráfico imparable… paseamos hasta que estamos tan cansados que nos vamos a dormir.
Las vistas desde nuestra habitación