Desayunamos en el hotel el consabido café negro con tostadas y wafles y volvimos a conducir hacia la Natchez Trail.
Solo paramos a descansar un rato en las tumbas de unos soldados confederados desconocidos, en algunos puntos panorámicos, en los Pharr Mounds y en el Meriwether Lewis Site (tumba de uno de los primeros exploradores del camino), y pasamos por el Birdsong Hollow and Highway 96 Double-Arched Bridge.
Un gran portón tipo tranquera nos indicó el final de la hermosísima ruta que tantos días nos había acompañado. Parecíamos extrañarla cuando a los pocos metros de abandonarla nos topamos con el cartel de clásico diseño americano de los cincuenta: The Loveless Café en las afueras de la ciudad de Nashville.
El Loveless Café nos sorprendió. No solo comimos una maravillosa barbecue (el motoquero que estaba en la mesa de al lado, llamó al asador y lo felicitó porque, según él, esa era la mejor BBQ que había probado en su vida) y la acompañamos con los famosos tomates verdes fritos, sino que el lugar está tan bien ambientado que invita a quedarse. Los biscuits son un capítulo aparte y los hay frescos y calentitos en cualquier momento del día. El gift shop ofrece numerosos libros de recetas con las explicaciones sobre la magia de su cocina, pero aclaran que la receta “secreta” de los biscuits no se encuentra allí (la buscamos luego por internet, e intenté reproducirla en casa con los ingredientes a la sudamericana pero, aunque estaban ricos, no salieron igual). Además ofrecen muchísimos objetos de decoración, sobre todo para cocinas.
Nos tomamos fotos sentados en las clásicas mecedoras, y con la Harley Davidson de nuestro vecino. Compramos un juego de los vasitos de plástico rojo que, dicen, son “las copas de los red necks”.
Muy satisfechos de tan exquisito almuerzo, pusimos rumbo hacia Brentwood, una ciudad satélite de Nashville en la cual teníamos reservado el hotel Baymont Inn (U$ 85).
Dejamos nuestro equipaje y fuimos a pasar la tarde al centro de la ciudad. Nashville es una ciudad fabulosa, con una personalidad muy marcada. Los antiguos edificios de ladrillo contrastan con algunos rascacielos de cristal. Las calles están llenas de tiendas, bares y negocios que llaman a detenerse y entrar. Pero lo más notorio es la omnipresencia de la música: hay millones de escuelas, salas de grabación, de ensayo y constantemente se ven músicos callejeros y personas con estuches de instrumentos. Inmediatamente nos dimos cuenta de que todavía el viaje nos reservaba una importante sorpresa y que Nashville se transformaría en uno de nuestros destinos favoritos.
Pasamos por Third Man Records, la tienda y estudio de grabación de Jack White. Allí compramos más vinilos y estuvimos charlando con las amables vendedoras que nos señalaron en una guía de los eventos musicales de la ciudad aquellos que a su criterio no nos debíamos perder.
Recorrimos la alocada calle Broadway, me probé setecientos pares de botas en un local que ofrecía tres pares por el precio de uno (y no me quedó ninguno). También entramos en muchas tiendas que ofrecían sombreros (Stetson es la marca más tradicional). También se puede comprar ropa country, las características camisas a cuadros con importantes bordados y los chalecos con flecos; y hasta hay un local de ropa pin-up. En nuestra recorrida fuimos entrando en algunos locales de la Honky Tonk Highway, es decir, de la parte baja de la avenida Broadway, que ofrece espectáculos musicales a cualquier hora del día, con entrada gratuita o con una consumición: los más animados eran Tootsie’s Orchid Lounge y Honky Tonk Central.
Aunque estábamos agotados y vestidos de forma inapropiada (demasiado informales y con ojotas en lugar de botas), habíamos decidido asistir a las Noches de Bluegrass que ofrecía el Ryman Auditorium, “la catedral del Country”, tal como nos lo habían recomendado las vendedoras de Third Man Records.
Pagamos nuestros tickets de U$ 40 cada uno e hicimos la fila, mientras escuchábamos a una banda country de alumnos de una de las muchas escuelas de música de la ciudad.
Por dentro el lugar es bellísimo y parece efectivamente una iglesia, con sus bancos y grandes vitreaux.
Ese día se presentaba en primer lugar Jesse McReynolds, miembro del legendario dúo Jim&Jesse y una leyenda viva en la mandolina (con decirles que grabó The Runnin Blue con The Doors y numerosas colaboraciones con Greatful Dead).
A sus 85 años, su presentación nos dejó pasmados y aplaudiendo de pie con toda la concurrencia. La última canción de su set fue “Black Muddy River”, pero ante la ovación nos regaló como bis “El cumbanchero”, en un ritmo frenético.
Luego se presentaron los Earls of Leicester, pero no nos gustó tanto y después de un par de temas, el cansancio empezó a vencernos y decidimos irnos.
A la salida, nos acercamos a la mesa en la que se vendían los CD de los artistas que estaban tocando. Buscábamos el disco que contuviera "Black Muddy River” (un homenaje a los Greatful Dead de Jesse Mc Reynolds). El muchacho que atendía nos dijo que lamentablemente ese disco se le había agotado, nos preguntó de dónde éramos y se asombró cuando se lo dijimos. Mi marido, efusivo, le dijo lo mucho que nos había gustado la actuación y que pensaba que ver a Mc Reynolds era como ver a una gran estrella de rock. Ese comentario le encantó, e inmediatamente nos respondió: “Esperen un minuto que el señor McReynolds está cenando, cuando se acerque lo pueden saludar y decírselo en persona”. Así fue, el muchacho trajo del brazo al señor McReynolds y con sus manos temblorosas para escribir (pero no para puntear la mandolina) nos firmó nuestros CD y se sacó esta foto con nosotros.
Nos fuimos al hotel, contentos con nuestro primer berretín con el bluegrass.