Día 10: Vannes, Rochefort-en-Terre y Josselin ✏️ Diarios de Viajes de Francia

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Vannes

Hoy es día de mercado en Vannes. Eso nos han dicho las personas de la casa en la que nos alojamos. Teníamos pensado ir a Rochefort-en-Terre por la mañana pero pensamos que también puede estar bien ver el mercado, así que cambiamos el orden de visitas del día y salimos dando un paseo hacia el centro de la ciudad.

Vannes es la antigua capital de Bretaña, así que no vamos a poder evitar compararla, de alguna manera, con Rennes. La zona en la que estamos alojados no es demasiado bonita pero es muy tranquila, y todo sigue igual hasta que llegamos al centro. No hay apenas transición entre lo nuevo y lo viejo, sinó un salto abrupto del hormigón al entramado de madera, y del asfalto al adoquín, al menos, en la zona por la que entramos al centro, por la rue de la Fontaine.


Encontramos las primeras casa de entramado de madera de colores y la iglesia de Saint-Patern. A pocos pasos de allí, está la Puerta de la Prisión, que atravesamos para descubrir el corazón de la ciudad. A partir de aquí, pasa lo mismo que en cualquier casco histórico de Bretaña: da igual la calle que se elija porque todas son bonitas, y, al final, todas nos van a conducir a los lugares de mayor importancia de la ciudad.
Encontramos el mercado. Damos una vuelta pero no es, ni de lejos, tan interesante como el de Dinan, ni hay tanto ambiente. Así que paramos a desayunar en una terraza que hay en un rincón con sombra, en una boulangerie que se llama La Huche à Pain. Dos pastas, un café con leche y un zumo de frutas por 7,5€


En Vannes, solo tengo un punto de referencia marcado, que es la escultura de Vannes et sa femme. Vamos en su búsqueda, y aparece a los pocos minutos. Es una talla que forma parte de la fachada de un edificio antiguo de entramado de madera, en una esquina de la rue des Halles, en la que están representados un artesano que vivía allí y su mujer, que parecen burlarse de los turistas que paramos allí para hacer la foto de rigor.
Llegamos a la plaza Henry IV, para mí de las más bonitas de la ciudad porque todas las casas están pintadas de colores diferentes, y porque desde allí, se consiguen perspectivas muy chulas de la torre de la catedral de Saint-Pierre.


La catedral está atrapada entre las calles que la rodean, sin una gran plaza desde la que admirar sus proporciones, lo que hace que, al entrar, sus columnas y sus espacios nos parezcan descomunales. En el interior, parece que hay voluntarios que se ofrecen para explicar lo que queramos saber sobre la catedral. Me intereso por la torre redonda que hay a la izquierda y me explican algunos detalles sobre su construcción. También, hay un mapa con la planta de la catedral en el que se indican los periodos en los que se edificó cada parte del conjunto. De momento, la situamos a la cabeza en el ranking de las catedrales góticas de Bretaña.

Como no sabemos hacia dónde ir, decidimos seguir a todo el mundo y acabamos en el puerto. Lo vemos desde lejos, sin parar mucho porque hace demasiado calor y hay muchísima gente (hace día de puerto). Así que giramos a la izquierda y nos encontramos con la muralla. Bordeamos el casco antiguo por aquí, con vistas al castillo de l’Hermine y sus preciosos jardines.


Es hora de pensar en comer. Hacemos una búsqueda rápida en internet y nos decidimos por la crepería La Taupiniêre. Queda solo una mesa libre en el interior, que es perfecto porque el restaurante parece una cueva (o más bien una topera), y es justo lo que necesitamos para huir del calor. Hay una formule, que incluye una galette, una crep dulce y sidra por 17€. Preferimos mirar la carta y escogemos otras galettes con otras crepes, con carafe d’eau, todo por 29,5€, y, otra vez, todo buenísimo.

Volvemos a nuestra habitación después de comer. Necesitamos resguardarnos del calor antes de salir hacia Rochefort-en-Terre, y esperamos un rato hasta que nos reponemos.

Rochefort-en-Terre

Llegamos preparados porque ya hemos estado en Locronan, y sabemos que es muy probable que nos encontremos con un ambiente parecido, porque Rochefort ostenta el título de “pueblo más bonito de Francia”, además de los de “villa florida”, “pequeño pueblo con carácter”, y no sabemos si alguno más. Así que nos lo vamos a tomar con buen humor.
Lo primero que hacemos al llegar es comprar un helado en una boulangerie perfectamente ubicada al inicio del recorrido. La galleta no es como la de los helados que ponen por aquí, sinó más bien como la nuestra, que a mí me gusta menos. No digo esto para empezar mal.


Efectivamente, Rochefort es precioso, lo que pasa es que está escondido detrás de una orgía de flores sin precedentes. Las hay por todas partes: donde ya las había, donde se ha podido, y donde no tienen demasiado sentido. Nos parece un poco ridículo y entrañable, pero tampoco podríamos decir que queden mal. Son muy fotogénicas y alegres.
Vemos ateliers, tiendas de souvenirs, restaurantes... Entramos a una tienda de artesanía y nos encontramos que lo que hay, más bien podrían llamarse manualidades. Hemos tenido mala suerte a la primera pero puede que tengamos mejor suerte después. Vemos otra tienda en la que se lee: atelier-entrada libre. Ni siquiera llegamos a entrar porque en el escaparate hay relojes y bisutería de bazar. Supongo que, algunos establecimientos, se han visto obligados a vender sus creaciones, o las de otros, entre muchas otras cosas sin sentido.
Entramos a la capilla de Saint Roch justo antes de que cierren. Nos llama la atención que, una de las figuras de vírgenes que la decoran, parece un ninot de las fallas. Salimos porque pensamos que estamos empezando a perder la perspectiva, o que el helado tenía algún ingrediente de más.


Seguimos paseando y nos encontramos con callecitas que parecen sacadas de un cuento, y casitas con formas que nunca más se van a volver a diseñar. La arquitectura de Rochefort es una maravilla.



Llegamos a la librería Sainte-Hortense y entramos para ojear lo que hay. No está mal, tiene unas mesas en el interior para tomar algo y está en un entorno maravilloso. Tomamos el camino de le Château, que desemboca en un prado con un mirador. Desde aquí, se ven los tejados irregulares del pueblo, y al fondo, los prados que lo rodean. Nos hubiera gustado quedarnos un rato más en esa zona y explorar los alrededores, pero hemos pagado 1,5€ en el parquing de la entrada, y solo nos da para una hora.


Pienso que, estos pueblos tan pintorescos, acaban sucumbiendo a las necesidades del turismo, y a las de sus propios habitantes, que encuentran en la afluencia masiva de visitantes una forma de ganarse la vida. Me molesta no encontrar un bar normal, o un supermercado, una farmacia o, incluso, un estanco. Todo está centrado en la belleza de lo superficial y de lo aparente, y creo que eso le hace perder todo su significado. Estoy segura de que Rochefort-en-Terre era tan bonito hace 50 años como lo es ahora, sin necesidad de tanta parafernalia.

Josselin

Llegamos a Josselin un poco tarde y lo primero que nos sorprende son las dimensiones de su castillo. Lo habíamos visto en fotos pero no nos lo esperábamos así de grande. Damos una vuelta por algunas calles del centro y las encontramos animadas, con gente tomando algo en las terrazas, y bonitas, muy medievales pero sin excesos. Encontramos una calle en la que hay placas que explican la historia de los edificios más antiguos que se conservan por allí. Llegamos a la plaza del ayuntamiento. Se está celebrando algo y hay una banda que está a punto de tocar. Nos quedamos rato y empezamos a bajar hacia el río, que está tan tranquilo que parece un lago (no sé si lo es). El sol se está empezando a poner y disfrutamos del paisaje, con el castillo a un lado y los bosques al otro.
No tenemos tiempo para mucho más en Josselin, pero pensamos que volveremos para entrar al castillo y ver un poco más el pueblo.

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