La belleza de Venecia es indiscutible y apta para todas las sensibilidades. El conjunto de islas ancladas en otro tiempo constituye un lugar irrepetible en el mundo, pero también lo hacen esclavo de sí mismo.
Siempre he viajado a Venecia en invierno o en verano.
En invierno, el clima puede llegar a ser algo inhóspito, con temperaturas bastante bajas potenciadas por la humedad y días grises. La neblina y la menor afluencia de visitantes convierten a venecia en una ciudad mística y algo fantasmagórica. Los museos cierran pronto y el sol se pone antes de las 17:00h., así que es más difícil aprovechar las últimas horas de la tarde. Como contrapartida, los precios de los hoteles caen de manera significativa.
En verano los días son muy largos y soleados, y las flores y las plantas corretean por las fachadas de los edificios, pero el exceso de calor y de visitantes puede llegar a ser bastante agobiante.
En invierno, el sol sale y se pone siempre delante de la plaza de San Marco. En verano lo hace siempre por detrás. La luz suave y velada envuelve las puestas de sol invernales y la luz dura y cenital del verano es la única capaz de colarse e iluminar los canales de los callejones más escondidos.
En invierno es fácil encontrar a los venecianos con sus carritos de la compra, sus mochilas del colegio, o reunidos con sus amigos en las calles y plazas de algunos barrios del centro, y estos se esconden o escapan de la ciudad en verano, o se desintegran entre la multitud.
El invierno es artesanía y el verano son suovenirs. El invierno revitaliza a Venecia, que en verano espera dormida.
