Martes, 17 de enero de 2023
Escuché a la azafata de tierra decirle al conductor de la jardinera que acababa de acceder el último pasajero de los cuarenta y cinco que subirían a bordo para realizar el trayecto desde Barcelona a Ammán. Y siendo tan pocos, un extranjero se encaró indignado con una azafata porque no quería ponerse la mascarilla de uso obligatorio en los transportes públicos españoles hasta el día 8 de febrero de 2023. El comandante había pedido la presencia de una patrulla de la Guardia Civil. Resolviéndose antes de que aparecieran con el viraje, en el último momento, del pasajero, que acepto por temor a quedarse en tierra.
Por primera vez en mi vida me colocaron en la hilera de asientos colocados al lado de las puertas de emergencias. Solo faltaba que siendo tan pocos tocaran utilizarlas, viendo cómo se estaban desarrollando los preámbulos antes de airear nuestra aeronave. Sin embargo, ni las meigas aparecieron, aunque haya una expresión que diga que haberlas, las hay, ni aconteció nada de reseñar en el vuelo. Fue un viaje muy tranquilo y cómodo, donde tenía los tres asientos para estirarme a placer.
A la hora establecida (22:10h) aterrábamos en el flamante y nuevo Aeropuerto internacional de la Reina Alia, ubicado a 32km del sur de Ammán y 22 km de Madaba (la ciudad de los mosaicos), cuya arquitectura era un guiño a las jaimas beduinas. Su techo de cuadriculas abombadas recordaban claramente a esas carpas.
La tramitación del visado con el Jordán Pas adquirido por internet resultó un mero trámite burocrático (Jordán Explorer 104,76 euros, incluía dos días consecutivos para visitar Petra y la VISA turística, además de 40 atracciones más, entre ellas, los restos arqueológicos de Jerash).
Antes de estampar el sello en mi pasaporte cambié cien euros a perjuicio de saber que el cambio era abusivo, pero necesitaba el dinero para pagar el taxi y el hotel, pues la costumbre era pagar casi siempre por adelantado los alojamientos y los establecimientos de categorías inferiores no solían utilizar datafonos.
En la sala de llegadas estaban ubicados los brillantes y negros mostradores de las principales operadoras telefónicas del país. Justo al salir de la sala de recogida de equipajes, más arrinconados, pero visibles, las oficinas de vehículos de alquiler. Compré una tarjeta de prepago con la compañía Zain, la más recomendada en foros, por 29J para un mes, abono que realicé con mi tarjeta Visa. Menos mal, que perdí unos diez minutos en el hall de Llegadas y eso me ahorro tener que volver al aeropuerto con los nervios a flor de piel, me había dejado el pasaporte en el mostrador de Zain. El amable chico me lo acercó cuando todavía seguía feliz en los mundos de yupi sin haberme percatado de mi descuido.
Aunque había barajado la posibilidad de ir con el autobús de línea y luego coger un taxi para llegar a mi hotel, al final, por las horas que eran deseché la idea y me rasqué el bolsillo para coger un taxi a Ammán por 22, 50 J.

Los precios prefijados, a Ammán y otros destinos del país, estaban establecidos en un cartel de la oficina exterior de taxis, a unos metros estaba la caseta de la de la compañía de autobús Sariyah Shuttle que tenía varias paradas, pero ninguna en el centro, acabando su trayecto en la estación del norte, ubicado a seis kilómetros del centro (Jebel Ammán).

A medianoche accedía a las calzadas casi desocupadas de motores de combustión y aceras con pocos transeúntes del extrarradio de la capital, pocos se movían en coche en aquellas horas, ni tan siquiera el centro era una eclosión de vida a pesar que no estaba del todo adormecida. El taxista ascendió por una ladera del centro para dar más rodeo, porque le dio la gana, no hacía falta, un conato de estafa, forzando una simpatía que rayaba lo ridículo, quien acabo pidiendo 27 J por la carrera, alegando que había tenido que recorrer varios kilómetros más, no obstante, sin tráfico y con el navegador de Google Map resultó más absurdo. Poco convincente solo tuve que ponerme algo serio para que reculara como un perrito ante un león. Al final, le di una propina que no se merecía, acabe apiadándome de su precaria actuación.
El Hotel Hamourah estaba ubicado en una calle con una acusada pendiente que moría cerca del teatro romano. Su fachada se constituía por deprimentes paneles de cristales de varias medidas. Accedí a su interior, el conserje, un hombre mayor, me pidió mi pasaporte: ¡Uff! Afortunadamente no me fui sin mi documento del aeropuerto, pues me hubiera tocado hacer dos viajes más, subiendo la broma a unos 60J en taxis. La habitación sencilla y con aire acondicionado hubiera aprobado si no fuera por la ventanita del aseo que se quedaba la hoja abierta, sin poderse cerrar ni ajustar. Pagué 26,5J por dos noches.


Con las tripas removiéndose con punzadas hirientes descendí a la calle Hashemi, otrora un río, flanqueada por el lado contrario de los restos romanos y por el lado que me encontraba de bares con no muy buena reputación, según Lonely Planet, donde sacié en uno de ellos mi apetito con una pizza Shawarma que en sus ingredientes incluía algo de carne. No entendieron la palabra: “vegetable”. Por unos 5J.
Y mientras volvía al hotel miré fijamente al imponente teatro, incrustado en la ladera, que desprendía una atmosfera mágica e ilusoria con los halos de luz de las farolas iluminándolo exiguamente ante mi primer contacto visual. En tales circunstancias de ensoñación cruzo por mi lado, a paso ligero, un joven español que había viajado en el mismo avión, con su inseparable sombrero de cowboy y el móvil pegado en la oreja hablando de sus primeras impresiones en Jordania. Ya no volvieron a cruzarse nuestros caminos más.
Y me deslicé y enrollé como una serpiente entre las sabanas de mi cama para entrar en calor, la noche era fría, y aunque había climatizador nunca me gustó utilizarlo cuando duermo, quedándome dormido casi al instante, aletargado en la ciudad que se fundó entre siete colinas, como Roma; una ciudad que recuperó su esplendor olvidado por generaciones gracias a que fue la candidata triunfadora para erigirse en la capital del nuevo estado en 1946.