Miércoles, 18 de enero de 2023
Me proponía a realizar, en aquel primer amanecer frío, el circuito a pie propuesto por la guía Lonely Planet, asignándole el título en el reglón correspondiente de este capítulo: ¨Las Maravillas de Ammán”. No superaba los diez kilómetros.
La ciudadela se situaba en la loma de la colina más alta de la capital, Jebel al-Qala´a, y mi alojamiento estaba en su falda, en la vertiente al otro lado del teatro romano. Así que no tenía más remedio que enfilar la pendiente. Por la mitad, paré en el mirador con una marquesina de madera para tener una perspectiva más amplia de la estructura bilenaria, desde aquel lugar, ciertamente, lucía mucho mejor sus encantos. Desde allí, podía seguir la calle sinuosa o acortar por unas escaleras que rozaban la verticalidad, opte por la primera.
¿Frio? Si lo hacía, cuando llegué a la Ciudadela mi cuerpo ya me pedía desprenderme de alguna capa protectora. Asimismo, el día soleado presagiaba una jornada de temperaturas agradables, excelentes para pasear. Con una buena panorámica de la ciudad, sonreí con mi ocurrencia: “las fachadas necesitaban urgentemente a un dentista para sacarles el sarro”. Todas las fachadas tenían los mismos colores “enfermizos” con diferentes tonalidades, de cumplimiento obligatorio, no podían tener otros colores. Excepto, el pequeño skyline, que intentaba, con poco éxito de momento, recrear la espectacularidad y pomposidad de otras ciudades árabes con un barrio de rascacielos.

El acceso al recinto estaba incluido con el Jordán Pas. En una amalgama de civilizaciones, destacaba el templo romano dedicado a Hércules, con imponentes columnas y capiteles supervivientes al tiempo atestiguaban su pasado glorioso, y la mezquita Omeya, con sus laberínticas estancias y la cúpula que, como rezaba un cartel en su interior, fue reconstruida con la colaboración de un equipo de arqueólogos españoles. Y en un jardín, enfrente del pequeño museo, casi imperceptible, reposaba una mano empuñada y desmembrada que una vez perteneció a una inmensa estatua del dios romano.
En la pequeña explanada de la salida, del grupo de taxistas que charlaban apaciblemente se me acercaron varios para ofrecer sus servicios, nunca hostigaban, tan solo, educadamente, se ofrecían aceptando con la misma consideración la negativa como si hubiera sido una respuesta afirmativa. Eso no significaba que algunos intentaran cobrarte de más cuando requerías de ellos, ya se sabe en la viña del señor hay de todo.




La entrada del teatro la presidía una plaza rectangular, con el nombre de la dinastía árabe que reina actualmente en Jordania, en uno de sus lados, se encontraba, insignificante ante la magnificencia del primero, el pequeño teatro de Odeón con un aforo de 500 personas, aunque me pareció una exageración al verlo desde el espacio donde en una época lejana actuaban los actores, pero si varias fuentes lo corroboran debió ser cierto. ¿Quién soy yo para contradecir a expertos? Luego, entré al gran teatro, bien conservado, pero no a los niveles del de Mérida. No había mucha gente. En los laterales abovedados y espaciosos aprovecharon para construir dos pequeños museos de temática ajena a la época romana: curiosidades de la vida tradicional de los beduinos (Museo Folclórico y Museo de tradiciones populares). No lo consideré el lugar más propicio, crear un baturrillo de historia.

La foto de arriba no corresponde con el título. Es el Odeón.
Dirigí, después de visitar el teatro, mis pasos a Nymphaeum (Ninfeo) ,remontando un pequeño tramo lo que un tiempo atrás fue el lecho de un río y ahora era una avenida amplia y concurrida de vehículos en ese momento del día. Según las crónicas, la principal fuente pública de Philadelfia, el nombre con el cual se conoció en el periodo griego y romano la actual Ammán. Continuaba cerrado al público, aun así, se podía tener una buenísima perspectiva de los restos de la fontana.
Aledaño a esos restos arqueológicos se encontraba el zoco de verduras y frutas, donde me sumergí entre comerciantes y el bullicio que generaban los potenciales consumidores, entre callejuelas estrechas y otras más amplias, sucesivamente, entré al del pescado y, más adelante, a otra sección u otro gremio... No tenía el glamur de otros zocos musulmanes, pero tampoco te atosigaban los vendedores. Eran calles ordinarias sin techos abovedados ni arcos ojivales ni tan siquiera techadas.
Más tarde, en los alrededores, me encontré con la fachada polvorienta de la mezquita Al-Hussein, deslucida por las reformas que se estaban realizando en su patio central y la runa, maquinaria y vallas de la obra en su plazoleta exterior. Me atreví a mirar por una puerta lateral que quedaba libre de todo aquel material de construcción y un musulmán me invito a acceder. Al final del pasillo protegido por plásticos de protección estaba la sala de rezo, que tampoco se libraba de la suciedad y el ruido. Obviamente, no me lleve una buena impresión, porque estuve en el momento menos justo para realizar una visita.
Más adelante, me encontré con un cajero de Arab Bank, pensando en lo que había leído en un foro que no cobraban comisión con la tarjeta de prepago BNEXT, me llevé una sorpresa cuando me advertía que, si quería retirar 300J me cobrarían 4J de comisión. Con resignación, saqué el dinero. Según otros, el Bank Kuwait no cobraba, pero ya no llegué a probarlo, ya no volví a sacar dinero de un cajero, con los euros que llevaba en efectivo y algún pago con tarjeta me acabé apañando.
A pesar de que al mediodía el termómetro registraba 15º el sol tenía un empuje mayor que en España, nadie diría que la temperatura era tan baja, la sensación era de 10º más. Solo en las umbrosas áreas volvía a recobrar el equilibrio la temperatura real con la percepción personal. Y entre esas sensaciones térmicas me movía por las calles de la capital buscando un establecimiento para comer.
El reloj marcaba las cuatro de la tarde cuando entré al restaurante Hashem, ubicado en una de las calles con más comercios y concurridas del centro, King Faisal, y que era celebre entre los locales y los turistas, y mucha culpa de la fama entre la comunidad extranjera la debía tener la recomendación de Lonely Planet. Comí el humus con delectación; si no era el más rico, uno de lo más deliciosos que he probado en mi vida, acompañado de falafel, una ensalada árabe y un té. No llego a los 2J. Como todas las mesas estaban ocupadas me sentaron con un simpático jordano, en su misma mesa. Y, en un momento dado, vimos a un fotógrafo de un periódico local haciendo fotos para un reportaje del establecimiento. no se lo ocurrió otra al dicharachero compañero de mesa que azuzarlo para que me hiciera una foto, con la poca gracia que me hace a mí que me hagan una foto, poco agraciado y nada fotogénico, pero como buen convidado tuve que luchar contra mis propias debilidades y sentirme halagado y agradecido, así que pose con la mejor sonrisa posible.
Las últimas horas en Ammán, después de visitar sus maravillas, su comida y una siesta, las dediqué a disfrutar de la genuina atmosfera que se respiraba, bulliciosa, pero con rostros sosegados. En una de las paradas que hice, en una moderna cafetería, Astrolabe, me cobraron por un café 2,75J. Estaba claro que Jordania era un país de dos velocidades, donde podías encontrar precios superiores a España, pero también, si te movías por los locales de la clase media/baja del país mucho más barato. En algunos sitios me tome tés o cafés, por ejemplo, por 0,25 o 0,50 J.
Y ya, en la oscura noche, con una bóveda celeste sin brillo, me fui a descansar. Dispuesto a cambiar de escenario, de localidad, antes del amanecer.