Después de comer, nos dirigimos a Taormina, ciudad de unos 11.000 habitantes situada en las faldas del Monte Tauro, a 200 metros de altitud sobre el nivel del mar. Allí pasamos toda la tarde, completando nuestra segunda jornada en Sicilia. El viaje nos deparó unas bonitas panorámicas, aunque la costa está repleta de edificaciones, lo que le resta un poco de encanto. Nada nuevo bajo el sol mediterráneo.

No había visita guiada (tampoco resulta necesaria), así que paseamos por Taormina a nuestro aire. El autobús nos dejó en la Puerta Mesina, el acceso norte de la antigua ciudad amurallada que conduce en un par de minutos hasta Corso Umberto I, la calle principal que recorre longitudinalmente todo el casco histórico y en torno a la cual se encuentran los lugares más importantes para visitar. Para ayudarme un poco, hice una fotografía a un plano turístico que vi en un panel informativo.




Mi primera decisión fue dejar para más tarde el Teatro Antico, debido a la gran cantidad de gente que hacía cola en la entrada. Si me quedaba a esperar, no vería nada más. No es que el resto estuviese menos concurrido, ya que era una auténtica multitud la que abarrotaba el Corso Umberto I y sus alrededores, pero al menos me podría mover. En fin, tampoco se trataba de quejarme, pues todos colaboramos a la masificación de las zonas turísticas, así que intenté evadirme y disfrutar de lo que iba descubriendo, haciendo algunas fotos de lo que más me llamaba la atención, aunque la luz no era muy apropiada para lucirse.

Bueno, sí, lo confieso: en algunas he recortado la multitud de cabezas que aparecían en la parte baja. No vamos a estropear el recuerdo, pero… que nadie se llame a engaño.

Llegué a la Piazza de Santa Caterina, donde se encuentra el Palazo Corvaja, del siglo X, que conserva su torre árabe y su balcón medieval del siglo XIII, aunque se reformó después. Al lado, la Iglesia de Santa Catalina de Alejandría, barroca, con un portal de mármol rosa. El interior se puede visitar libremente. Justo detrás, están los restos del Odeón, un pequeño teatro romano.


Seguí adelante, abriéndome paso entre la gente que iba y venía casi en procesión por una calle estrecha, flanqueada por casas con fachadas de colores pastel, algunas muy adornadas al haberse convertido en establecimientos turísticos. Para los aficionados a las compras, había una gran cantidad de tiendecitas de artesanía, sobre todo de cerámicas típicas locales. Supongo que no serán baratas, pero tampoco puedo asegurarlo porque en estos viajes compro poco y no me suelo parar a curiosear.

El casco histórico se ubica en la parte central del pueblo, que se asienta escalonado en una colina: en la dirección que yo iba, las calles de la izquierda bajaban vertiginosamente hacia el mar, mientras que las de la derecha subían a la zona del castillo a través de cuestas y escaleras casi imposibles, en las que apenas se veía a nadie, pero que deparaban bonitas vistas. Era la ocasión propicia para hacer algunas fotos resultonas.


Después, alcancé la Piazza IX de Abril, presidida por la Chiessa de San Giuseppe, del siglo XVIII, con su escalinata y su bello interior barroco al que merece la pena echar un vistazo (acceso gratuito) antes asomarse al lugar que buscan todas las miradas: el enorme mirador (Belvedere) panorámico sobre la costa, aunque no es el mejor, en mi opinión.




Otros edificios destacados de esta plaza son la antigua Iglesia de Sant Agostino, expropiada y convertida en Biblioteca, y la Torre del Reloj, del siglo XII, con un arco abierto en su parte inferior, razón por la que también se la conoce como Porta di Mezzo (Puerta de en medio).


Pasado el arco, seguí por un Corso Umberto más angosto y abarrotado si cabe, pero me seguía funcionando el truquillo de asomarme a las callejuelas que repelían a los turistas con sus tremendas escaleras, regalándome un blanco perfecto para fotos sin gente.

Unos metros más adelante, llegué a la Piazza del Duomo, en cuyo centro aparece la Fuente más emblemática de Taormina. Data de 1635 y recibe el nombre de Cuatro Fuentes. Consta de un cuerpo central, coronado por una centaura con una corona en la cabeza, y rodeado por cuatro columnas pequeñas, cada una de las cuales sostiene a un caballito de mar que vierte agua sobre un balde de piedra. La fuente es realmente bonita y me pareció lamentable el espectáculo que ofrecían decenas de personas utilizando sus escalones como mesas improvisadas para consumir todo tipo de comida y bebida. Y no es que critique que la gente coma en la calle un bocata en un momento dado, sino que lo hagan ocupando un monumento cuando a unos metros había parques con bancos vacíos y, sobre todo, su comportamiento guarro, dejándolo todo perdido de grasa y desperdicios. Luego nos quejaremos de que haya turismofobia…

A un lado de la plaza está el Ayuntamiento, un edificio muy bonito de color rojo y apariencia medieval, aunque el más importante es la Catedral (Basílica Menor) de San Nicolás de Bari, casi con más aspecto de fortaleza que de iglesia, sobre todo por los laterales. Data del siglo XIII, fue reconstruida en el XV y XVI y reformada en el XVIII, confiriéndole una mezcla de elementos románicos, góticos, renacentistas y barrocos.


Los techos de madera están muy bien trabajados. El interior alberga importantes obras de arte y objetos, como un crucifijo de madera del siglo XV. El Altar principal es barroco, del siglo XVII, al igual que las capillas laterales, con retablos y elaborados frescos. Merece la pena ver el templo por dentro.


Continué caminando hasta llegar a la Puerta Catania, que data de 1440 y daba acceso por el sur a la antigua ciudad medieval. Saliendo, a la izquierda, está el Palazzo dei Duchi di Santo Stéfano, del siglo XIII, destacado ejemplo de la arquitectura normanda y que se ha convertido en un Centro de Arte. Si no se desea entrar, al menos merece la pena dar una vuelta para ver los exteriores: las ventanas son preciosas.



Muy cerca está la Iglesia de San Antonio Abad, cuyo origen se remonta al año 1300. Un poco más adelante, llegué hasta el Giardini Naxos, que cuenta con una terraza panorámica muy amplia. Aunque las vistas son buenas, no me terminaron de convencer y en la parte inferior de las fotos salen carreteras y coches que afean el conjunto. La estampa quedaba mejor enfocando tierra adentro.



Ahí termina el recorrido longitudinal por la parte histórica de Taormina, así que volví sobre mis pasos. Mientras retrocedía en dirección a la Puerta Messina, aproveché para surcar algunas de las callejuelas que subían hacia el castillo, aunque no llegué a alcanzarlo, pues me quedé junto al Palazzo Vechio. Parece mentira lo que puede cambiar un lugar en cuestión de veinte metros arriba o abajo: apenas había un alma por allí.

Teatro Antico.
No me apetecía irme de Taormina sin visitar su monumento estrella, el Teatro Griego o greco-romano. Todavía había cola para entrar, pero no tanta como cuando pasé por allí la primera vez. Quienes iban ya con la entrada se la saltaban. El vigilante me comentó que me daría tiempo antes del cierre y decidí esperar. Fueron unos quince minutos. Disponía una hora larga para visitar el Teatro antes de que lo desalojaran para comenzar la obra (teatral, creo) que se estaba representando por esas fechas. Tuve tiempo de sobra y eso que me moví por todas partes y me asomé a todos los rincones (bueno, casi).



Erigido en la época helenística, se reconstruyó completamente durante la dominación romana. Con 109 metros de diámetro, tenía capacidad para unos cinco mil espectadores y se utilizó entre otros eventos para la lucha de gladiadores. Aún se conservan detrás del escenario algunas de las columnas corintias originales. Es una zona interesante, aunque los decorados de la obra estorbaban un poco.


La fama actual de este teatro viene sobre todo por las vistas maravillosas del entorno, con el Etna de fondo, a menudo nevado o lanzando fumarolas. En fin, las típicas estampas de Instagram que no siempre se pueden contemplar tal cual. Y ese tampoco fue el momento, pues la cima del volcán estaba oculta tras la espesa capa de nubes que nos había fastidiado la excursión de la mañana. De todas formas, las vistas eran bonitas.

Sin embargo, casi me gustaron más las panorámicas que se contemplan hacia el norte desde la parte alta del teatro y que curiosamente casi nunca aparecen como reclamo publicitario de Taormina: Isola Bella, sus playas, las casas encajonadas en una montaña de variados tonos ocres y la costa recortándose en dirección a Mesina. Tal vez influía la luz, mejor para ese lado.




De todas formas, aunque quizás a muchos no les compense, personalmente no me arrepentí de haber pagado la entrada, que no fue barata, por cierto (14 euros, creo recordar).

Antes de irnos, habiendo pasado ya la Puerta Mesina, aproveché los minutos que faltaban hasta que nos recogiera el bus para asomarme a la Iglesia de San Pancracio, cuyo interior me sorprendió. Y es que en Sicilia hay que mirar en todas partes por si acaso. Muy cerca se pueden ver también los restos de unas termas romanas.


