Tras la Fontana del Amenano, aparece otro imprescindible: la Peschería o Mercado de Pescado, una lonja con puestos no solo de pescado sino también de frutas y verduras. Se puede pasar entre los tenderetes u observar el ambiente desde la parte alta de una de las calles, donde hay terrazas y restaurantes que presumen de ofrecer menús de pescado fresco.


Seguí un rato hacia el puerto, alejándome del casco histórico, pero no me gustó lo que vi. Al volver sobre mis pasos, empecé a caminar bajo un enjambre de paraguas de colores que, a modo de inmenso toldo, cubren varias calles y plazas para proteger a los paseantes del tórrido sol veraniego. Ese día, aunque la temperatura no era demasiado alta, también se notaba el calor. Por cierto que, mirando bien, se puede encontrar alguna que otra sorpresa



Anduve sin rumbo, metiéndome por callejuelas estrechas, donde se alternaban casas de muros agrietados, cubiertos de grafitis –algunos de dudoso gusto y otros con impronta de arte urbano- junto a palacetes de balcones imponentes, con frisos y esculturas, cuyas caras rotas parecían quejarse de su mal estado al enfocarlas con mi cámara. A cada paso, una iglesia, una terracita, un bareto, gente yendo y viniendo, artísticas rejas rotas, escombros, papeles y botes desperdigados por el suelo… En fin, un contraste siciliano en pleno centro monumental de la segunda ciudad de la mayor isla del Mediterráneo que no se puede obviar.




La Vía Giuseppe Garibaldi me condujo hasta la Piazza Mazzini, con casas porticadas en las esquinas, cuyo origen se remonta al siglo XVIII. Más adelante, en la Vía Vittorio Emanuele II, increíblemente escondido entre los edificios -el acceso está en el portal de una de ellas-, está el Teatro Romano Antico, construido en tiempos de Augusto junto a la acrópolis de la que fue colonia griega y que podía albergar a 7.000 espectadores. La entrada para ver el conjunto comprende también los restos del Odeón. No puedo poner fotos porque las de ambos monumentos y otras más se me borraron a causa de un problema que tuve con la tarjeta de memoria de la cámara y que no advertí hasta pasado un buen rato. En las calles de los alrededores, casas con bonitas fachada en diverso estado de conservación.



Castillo Ursino.
Su nombre significa “castillo del oso”. Fue construido en torno a 1239 por el rey Federico II de Suabia -a quien está dedicada la plaza donde se ubica-, que lo utilizó como una de sus varias residencias en la isla. Actuó también como sede del Parlamento durante las llamadas “Vísperas Sicilianas” de 1282, durante las que se produjeron una serie de matanzas contra los franceses que acabaron por liquidar el reinado de Carlos de Anyou, iniciándose acto seguido el predominio de los reyes aragoneses.

En un principio, el castillo se encontraba junto al mar, sobre un peñasco y rodeado por un foso. Pero las erupciones del Etna y los terremotos fueron cambiando la orografía, de modo que ahora se sitúa a un kilómetro tierra adentro, pues la colada de lava de la erupción de 1669 copó las partes bajas del terreno en su camino hacia el puerto. El terremoto posterior derribó el exterior del castillo, que tuvo que ser reconstruido. La parte norte es la que se ha conservado mejor. Allí todavía son visibles las marcas del trabajo diario de los obreros judíos, árabes y cristianos, que aludían a su religión.

El castillo fue restaurado a partir de 1930, cuando comenzaron también las excavaciones del foso y la construcción de la escalinata del patio interior, donde se exponen fragmentos arquitectónicos de la antigua Catania, así como obeliscos, sarcófagos y columnas. Y es que actualmente el castillo alberga el Museo de la Ciudad.

No iba con la idea de entrar, pero en la taquilla me ofrecieron a muy buen precio la visita conjunta del museo y de una exposición temporal de Caravaggio que quería ver. Luego, no me arrepentí.

Fui a mi aire, utilizando los carteles en italiano e inglés. Además de las estancias del interior del castillo, en las diversas plantas se exhiben objetos de todo tipo, entre los que destacan hallazgos de esculturas griegas y romanas, algunos procedentes de monumentos como el Anfiteatro, el Teatro, el Odeón, las Catacumbas de Domitilla… Me pareció interesante.

También vi colecciones de pintura y escultura medieval y de épocas posteriores. Algunos cuadros de la segunda mitad del siglo XIX me gustaron especialmente por su toque romántico.

Igualmente, pude divisar buenas panorámicas a través de las ventanas del piso superior. La visita me gustó, aunque no la considero imprescindible para las personas poco aficionadas a los museos o si se dispone de poco tiempo en Catania.


Desde allí, me dirigí a la Pinacoteca del antiguo Monasterio de Santa Clara, situada a unos doscientos metros del castillo de Ursino, donde estaba la exposición “Caravaggio, la verita de la lucce”.

Había aforo limitado, así que me apuntaron en una lista de espera incluso con la entrada pagada. Tenía unas treinta personas delante y tardé alrededor de media hora en pasar. Se permitía hacer fotos sin flash. Vi cuadros de Caravaggio y de otros pintores destacados (Luca Giordano, Mattia Preti, José Rivera...) No voy a hacer una descripción detallada porque ocuparía mucho espacio y no tendría demasiado sentido aquí al tratarse de una muestra temporal ya finalizada.

Además de visitar el castillo y la exposición, agradecí deambular por esta zona de Catania, pues en las ciudades (evitando zonas conflictivas, claro está) intento moverme no solo por las calles y avenidas principales sino también por otras más recónditas y menos turísticas, más “feas”, que dirían algunos. Y en Sicilia, se aprecia muy bien ese aspecto decadente que tanto me gusta fotografiar, aunque con cierta pena por su evidente deterioro.


Vía Crociferi, la calle de las Iglesias.
Al igual que en el resto de Sicilia, en Catania hay un montón de iglesias, así que no se trata de visitarlas todas, pero merece la pena entrar en alguna, aunque haya que pagar entrada. Claro que eso depende de los gustos de cada cual.

En la Vía Crociferi (una calle no muy larga) aparecen nada menos que cinco iglesias, una detrás de otra. Para llegar allí, fui hasta la Plaza de San Francisco de Asís (foto de arriba), presidida por la fachada de la Iglesia dedicada al Santo (estaba cerrada) y con una escultura del Cardenal Dusmet en su centro.

Subiendo hacia la derecha, crucé el Arco di San Benedetto y, atraída por un cartel informativo que prometía maravillas, decidí entrar en el Monasterio e Iglesia de San Benedetto, previo abono de la entrada (no recuerdo el precio, pero no fue barata pese a tener descuento de senior). Al final, quedé satisfecha, pues las pinturas son bellísimas y está muy bien conservada, quizás ha sido restaurada hace poco tiempo.




No tenía intención de entrar en más iglesias, pero, casi enfrente, me llamó la atención un cartel que prometía las mejores panorámicas de Catania desde la cúpula de la Iglesia de San Giuliano, incluyendo la cima humeante del Etna. Y, claro, con mi gusto por los miradores, caí en la tentación, aunque sabía que lo de divisar el volcán, como que no. Primero, visité el interior de la iglesia, incluyendo la Sacristía y el subsuelo, que, estando allí sola, me pareció muy húmedo y tétrico.



Luego subí a la cúpula, pasando antes por la celosía que utilizaban las monjas de clausura para asistir a la misa. Hay varias terrazas y miradores con bonitas panorámicas de la ciudad.


Unas flechas conducen por diversas escaleras y pasadizos. Parando de vez en cuando para tomar fotos, la subida no se me hizo dura, aunque fue larga. Y es que nunca pensé alcanzar la linterna hasta tener la mismísima cruz de la cúpula al alcance de la mano. Me pareció impresionante: Catania a mis pies en 360 grados. Lástima que faltase la guinda del Etna, escondido entre las nubes esa mañana.



De nuevo en la calle, recorrí la zona del Mercado de Arte de San Miguel, en cuyos alrededores hay bastantes bares en los que la gente local tomaba sus consumiciones (era sábado).

Seguí por la Vía Etnea y, tras un buen rato, llegué a la Piazza Roma, frente a la cual está el Parque Bellini, una zona ajardinada con esculturas, fuentes, escalinatas y un coqueto quiosco en la parte más alta desde donde, dicen, también se divisa el Etna. Y digo “dicen” porque yo, claro, no lo vi. Alrededor, varios edificios muy estilosos. Después, me tomé un descanso, sentándome a tomar un rico tiramisú en una de las terrazas del parque.



Por comentarios que había leído, iba con pocas expectativas respecto a Catania. Quizás por eso, la ciudad me gustó más de lo que me había imaginado en un principio. Aun así y pese a que, lógicamente, me faltaron sitios interesantes por ver, en principio me parecieron suficientes los dos días que pasamos allí.


