Desde la Villa Romana del Casale hasta Ragusa hay 105 kilómetros, con un paisaje que fue evolucionando desde el bosque de las proximidades de Piazza Armerina, pasando por una zona bastante árida hasta llegar de nuevo a los campos de cultivo en las estribaciones de Ragusa.



Ragusa fue el fiasco del recorrido, pues no sienta muy bien que apenas puedas visitar un lugar donde te alojas y, además, en el mismo casco urbano, aunque no en la parte antigua (Ragusa Ibla) sino en la más moderna (Ragusa Superiore). De todas formas, se podía ir caminando desde el hotel, lo cual hacía perfectamente viable visitar esta ciudad pese a que no figuraba en el programa (por eso no se podía reclamar). Teóricamente, llegábamos a las seis, lo que nos permitía bajar al casco histórico, pasear un buen rato y cenar allí. Pero no fue así, pues una nueva tromba de agua volvió a pillarnos cuando estábamos a punto de salir, pertrechados con un par de planos turísticos que nos proporcionaron muy amablemente en recepción: me voy a acordar de las tormentas sicilianas...
El caso es que no paró de diluviar hasta pasadas las diez y media de la noche y, claro, el recorrido tuvo que ser mucho más corto de lo previsto.

Fotos de los mapas turísticos que nos facilitaron en el hotel.



Existen vestigios de presencia humana en los alrededores de la antigua Ibla desde los siglos IX y VIII a.C. Ante la llegada de los griegos, los sículos, primitivos pobladores sicilianos, se vieron obligados a huir de la costa al altiplano, erigiendo fortificaciones, como la de Hibla Heraia, en el curso alto del río Irminio, en una tierra dotada de agua y, por tanto, fértil. Más tarde fue conquistada por cartagineses y romanos, hasta que se convirtió en fortaleza bizantina en el siglo VI d.C. y árabe en el año 868. En el siglo XIV, el condado de Ragusa se unió al de Modica; en 1693, un terremoto destruyó Ibla, que fue reconstruida como una ciudad nueva (Ragusa Superiore) en la colina del Patro según los gustos barrocos. La panorámica que presentan las casas de la ciudad apiñadas en la ladera de la colina son impactantes: si Piazza Armerina impresiona, Ragusa no se queda atrás.


Nos alojamos en el Hotel Mediterráneo Palace, en la Vía Roma, una calle en parte peatonal con muchas tiendas de moda, que ya estaban cerradas cuando salimos. En unos pocos minutos, aparecimos junto a la Catedral de San Juan Bautista, de finales del siglo XVIII y estilo barroco. Al lado unos jardines y una fuente.



El lateral del templo da al Corso Vittorio Veneto, por el cual empezamos un largo descenso hacia la ciudad antigua por una calle muy resultona, flanqueada por edificios de elaboradas fachadas y algunos hermosos palacios.



Al fin, llegamos a la Piazza Carmine, con su famosa escalera acompañada de la emblemática torre de la Iglesia del Convento del Carmen a la derecha, desde donde se contempla un panorama espléndido de la ciudad antigua, incluso de noche gracias a una iluminación fantástica.


Lástima que las fotos que tomé sean bastante malas y no le hagan justicia. Mereció mucho la pena llegar hasta allí, si bien decidimos no seguir bajando porque no tenía sentido siendo ya tan tarde. Sin duda, un mirador imprescindible. Lástima no haber podido asomarnos también de día.

La mañana siguiente amaneció con el cielo cubierto. No me hubiese importado madrugar lo que fuera preciso con tal de ir a ver algo de la ciudad antigua, pero nos íbamos a las ocho, así que no me hubiera dado tiempo a nada. Simplemente, estuve paseando unos minutos por los alrededores del hotel, desde donde se tienen muy buenas vistas sobre el desfiladero y el Ponte Vecchio.

Antes de marcharnos, pudimos hacer algunas fotos panorámicas de Ragusa, cuya visita queda para una próxima vez, pues me quedé con muchas ganas de pasear por la ciudad antigua, aunque supongo que las cuestas deben tener su “miga”.


