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El mediodía soleado invita a pasear por la Riva degli Schiavoni con amplias vistas a la laguna. El nombre de la riva recuerda el asentamiento en la zona de gentes de origen dálmata. -De nuevo la Venecia abierta y multicolor-. Espero que para los días de tu viaje el Ponte dei Sospiri se vea al fin libre de ese corsé publicitario. En Venecia los andamios, si no están en unos sitios, estarán en otros. Esto va con la ciudad asentada en el agua. Hoy mismo me correspondió un tercio de la fachada de San Marcos a cubierto y me dije que estaba como yo, con andamios, pero que más adelante estaríamos mejor. Todo es como decidas tomarlo. Como esta multitud que se irá diluyendo conforme nos adentremos en Castello.
O un instante de felicidad plena en torno a una farola.
Por la calle del Vin puedes llegar al Campo de san Zaccaría. La iglesia esconde un rico interior y la particularidad de su cripta inundada donde reposan varios duces. A la altura del Rio dei Greci hay que detenerse a admirar la vista con el campanile “storto” de San Giorgio. El rio no tiene fondamenta por lo que si quieres visitar el recoleto interior de aire bizantino o la colección de iconos en la scuola adyacente debes rodear por la calle della Pietá y calle Bostello buscando la entrada al jardín.
]De nuevo en Riva degli Schiavoni, acerquémonos por la Fondamenta dell’Arsenale hasta sus majestuosas puertas. El que vigila sentado a la izquierda es un león de leyenda, con tantas historias por contar como el brocal aventurero de Ca’d’oro. Entiendo que las piedras se cansen a veces de ser piedras y se dediquen a viajar. La colosal y leonina mole llegó hasta aquí desde el Pireo donde servía como pétreo guardián.
Deslizo la mirada por las inscripciones, dicen que vikingas, de su costado. Runas ignotas formando enigmáticos bucles. También en mi pensamiento se encadenan hoy los por qués en círculos sin fin. En Venecia estoy, junto a un león viajado y sabio que me revela que no todo puede ser comprendido y bien está.
El imponente arsenal, motor que fue de la supremacía marítima veneciana, domina la zona. Aquí se han venido construyendo y reparando las naves de la Sereníssima durante siglos. Habrás oído hablar seguramente de la “Sensa”, celebración de las bodas de Venecia con el mar. Cada año, en un espléndido desfile naval, el dux se hacía a la laguna a bordo de la nave ritual o "Bucintoro”. En el momento culminante, arrojaba un anillo a las aguas para reafirmar simbólicamente la unión de la ciudad y el mar, del que le vino tanta abundancia. Bonito ¿No?
De vuelta en el campo de San Biagio, dos anclas muy serias montan guardia a la puerta del Museo Storico Navale. Te sugiero que entremos un rato por el placer de deambular entre maquetas, mapas e instrumentos de navegación. Me fascina la funcionalidad y a la vez la estética de la parafernalia náutica. El Bucintoro (una reproducción, el original lo mandó quemar Napoleón nada más poner la bota en Venecia) ocupa un lugar de honor en el centro de una sala. Otra está dedicada, como no podía ser de otra manera, a la góndola. Sorprende toda una sección asignada a Suecia. Me hace pensar en la inscripción nórdica que porta mi amigo, el león sedente del Arsenal. No te saturaré describiéndote el contenido del museo ni tengo especiales conocimientos navales así que me dedico a pasear demorándome ante cualquier cosa que cautive mi atención, como este alegre caballito de mar, que navegó un día junto al dux de la Toscana en su nave de gala.
Ven, vamos por Via Garibaldi, que está cerca la hora de comer. En cualquier ciudad italiana ésta es siempre una vía principal y, a escala veneciana, estamos en toda una avenida con bares y restaurantes. En la terraza del Caffe de la Biennale te invito a saborear, siquiera con la imaginación, unos gnocchi al olio e alla salvia acompañados de una copa de prosecco. La cesta de panecillos variados que me porta el camarero, deliciosos todos, me traen de nuevo a Viena a la memoria. Qué delicia, esa cultura del pan. Guardo alguno para la merienda.
Me entretengo observando como los viandantes se saludan familiarmente. Imagino que, durante la Biennale, la zona recibirá numerosos visitantes. Hoy se respira un ambiente de vecindario. A mí me delatan la cámara y la mirada ávida de descubrir. A los castellani que me cruzo de cuando en cuando debo parecerles un especimen raro, escapado de su hábitat natural, allá por San Marco y aledaños.
Me llama la atención la estampa colorista de la Corte Nuova repleta de prendas tendidas al sol. Más adelante veré más, en este barrio con olor a ropa limpia y a mar.
Vía Garibaldi termina en un río cuyas orillas llevan los nombres de un bíblico matrimonio: San Gioacchino y Santa Anna. Escojo a la madre de la virgen María y, tras cruzar el puentecillo, como tu guía improvisada que soy, voy conduciéndote por las callejuelas hacia el Ponte di San Pietro. (Alguna vez me equivoco y tengo que rectificar, pero tú no se lo cuentes a nadie). Quiero que nos detengamos en el puente y tengas una buena vista de la iglesia y su campanile. Poco acostumbrado a las visitas, parece que se inclina, curioso, para observarnos.
Al fondo del Canal de San Pietro, los omnipresentes muros del arsenal que, ya te habrás dado cuenta, nos vienen vigilando en silencio a lo largo de la ruta. Tocamos tierra y lo hacemos en el lugar del asentamiento primitivo de Venecia. La Isla de San Pietro estuvo fortificada dando nombre al sestiere di Castello y fue solar de la primera catedral allá por el siglo VII. El templo actual data del siglo XVI y alberga varias capillas destacables y un trono con una estela árabe como respaldo, en el que la tradición quiere ver la silla de San Pedro y no seré yo quien le lleve la contraria, por más árabe que sea el trono.
Recupero la orilla por la Calle Dietro il Campanile (con ese nombre, no necesita mayor explicación) y por la fondamenta Quintavalle ganamos el puente del mismo nombre desde el que te invito a abarcar con la mirada el conjunto de San Pietro. A la pequeña isla venida a menos le sienta bien ese aire de abandono. No muchos turistas llegan a contemplar esta vista. Estamos fuera de la mayoría de los mapas al uso de Venecia.
Pasamos junto a las ruinas de la iglesia de Santa Ana y, una vez rebasada, cualquier calle a la izquierda nos acerca a San Giuseppe de Castello. Alberga, dicen, un notable monumento al dux Marino Grimani pero es raro encontrarla abierta y hoy tampoco ha habido suerte. La dejamos a nuestra izquierda atravesando el campo de San Giuseppe hasta la calle Paludo de San Antonio en busca de un puente sobre el río Giardini que, haciendo honor a su nombre, transcurre entre jardines. “Paludo” recuerda el carácter pantanoso de esra zona (paludo = pantano. Inevitable la asociación con el paludismo) mientras que la calle paralela es Río Terrà de San Giuseppe, es decir, un río desecado y relleno de tierra. Una y otra me hacen pensar en el singular, casi imposible emplazamiento de Venecia: una isla de islas en el interior de una laguna. No sólo conquistó tan insólito espacio sino que desde aquí se hizo dueña del mar y extendió su influencia hasta orillas remotas. Si es que Venecia no hay más que una. Que son muchas.
Y se entiende que se muestre orgullosa y rampante.
El puente sobre el Giardini desemboca en la agradable vía Quattro de Novembre. Si echabas de menos los árboles en Venecia, aquí te darás el gusto de pasear bajo ellos mientras la vía se abre encantadoramente hacia la laguna.
Una posible extensión de este paseo consiste en llegar hasta la escondida iglesia de Santa Elena pasando junto al campo de fútbol –tal vez no lo habías pensado, pero lo hay en Venecia- . Para ello hay que callejear hacia la izquierda desde el tramo final de vía Quattro de Novembre en busca de un puentecillo para cruzar el río de Santa Elena. Este es el horario vigente en los días de mi visita: mañanas, bajo petición. Tardes: 15:30-18:30
Desde el final de vía Quattro de Novembre seguimos por el paseo litoral que bordea la laguna y un jardín de melancólico nombre: “Parco delle Remembrance”. Desde aquí, una panorámica diferente de la laguna con el Lido como protagonista y, delante, la pequeña isla de San Lázaro degli Armeni, distinguible por su campanile bulboso. Me entretengo en distinguir las otras islas mientras meriendo el panecillo vienés. Santa María Della Grazia, San Giorgio Maggiore, al fondo la Giudecca…
Cruzo de nuevo el río Giardini y recorro los Giardini Publici, sede de la Biennale Internazional d’arte, cuajados de pabellones y esculturas que le dan un aire romántico.
En riva dei Partigiani, aprovechando que la marea está aún baja, te señalo el dramático monumento a la Donna Partigiana, homenaje a las mujeres que lucharon en la Segunda Guerra Mundial. En unas horas el agua empezará a querer arropar ese cuerpo desmadejado.
Desde el amanecer en los mercados de Rialto, ha sido un día de callejeo intenso por lo que, para el regreso, me decido por tomar el vaporetto en Giardini mientras contemplo la panorámica cambiante hacia la laguna, donde unas islas se esconden y otras se revelan.
Al tocar tierra, me acuerdo del pez rojo que me hizo un guiño esta mañana desde un escaparate de la Strada Nuova. Anochece pronto ahora en Venecia, pero San Marco y la zona comercial de las Mercerie están muy animadas. Por San Giovanni Crisóstomo me encamino a la Strada Nuova. Encuentro la tienda abierta y el escaparate está tal cual lo vi esta mañana pero ¡vaya! Falta el pez y, en su lugar, un espacio vacío, imperceptible para cualquiera que no fuera yo. No, lo sienten, se ha vendido.
Siento esa decepción tontorrona que nos acaece cuando nos falta algo pequeño que, por el hecho de no estar ya a nuestro alcance, se hace más grande a nuestros ojos. Voy sacudiéndomela de regreso a San Marco cuando escucho las sirenas que avisan del inminente acqua alta. Un sonido prolongado sobre una misma nota, primero in crescendo y después in decrescendo, equivale a unos 110 cm de marea, con lo que el agua llegará a la altura de las rodillas en algunos puntos de la Piazza di San Marco, donde ya brota a borbotones. De vez en cuando el mar reclama a la esposa.
Bien provista de botas, cruzo la Piazza y la Piazzetta hasta el muelle de las góndolas. Me gusta mucho escuchar la conversación que se traen con el batir de las olas. Ahora no hay turistas chillones por aquí y se está en la gloria bajo esa lunaza. Acompaña discretamente el piano de una cafetería de postín. Recuerdo el Tashlikh y, sobre el agua, vacío los bolsillos de las migas que dejó el pan de Viena.
Comienzo a despedirme con esa parsimonia y ese sentido particular del tiempo que gastamos los andaluces cuando decimos: “vámonos yendo”.
Me despido de Venecia y de ti. Ha sido emocionante tenerte como lector o lectora. Una sensación nueva que añadir a las muchas del viaje. Mañana madrugaré para tomar el vaporetto. El acqua alta se habrá llevado las migas y algunos porqués inútiles y me dejará a cambio en las manos este pez rojo que, después de todo, se las arregló para encontrarme. Es listo y hasta sabe latín, porque a veces me susurra
¡Veni etiam!
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