JUEVES: el mercado de Rissani, la fiesta del pueblo de los Khamlia y el paraíso en el desierto.
Amanecimos en el desierto, desayunamos y nos dispusimos a subir la gran duna (yo no lo conseguí, me quedé a medias), allí sentada, admirando ese eterno desierto, volví a notar que por mucho que bebiera mi boca seguía completamente seca… Pero una vez más no me preocupé. Volvimos con los quads y fuimos afortunados al poder ver un zorro blanco del desierto por el camino, intenté fijarme en cada detalle, en cómo cambiaba el color de la arena, en las dunas de diferente tamaño, en los pequeños matojos verdes… Quería retener en mi retina todo lo que fuera posible.
Y cuando llegamos al hotel descubrí que había algo que necesitaba hacer más que cualquier otra cosa en el mundo: tirarme a esa pedazo de piscina. Una piscina a los pies de las dunas, con vistas al desierto, con un asiento para sentarme dentro del agua y pasarme horas (porque me las pasé) mirando hacia las dunas, hacia la nada. Yo creo que después de 3 horas mirando hacia el desierto fue normal que al llegar a la habitación para dormir una siesta lo único que se me viniera en mente fueran las dunas, dunas por todas partes y sueños sobre el desierto, sobre laberintos en el desierto.

Mi piscina favorita
Quedamos con el guía más tarde para ir al mercadillo de Rissani, que fue un puntazo, tenéis que ir. Cuando llegamos allí no había ni un solo turista. Nos adentramos con el guía en el mercado; yo le había pedido que encontrara para mí khol, especias y babuchas y nos llevó primero a uno de los puestecitos, donde el hombre fue amable y divertido, nos enseñó todo lo que tenía en la tienda, nos dio a probar de todo (yo me zafé porque odio el té y porque el guía me echaba una mano al saberlo). Me regaló un recipiente de khol mientras regateábamos –en realidad regateaba mi amigo guía y cuando encontramos un precio que me gustaba aceptamos-. Luego seguimos paseando y entramos en una tienda interior con un hombre singular de piel negra y dientes blanquísimos y enormes, como su turbante. Me quiso vender todos los collares del mundo y del más allá y yo solo quería quedarme con uno y con las babuchas, así que como fui tan convincente empezamos el regateo, sentados en el suelo, con el té verde (que acepté y luego el guía me regañó porque en realidad yo no lo quería). Me pidió por ambas cosas 900 dh, obviamente, un precio abusivo, yo no iba a pagar más de 350-400 y al final, obviamente, entre el guía y yo lo conseguimos, me lo pasé muy bien cuando el hombre del turbante se llevaba las manos a la cabeza, se iba, volvía, se iba gritando, volvía otra vez: “No, no, no, no…”. Encantador. Yo es que cuando regateo pago lo que quiero pagar, ya no por el artículo, sino también por el buen rato que me haga pasar el vendedor, que merece todo mi respeto, es su negocio.

El mercadillo de Rissani, yo con el guía y nuestro amigo de las especias
Luego decidimos ir a la fiesta de los Khamlia, yo pensaba realmente que el guía nos estaba tomando el pelo cuando dijo que esa fiesta era una vez al año y justo ese día, pero no, ¡Íbamos a asistir a la fiesta del pueblo de los negros! Inolvidable llegar y encontrarse ciento y la madre y que el guía me dijera la frase más chula del viaje: “Rosa, súbete al techo de ese Land Rover”. ¿Cómo? Y obviamente subimos y luego llegaron amigos del guía y comimos melón fresco viendo el espectáculo de baile de hombres y mujeres, un ritual precioso que hacen unos en frente de otros y del que puedes participar metiéndote en medio y recibiendo la buena suerte. Dimos una vuelta por la fiesta y hablamos con algunos de los chicos del lugar, pero era tan tarde que decidimos volver y tuvimos una cena brutal en el hotel. No pude comer más que un 20% de lo que me pusieron y todo riquísimo, en serio. Todavía hoy echo de menos el pan marroquí y el cus-cus.

"¡Súbete al Land Rover!"

Fiesta

Anochecer con los Khamlia

Lo mejor, sin duda, llegó después de la cena, cuando salimos fuera a escuchar tocar los tambores y demás instrumentos a los chicos bereberes. El guía nos dijo que él no sabía tocar y luego fue un hacha, en serio, manejaba los tambores como nadie. Y se fue uniendo más gente del hotel al grupo y conocimos una tropa enorme de estudiantes australianos que acababan de llegar. Con la que más hablé fue con Emilie, una chica noruego-francesa con abuelos australianos o whatever. Estábamos bebiendo y escuchando música cuando de pronto empezó una tormenta de arena. Dicen que todos los años, el día de la fiesta del pueblo de los negros, hay una gran tormenta de arena al caer la noche. Claro, claro... Pues sí, señores, efectivamente. Tormenta de arena. Corrimos hacia dentro para continuar la fiesta en la recepción del hotel, cantando, bebiendo y bailando todos juntos. Cuando la tormenta se calmó volvimos afuera y estuvimos hasta las tantas disfrutando de la música, de gente interesante y de la noche estrellada, sentados sobre las arenas del Erg Chebbi.

Yo jugando con el resto mientras pasaba la tormenta de arena

Continuando la fiesta hasta el final

Una noche para no olvidar...



