Por la mañana, visita de Chartres: el casco viejo, el río, los lavaderos, las calles medievales...
Y, por supuesto, la Catedral. No tiene andamios por fuera, pero está inmersa en un programa de restauración que pretende devolverle todo su esplendor. La parte restaurada parece pertenecer a otro edificio, los colores ocre y salmón contrastan tanto con el gris negruzco del resto que causan una sensación extraña.
También están limpiando las vidrieras, maravilloso su tono azul al filtrar la luz del sol. Lástima que por ser domingo no pueda hacer el tour turístico por las alturas, pero desde abajo seduce igualmente. Una de las vidrieras que más me llamó la atención fue la del "Zodiaco", al lado de la vidriera de la vida de la Virgen María.
Hay más referencias zodiacales en la Catedral, en uno de los pórticos están esculpidos los signos y también figuran en un reloj medieval que (según he leído) data del siglo XIV.
Decimos adiós al Loira y nos dirigimos a Normandía. Por cuestiones de horario, vamos por la autopista.. En Les Andelys, desde el puente, las ruinas del Castillo de Ricardo Corazón de León nos saludan imponentes. Comemos como marqueses en un agradable restaurante de la plaza del pueblo, luego subimos en coche hasta el mirador. Las vistas de los bucles del Sena y del propio pueblo son impresionantes. Seguimos hasta el picacho donde está el castillo de Gaillard y nos entretenemos más de la cuenta admirando las hermosas vistas.

Ponemos rumbo a Jumieges, y aquí se produce uno de los mayores contratiempos del viaje: a tres kilómetros, tenemos que desistir porque de acercarnos no llegaríamos a Etretat a las 7 de la tarde, hora límite de entrada en el hotel. Maldije los horarios franceses. Comer a la 1:30 vale, cenar a las 8, vale, pero ¡poner la hora tope de entrada en un hotel a las 7 de la tarde en pleno verano...!
El GPS nos lleva por carreteras secundarias con paisajes preciosos entre bosques, ríos y tierras de cultivo, trigo, maíz y girasoles, con ovejas, vacas y caballos pastando en los campos verdes. Esto se va a repetir en adelante y nos proporciona la posibilidad de ver encantadores pueblos anónimos, casi todos con bellas plazas e iglesias de enormes proporciones para el diminuto tamaño del lugar que las acoge, Los kilómetros se incorporan al disfrute mismo de las vacaciones.
Llegamos a Etretat, son las 6:30. Es domingo, las playas están a rebosar y no hay ni un hueco en los aparcamientos de pago del centro. Para no perder tiempo, cojo la llave del hotel, aparcamos el coche en las afueras y vamos a ver los acantilados. ¡Impresionantes!

Subimos las escaleras hasta la cima de la falaise D’Aval y recorremos durante largo rato el sendero que lleva a descubrir los acantilados desde lo alto.
Según haces camino, van apareciendo uno tras otro y te sorprendes con cada perspectiva, las vistas de la Manneporte y del cabo Antifer son realmente espectaculares.
Damos una vuelta por el abarrotado pueblo (pequeño pero muy pintoresco) y cenamos mirando la “casa de la salamandra”, probamos por primera vez los moules, las galettes y la sidra normanda.
¡Qué empacho pillamos! Antes de que anochezca, subimos en coche al acantilado de Amont, coronado por la capilla de Notre Damme. Preciosas las vistas también.
A punto de irnos, me fijo en unas extrañas escaleras que descienden, escavadas en la roca. Bajo hasta allí y me quedo con la boca abierta: ¿por qué no anuncian uno de los miradores más espectaculares? Hasta donde abarca la vista, una fila de precipicios inmensos, que reciben el baño dorado del sol poniente. Mi marido no quiso bajar y se lo perdió. Allá él.
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