Primera sorpresa del viaje: los famosos controles de inmigración, las colas, los registros y las entrevistas exhaustivas brillaron por su ausencia. Antes de montarme en el avión, en Málaga, una señorita muy amable sí que me hizo las típicas preguntas que puedes esperar en un viaje a USA: cuánto tiempo te vas a quedar; dónde te alojas; alguien ha tocado tu equipaje; llevas sustancias ilegales, etc. Luego, durante el vuelo, rellenas un formulario constatando que no pretendes hacer ninguna barrabasada durante el viaje; y ya en el JFK pasas un control donde te toman las huellas y te hacen una foto. Pero todo superrápido y sin la menor incidencia. Quizá es que tuve bastante suerte... ¡o que no tengo pinta de sospechoso!
El vuelo lo hice con Delta Airlines, directo de Málaga a NY en ocho horas. No se me hizo nada pesado, pero tuve que envolverme en mantas por el intenso frío que hacía en el avión. Hay pelis en español, juegos, te dan esa comida tan... aeronáutica (¿?) que sirven en los aviones. Lo normal, vaya.
Tras recoger la maleta, ir al hotel en metro y dejar el equipaje en la habitación, me lanzo a la calle para evitar el jet lag. Tengo toda la tarde por delante y la sana intención de no dormir hasta las 11 de la noche. ¿Dónde acudir para estimular mis abotargadas neuronas? Pues está claro. Salir del metro y encontrarse en pleno Times Square es... ¡no sé ni decir cómo es! Las luces, los carteles luminosos, las marquesinas de los teatros, la gente, los policías a caballo, los taxis amarillos, el vapor saliendo de las alcantarillas... Todos esos tópicos mil veces vistos en las pelis de Hollywood concentrados en un espacio demencial. Hay que verlo para vivirlo. De verdad. Sin exagerar ni un poquito.
Con el alucine todavía en el cuerpo me voy a dar un paseo por la zona, y llego al Rockefeller Center; paso junto al Radio City Music Hall (que más adelante visitaría); la Catedral de San Patricio (una copia perfecta de las catedrales góticas francesas, bonita pero excéntrica allí en medio); el Chrysler Building (magnífico, elegantísimo, bello hasta decir basta); la Quinta Avenida; la Public Library y Bryant Park. Es sólo un primer vistazo, todos esos lugares los visitaré más detenidamente en días posteriores. Estar aquí, en pleno centro del mundo, es un terremoto para los sentidos. Y cae el primer perrito caliente en un puesto callejero.
Como aún queda mucha tarde por delante, decido ir andando hasta la zona oeste de Manhattan para pasear por la High Line. Se trata de un nuevo concepto de parque que allí se ha puesto muy de moda. Han aprovechado las vías elevadas de un tren ya desaparecido para crear un espacio urbano diferente. Me parece un lugar muy agradable, lleno de gente paseando, leyendo, tomando un café. Hay unas vistas bastante curiosas del Empire State, del río Hudson y de varios edificios interesantes de nueva construcción. Merece la pena visitarlo.
Son la las nueve de la noche, y llevo encima un madrugón tremendo; ocho horas de avión; y una buena caminata por las calles de Nueva York. Tantas impresiones merecen un homenaje, así que dirijo mis pasos al famoso Greenwich Village, un barrio que aparece en multitud de series y películas. Aquí el ambiente cambia por completo: casitas bajas con las típicas escaleras de acceso; restaurantes y lounges abarrotados de gente; y un clima relajado y cool... ¡We are in New York, man! Hago una breve parada para fotografiar el famosísimo “Stonewall”, bar en el que se iniciaron las revueltas que dieron pie a la actual fiesta del Orgullo Gay.
Y luego, cena en una terracita, con una cerveza fría (y carísima, 6$!!!!), viendo pasear a la gente. Un espectáculo. Me siento animado y decido ir andando al hotel. Total, 15 minutos más... ¡Hasta mañana! Que toca madrugón.