En plena ola de calor nos fuimos en coche hasta Madrid, donde embarcamos en Egyptair rumbo al Cairo. El vuelo dura poco más de 4 horas y media. Nos sirvieron cena (es un vuelo “seco”, solo hay agua y zumos).
Al llegar a El Cairo, empiezan las diferencias. El corresponsal de la agencia de viajes está esperando antes de la recogida de maletas, en lugar de fuera. Las maletas tardaron como una hora en salir. Y empezó el baile de manos: después de cualquier cosa (abrirte un puerta, coger una maleta, dejarte pasar, etc.) llega una mano extendida. Siempre te piden propina, aunque ya tengas el servicio incluido.
Hay que pagar visado de entrada, que nos lo entregó el corresponsal, previo pago de una cantidad que ya nos indicaron en la agencia y que en nuestro caso incluía también las tasas de servicio del barco.
Una vez con las maletas nos tocó esperar casi otra hora a que la policía turística nos autorizara a abandonar la terminal del aeropuerto. Porque en Egipto hay que pasar al menos dos controles para tomar un vuelo. El que existe en todo el mundo para pasar a la zona de embarque y uno en la entrada del edificio, aún con las maletas. Sin billete de avión no puedes entrar.
Luego otra media hora larga en el bus esperando a que llegara la policía que nos tenía que escoltar.
Todas estas medidas, junto a la cantidad de policías, tanto de uniforme como de paisano, y el resto de medidas de seguridad, se deben a que en el pasado hubo algún atentado contra turistas y el gobierno actual decidió evitarlos por todos los medios, ya que el turismo supone más del 50% del PIB del país. Dicho esto, yo no sentí inseguridad en ningún momento (por supuesto hay que poner de nuestra parte vigilando nuestras pertenencias como en cualquier otro sitio).
Una vez conseguimos salir del aeropuerto, entramos en el caótico tráfico de El Cairo y en los contrastes. Por una parte una ciudad en construcción, con grandes avenidas y mucha obra pública en marcha. De otra mucha pobreza y suciedad, con barrios anárquicos y oscuros. Y sobre todo el caos circulatorio. Reina la ley del más valiente y todo vale. El claxon y las luces largas se utilizan cada dos metros. Las calles están llenas de badenes para que no se corra. Los peatones cruzan autopistas de seis carriles por en medio. Junto a un Mercedes último modelo ves un Lada de la época soviética. Furgonetas de transporte público con 10 o 12 personas y la puerta abierta. Motos con familias enteras (vimos una con padre, madre, dos niños y un bebé). Pero solo vimos un choque. El orden dentro del caos. Después de la primera sorpresa, el tráfico es un espectáculo, siempre que no seas el conductor, claro.
Por fin llegamos al hotel, el Cairo Pyramids Hotel. Un hotel un poco antiguo, pero con encanto. Se trata de pequeños adosados en planta baja con jardines entre ellos. Y está a la puerta del nuevo Museo Egipcio que aún no está inaugurado. Además se comunica con otro hotel, el Steigenberger, desde cuya piscina se ven las pirámides.
Como ya eran casi las 12 y llevábamos todo el día viajando, nos acostamos directamente.
Al llegar a El Cairo, empiezan las diferencias. El corresponsal de la agencia de viajes está esperando antes de la recogida de maletas, en lugar de fuera. Las maletas tardaron como una hora en salir. Y empezó el baile de manos: después de cualquier cosa (abrirte un puerta, coger una maleta, dejarte pasar, etc.) llega una mano extendida. Siempre te piden propina, aunque ya tengas el servicio incluido.
Hay que pagar visado de entrada, que nos lo entregó el corresponsal, previo pago de una cantidad que ya nos indicaron en la agencia y que en nuestro caso incluía también las tasas de servicio del barco.
Una vez con las maletas nos tocó esperar casi otra hora a que la policía turística nos autorizara a abandonar la terminal del aeropuerto. Porque en Egipto hay que pasar al menos dos controles para tomar un vuelo. El que existe en todo el mundo para pasar a la zona de embarque y uno en la entrada del edificio, aún con las maletas. Sin billete de avión no puedes entrar.
Luego otra media hora larga en el bus esperando a que llegara la policía que nos tenía que escoltar.
Todas estas medidas, junto a la cantidad de policías, tanto de uniforme como de paisano, y el resto de medidas de seguridad, se deben a que en el pasado hubo algún atentado contra turistas y el gobierno actual decidió evitarlos por todos los medios, ya que el turismo supone más del 50% del PIB del país. Dicho esto, yo no sentí inseguridad en ningún momento (por supuesto hay que poner de nuestra parte vigilando nuestras pertenencias como en cualquier otro sitio).
Una vez conseguimos salir del aeropuerto, entramos en el caótico tráfico de El Cairo y en los contrastes. Por una parte una ciudad en construcción, con grandes avenidas y mucha obra pública en marcha. De otra mucha pobreza y suciedad, con barrios anárquicos y oscuros. Y sobre todo el caos circulatorio. Reina la ley del más valiente y todo vale. El claxon y las luces largas se utilizan cada dos metros. Las calles están llenas de badenes para que no se corra. Los peatones cruzan autopistas de seis carriles por en medio. Junto a un Mercedes último modelo ves un Lada de la época soviética. Furgonetas de transporte público con 10 o 12 personas y la puerta abierta. Motos con familias enteras (vimos una con padre, madre, dos niños y un bebé). Pero solo vimos un choque. El orden dentro del caos. Después de la primera sorpresa, el tráfico es un espectáculo, siempre que no seas el conductor, claro.
Por fin llegamos al hotel, el Cairo Pyramids Hotel. Un hotel un poco antiguo, pero con encanto. Se trata de pequeños adosados en planta baja con jardines entre ellos. Y está a la puerta del nuevo Museo Egipcio que aún no está inaugurado. Además se comunica con otro hotel, el Steigenberger, desde cuya piscina se ven las pirámides.
Como ya eran casi las 12 y llevábamos todo el día viajando, nos acostamos directamente.