Miércoles, 24 de enero de 2023
No, no soy un aficionado a las psicofonías ni voy por el mundo buscando en lugares inmemoriales una prueba de su existencia, ni creo en la hipótesis de que sean sonidos del más allá o voces de los muertos en el caso que estemos hablando de un registro real, supongo que tras estas grabaciones siempre hay una explicación científica, a pesar de que a veces cueste encontrarla y tenga cierto halo de misterio. Sin embargo, tengo que reconocerlo, me gusta ver, aunque no soy un devoto acérrimo, el programa liderado por Iker Jiménez, Cuarto Milenio, mas hay más de curiosidad que devoción. Mi estilo de viaje, al fin y al cabo, se ciñe a la historia, cultura, ocio y, por último, gastronomía, nunca a lo esotérico como doctrina filosófica. Por lo tanto, lo que contaré en un párrafo de este capítulo, cuando toque, será tan solo una anécdota que no sé cómo ocurrió, pero que me sorprendió y quiero compartir en este diario de viaje.
Por fortuna, Karam me iba a facilitar mi viaje a Madaba. Tenía que ir a Ammán por temas personales ese mismo día, así que cogimos juntos el autobús que llevaba a la estación sur de la capital por la carretera de Ma´an, más rápida pero menos bella que la del Rey. Y es que, tal como habían reportado otros viajeros, no había transporte público que pasara por esa enrevesada y espectacular carretera y, la verdad, no tenía ganas de hacer autoestop como había planeado el día anterior, por muy fácil que resultara en esta región. En una intersección de carreteras, un poco antes de entrar a los arrabales de Ammán, Karam me indico que bajara y cruzara la carretera dirección a Madaba, que solo tendría que levantar el brazo cuando pasara un autobús y pararía, una autovía muy transitada. Pagué los 3J por el trayecto al chofer y me despedí de Karam. Mientras buscaba un sitio con un apeadero más amplio que los arcenes, me cruce con un grupo de mujeres harapientas y de aspecto pecaminoso que se abalanzaron sobre mí pidiendo que les diera dinero, ante mi negativa y sin pararme, cuando las deje atrás de mi espalda, alzaron la voz para que escuchara una retahíla de lo que supuse, por la entonación que le daban, intentaban ofender, expresiones que tal vez fueran parecidas a las que leí en el libro de Abderrahmán Munif (Memoria de una ciudad):”¡Mal veneno te entre en el cuerpo!¡ Así se te sequen los ojos y el corazón, so mentecato! ¡Ojalá te mueras!” Que me vinieron a la memoria al recordar un episodio del jeque Háfez, profesor coránico de Ammán, que tenía atemorizados a sus alumnos al ser muy prolijo en la utilización de la vara para educar a sus alumnos, en los años cuarenta del siglo pasado. Un libro que recreaba la vida del Ammán de aquella época. Fueron unos segundos incómodos, una atmosfera de oscuras amenazas que acabaron diluyéndose al distanciarme de ellas, quedándome tan solo con el rugir de los motores de los vehículos de la calzada. Bien que parecían, pensé mientras esperaba el bus, esas lenguas viperinas haber sido alimentadas en los bajos fondos de la capital. No tarde ni dos minutos, ya más tranquilo, que parara un autobús abarrotado de viajeros. En diez minutos llegamos al destino anhelado: Madaba. Me costó 0,5J.
El Hotel Piligrims, reservado por booking el día anterior, estaba a un kilómetro de la estación de autobuses, una distancia que solía recorrerla a pie. Prefería hacerlo así siempre que los puntos de interés estuvieran a una distancia pedestre razonable, Tenía un hall amplio, con un mapa que recreaba el mosaico más famoso de Madaba y fotos en la pared; no sé si era el nombre o la entrada, pero me recordaba a los años que me dedicaba, en mis vacaciones, a recorrer cada año una ramificación del Camino de Santiago, tenía un aire a albergue, aunque las plantas superiores, donde se situaban las habitaciones ya eran la de un hotel corriente. La recepcionista, de trato distante, me registro, me cobró (17J.) y me dio la llave de mi habitación. Muy limpia con baño incluido, a pesar de que la reserva señalaba compartido. Al ser muy pocos alojados la chica de rostro inexpresivo tuvo esta deferencia conmigo. El único problema que tenía mi habitación era la puerta que daba acceso al balcón, no cerraba bien y cruzar de una habitación a otra por el barandado de obra era relativamente sencillo. Como éramos pocos no le pedí que me cambiara de habitación, no fuera a ser a que me diera una con baño compartido.

Pese a que mi hotel compartía explanada con el perímetro lateral de la iglesia ortodoxa de San Jorge, que guardaba el mosaico más célebre; preferí empezar, unos cientos de metros más abajo, por el Visitor Center. Allí me dieron una escueta información y un tríptico de Madaba. Enfilé la calle para llegar, inmediatamente, al parque arqueológico I, un solar al aire libre que albergaba mosaicos y los restos de una iglesia bizantina.

Acabada esta visita, esta vez sí, me dirigí a la entrada principal de San Jorge para ver los restos del rey de los mosaicos de Madaba restaurado en el suelo que mostraba un antiguo mapa de la región, con más de 100 ciudades representadas que enseñaba la topografía de Oriente Próximo en el siglo VI. El acceso me costó 1J. Aparte de eso, la iglesia ortodoxa en sí no tenía nada más que ofrecer, muy ordinaria.

Y paseando unos quince minutos accedí al lugar donde me ocurrió el suceso con el que aproveché para dar título a este capítulo: Iglesia de la decapitación de San Juan Bautista. La joya del complejo era el museo acrópolis en el subsuelo de la iglesia católica de principios del siglo XX, de pasillos abovedados con un pozo de la época moabita de 3000 años. Y aquí, en el pozo antiquísimo, inicié una grabación con el móvil, recorriendo todos los pasillos y rincones alumbrados envuelto en un silencio sepulcral, no había nadie en aquellos momentos, hasta que llegué a un estrecho pasillo que moría en una pequeña sala aireada con un ventilador que rompía la calma del lugar. Finalizado el recorrido paré la grabación. La sorpresa fue cuando en un bar reproduje la filmación y a los treinta segundos escuché con una nitidez abrumadora una palabra ininteligible de lo que parecía surgir de una voz masculina, la transcripción fonética era algo parecido a esto: “foreves”.


www.youtube.com/watch?v=IvsfLOszvWs
Sin saber todavía de mi talento como cazador de “psicofonías” subí una estrecha escalera que me llevó al transepto de la iglesia católica, dirigiéndome a la entrada del campanario. Un lugar estrecho y empinado que había que ir con sumo cuidado para no hacer sonar las campanas cuando intentaba esquivarlas entre el poco espacio que quedaba para ello, las paredes estaban pintarrajeadas por los visitantes con grafitis de poco valor artístico y sí mucho de roñoso. Había unas hermosas vistas de la ciudad.


Como estaba cerca del pequeño museo, al salir de la iglesia, me fui a visitarlo. El conserje de temperamento codicioso, barbudo y vestido con las ropas tradicionales de los beduinos, se unió a mí sin yo invitarle y como la ametralladora Dillon Aero M134D, que es capaz de disparar 3000 disparos por minuto, salieron las palabras a una velocidad de vértigo de su boca, intentando explicar todo lo expuesto en el menor tiempo posible. Acabando la visita más rápido de lo esperado y exigiéndome ansiosamente una propina por tres veces. Ofreciendo la calderilla que tenían en el bolsillo.
A las 15; 45 h di por finalizado la visita turística a Madaba, a pesar que me quedaba dos iglesias por ver, ya no tenía tiempo, cerraban a las 16:00h. Así que me fui a la pequeña rambla peatonal donde había restaurantes y tiendas de recuerdos a buscar un lugar para engullir algo. Elegí el Fokar Bhar, donde volví a comer, por enésima vez, humus, falafel y unas patatas fritas, acompañado de unos refrescos. 7J. La comida estaba muy rica.

Al anochecer me fui a tomar la cerveza más cara de mi existencia. Una caña me costó 7J. Se me había antojado tomar una después de dos semanas sin probarla. Mientras la bebía, pensé que se me había subido a la cabeza, al reproducir el video de la grabación de los pasillos abovedados de la Iglesia de San Juan Bautista y escuchar la voz de un hombre en un silencio lunar. Reí, pensando, al menos, que la voz no tenía nada de terrorífica, sino, más bien, algo autoritario. ¿Acaso me estaba diciendo que me fuera a dormir? Podía estar tranquilo, que al precio que iban las cervezas por estos lares del mundo la noche estaba a punto de extinguirse para mí. Y lo cierto es que dormí como un lirón, sin saber si en mis sueños habían danzado, como tormentas maléficas, los demonios del mundo, sobre una tabla de ouija, señalando y martirizándome con mis posibles futuras desgracias.

