Al final subimos al viejecillo y no muy limpio 737-800 del AR 1751, donde, sentados en los 5E y 5F (ventanilla) de estribor, regresamos al aeropuerto Jorge Nebwerry, en un vuelo sin contratiempos y donde aterrizamos a las 04.08, pero en medio de las pistas, sin derecho a finger y teniendo que tomar la típica jardinera abarrotada, cuyo conductor seguramente solo había manejado camiones de ganado.
Recuperadas nuestras maletas nos encaminamos hacia el mostrador de Tienda León para comprar dos billetes a la terminal de Puerto Madero, cosa que hicimos por 9.000 pesos y que nos llevó unos quince minutos de trayecto, previos otros 20 caminando de una punta a otra del aeropuerto (el autobús aparca justo al otro lado de donde está el mostrador) arrastrando maletas y todos con la lengua fuera (éramos una veintena de pasajeros) porque el conductor por lo visto, tenía prisa. Muy mal esta vez por Tienda León, pues creo que podía haber estacionado su autobús delante de la puerta del mostrador (no había nada que lo impidiera y además, había otros autobuses esperando).
Al final llegamos a la terminal de Puerto Madero a las 05:25, por lo que no íbamos muy sobrados de tiempo para embarcar en el ferri a Montevideo. La terminal de autobuses de Puerto Madero dista unos 700 m de la terminal de Buquebús, lo que nos supuso otro acarreo de maletas durante otros 10 minutos. Para más inri, la entrada a la terminal (un edificio grande totalmente acristalado) estaba en reconstrucción, por lo que los últimos metros fueron una auténtica yincana entre tablones, baldosas rotas y cemento por trozos.
Cuando llegamos al enorme vestíbulo, vimos que allí dentro había cientos de personas, más o menos organizadas en filas interminables, lo que nos hizo dudar si conseguiríamos subir al ferri en hora. Preguntada una trabajadora de información nos remitió a una de las enormes filas, donde afortunadamente vimos que ésta corría rápidamente, de forma que en veinte minutos estábamos ante las ventanillas de facturación mostrando nuestros «vouchers» comprados (esta vez sí) en España por internet. Lo de facturación es un eufemismo, pues las colas no son para entregar las maletas, las cuales debes llevar todo el rato contigo hasta que desembarcas, sino para pasar los controles de inmigración de las dos fronteras (argentina y uruguaya), donde enseñas el pasaporte, el billete del barco, la reserva del hotel y te hacen la foto de siempre y la huella de los dedos. Todo eso con bastante premura, de tal suerte que eran poco más de las siete y cuarto y desembocamos en una gran sala de espera, abarrotada, con bancos y pequeños quioscos donde comprar agua o un café, hasta que, a pocos minutos de las ocho, aquella marea humana se puso en movimiento (con muy escaso orden) y entramos al ferri, que resultó ser bastante grande. Vimos una sala típica con asientos tipo avión (creo que eran 8 por fila) y nos sentamos en los dos de ventanilla habiendo dejado previamente nuestras maletas en unas estanterías cercanas puestas al efecto.
A las 8 y cinco aquello empezó a vibrar y nos separamos del muelle encaminándonos hacia la otra orilla del Río de la Plata, a buen paso y con leves oscilaciones. Nuestra sala iba mediada de gente, por lo que había bastantes sitios libres. El barco lleva bares y tiendas libres de impuestos (y por supuesto, aseos) y si lo deseas, puedes salir afuera, a ver el paisaje y recibir el viento en la cara.
Este enorme estuario (su anchura máxima es de 221 km) no es tan poético como se dice (igual que el Danubio, que ni mucho menos es azul), pues en el lado argentino abundan las fábricas y refinerías. El ferri recorre una distancia entre ambas orillas de unos 50 km, sobre unas aguas a veces grises a veces marrones, pero siempre opacas y para nada plateadas. Solo en algunos puntos de la orilla uruguaya, si tenemos suerte y está en calma, el sol, al atardecer, podrá sacar bruñidos chispazos rojizos y dorados a la extensa superficie de este río-mar.
Aproximadamente a las 9 y cuarto, el ferri aminoró los motores y comenzó a aproximarse al muelle de Colonia del Sacramento, donde todos desembarcamos con fluidez y los que seguíamos ruta hasta Montevideo (la mayoría) nos dirigimos (hay carteles) hacia unos andenes donde nos esperaban muchos y modernos autobuses con el nombre Buquebús serigrafiado en sus carrocerías, de modo que, unas azafatas que por allí había, a la vista de tus billetes y tu cara de despistado, nos entregaron unos tickets con el número de autobús que nos tocaba para recorrer los 180 km que restaban hasta la capital uruguaya, los cuales se recorrieron por autopistas (o casi), sin paradas y en algo más de dos horas. No está mal organizado.
Eran las 11:18 cuando entramos en la terminal rodoviaria de Tres Cruces, junto al moderno centro comercial homónimo y bajábamos del bus para recoger nuestro equipaje, que, como ocurre en toda Sudamérica, te darán cuando entregues el comprobante que te han dado al ponerlo en las bodegas (supongo que así garantizan en algo, que te puedan distraer la maleta y recibir una propina).
Aquello era todo un mundo en movimiento, por lo que, habiendo tomado intencionadamente por su cercanía, habitación en el colindante hotel Wyndham Montevideo, hacia allá nos encaminamos.
Este hotel es un 4 estrellas de corte casi europeo, con recepción, hall de espera, dos ascensores y habitaciones dobles bastante cuidadas, la nuestra con una cama queen (bien de colchón y sábanas), suelos de tarima, bien decorada en tonos claros, balcón con cristales que apagan el ruido, TV con canales, minibar, mesillas, sillón y silla, aire acondicionado y un baño cuidado, con una buena ducha, bien de toallas y con amenities suficientes. Pagamos con tarjeta (Booking) 98€ por las dos noches, lo que creo no es un mal precio. El desayuno continental no lo tomamos porque no compensaba (16€ cada uno cuando por 5€ se desayuna muy bien en cualquiera de las cafeterías del Tres Cruces) y, además, comenzaba a partir de las 8 y nosotros, el último día a esa hora deberíamos estar casi subidos a un autobús. Nos dejaron hacer el check-in algo antes de hora, por lo que pudimos ponernos otra ropa y pasar por una oficina de cambio del centro comercial, donde, por 200€ nos hicimos con 8.354 pesos uruguayos.
Rápidamente nos encaminamos hacia la salida principal de este centro comercial (la que abre a la enorme plaza de la Democracia) donde está el inicio de la línea CE1, autobús moderno y con aire acondicionado, que por 32 pesos cada uno (unos 75 céntimos de euro) nos llevaría en una media hora hasta la muy céntrica plaza de la Independencia, desde donde se puede recorrer caminando el centro histórico de la capital.
Montevideo no tiene la fama de insegura que Buenos Aires, si bien (y nos movimos por el centro) el aspecto de sus calles no muy limpias, sus edificios pintarrajeados en un 90% con grafitis (hasta las iglesias, los ministerios y la universidad), más de un inmueble en ruinas (sin cristales ni puertas) y sus muchísimos homeless por todas partes, invita a pensar otra cosa muy distinta.
[align=center]MUESTRA DE EDIFICIOS VANDALIZADOS
Recuperadas nuestras maletas nos encaminamos hacia el mostrador de Tienda León para comprar dos billetes a la terminal de Puerto Madero, cosa que hicimos por 9.000 pesos y que nos llevó unos quince minutos de trayecto, previos otros 20 caminando de una punta a otra del aeropuerto (el autobús aparca justo al otro lado de donde está el mostrador) arrastrando maletas y todos con la lengua fuera (éramos una veintena de pasajeros) porque el conductor por lo visto, tenía prisa. Muy mal esta vez por Tienda León, pues creo que podía haber estacionado su autobús delante de la puerta del mostrador (no había nada que lo impidiera y además, había otros autobuses esperando).
Al final llegamos a la terminal de Puerto Madero a las 05:25, por lo que no íbamos muy sobrados de tiempo para embarcar en el ferri a Montevideo. La terminal de autobuses de Puerto Madero dista unos 700 m de la terminal de Buquebús, lo que nos supuso otro acarreo de maletas durante otros 10 minutos. Para más inri, la entrada a la terminal (un edificio grande totalmente acristalado) estaba en reconstrucción, por lo que los últimos metros fueron una auténtica yincana entre tablones, baldosas rotas y cemento por trozos.
Cuando llegamos al enorme vestíbulo, vimos que allí dentro había cientos de personas, más o menos organizadas en filas interminables, lo que nos hizo dudar si conseguiríamos subir al ferri en hora. Preguntada una trabajadora de información nos remitió a una de las enormes filas, donde afortunadamente vimos que ésta corría rápidamente, de forma que en veinte minutos estábamos ante las ventanillas de facturación mostrando nuestros «vouchers» comprados (esta vez sí) en España por internet. Lo de facturación es un eufemismo, pues las colas no son para entregar las maletas, las cuales debes llevar todo el rato contigo hasta que desembarcas, sino para pasar los controles de inmigración de las dos fronteras (argentina y uruguaya), donde enseñas el pasaporte, el billete del barco, la reserva del hotel y te hacen la foto de siempre y la huella de los dedos. Todo eso con bastante premura, de tal suerte que eran poco más de las siete y cuarto y desembocamos en una gran sala de espera, abarrotada, con bancos y pequeños quioscos donde comprar agua o un café, hasta que, a pocos minutos de las ocho, aquella marea humana se puso en movimiento (con muy escaso orden) y entramos al ferri, que resultó ser bastante grande. Vimos una sala típica con asientos tipo avión (creo que eran 8 por fila) y nos sentamos en los dos de ventanilla habiendo dejado previamente nuestras maletas en unas estanterías cercanas puestas al efecto.
A las 8 y cinco aquello empezó a vibrar y nos separamos del muelle encaminándonos hacia la otra orilla del Río de la Plata, a buen paso y con leves oscilaciones. Nuestra sala iba mediada de gente, por lo que había bastantes sitios libres. El barco lleva bares y tiendas libres de impuestos (y por supuesto, aseos) y si lo deseas, puedes salir afuera, a ver el paisaje y recibir el viento en la cara.
Este enorme estuario (su anchura máxima es de 221 km) no es tan poético como se dice (igual que el Danubio, que ni mucho menos es azul), pues en el lado argentino abundan las fábricas y refinerías. El ferri recorre una distancia entre ambas orillas de unos 50 km, sobre unas aguas a veces grises a veces marrones, pero siempre opacas y para nada plateadas. Solo en algunos puntos de la orilla uruguaya, si tenemos suerte y está en calma, el sol, al atardecer, podrá sacar bruñidos chispazos rojizos y dorados a la extensa superficie de este río-mar.
Aproximadamente a las 9 y cuarto, el ferri aminoró los motores y comenzó a aproximarse al muelle de Colonia del Sacramento, donde todos desembarcamos con fluidez y los que seguíamos ruta hasta Montevideo (la mayoría) nos dirigimos (hay carteles) hacia unos andenes donde nos esperaban muchos y modernos autobuses con el nombre Buquebús serigrafiado en sus carrocerías, de modo que, unas azafatas que por allí había, a la vista de tus billetes y tu cara de despistado, nos entregaron unos tickets con el número de autobús que nos tocaba para recorrer los 180 km que restaban hasta la capital uruguaya, los cuales se recorrieron por autopistas (o casi), sin paradas y en algo más de dos horas. No está mal organizado.
Eran las 11:18 cuando entramos en la terminal rodoviaria de Tres Cruces, junto al moderno centro comercial homónimo y bajábamos del bus para recoger nuestro equipaje, que, como ocurre en toda Sudamérica, te darán cuando entregues el comprobante que te han dado al ponerlo en las bodegas (supongo que así garantizan en algo, que te puedan distraer la maleta y recibir una propina).
Aquello era todo un mundo en movimiento, por lo que, habiendo tomado intencionadamente por su cercanía, habitación en el colindante hotel Wyndham Montevideo, hacia allá nos encaminamos.
Este hotel es un 4 estrellas de corte casi europeo, con recepción, hall de espera, dos ascensores y habitaciones dobles bastante cuidadas, la nuestra con una cama queen (bien de colchón y sábanas), suelos de tarima, bien decorada en tonos claros, balcón con cristales que apagan el ruido, TV con canales, minibar, mesillas, sillón y silla, aire acondicionado y un baño cuidado, con una buena ducha, bien de toallas y con amenities suficientes. Pagamos con tarjeta (Booking) 98€ por las dos noches, lo que creo no es un mal precio. El desayuno continental no lo tomamos porque no compensaba (16€ cada uno cuando por 5€ se desayuna muy bien en cualquiera de las cafeterías del Tres Cruces) y, además, comenzaba a partir de las 8 y nosotros, el último día a esa hora deberíamos estar casi subidos a un autobús. Nos dejaron hacer el check-in algo antes de hora, por lo que pudimos ponernos otra ropa y pasar por una oficina de cambio del centro comercial, donde, por 200€ nos hicimos con 8.354 pesos uruguayos.
Rápidamente nos encaminamos hacia la salida principal de este centro comercial (la que abre a la enorme plaza de la Democracia) donde está el inicio de la línea CE1, autobús moderno y con aire acondicionado, que por 32 pesos cada uno (unos 75 céntimos de euro) nos llevaría en una media hora hasta la muy céntrica plaza de la Independencia, desde donde se puede recorrer caminando el centro histórico de la capital.
Montevideo no tiene la fama de insegura que Buenos Aires, si bien (y nos movimos por el centro) el aspecto de sus calles no muy limpias, sus edificios pintarrajeados en un 90% con grafitis (hasta las iglesias, los ministerios y la universidad), más de un inmueble en ruinas (sin cristales ni puertas) y sus muchísimos homeless por todas partes, invita a pensar otra cosa muy distinta.

Es triste que una ciudad igualmente ordenada, con buena arquitectura y edificios singulares, esté tan abandonada y sucia. Solo alguna de las personas a las que preguntamos quisieron responder, informándonos que la desidia impera en el actual gabinete municipal (y al parecer, también en los anteriores) que no hace nada por evitar las pintadas en edificios, la rotura de mobiliario urbano, etc.
A la vista de tan desastroso aspecto nos preguntamos más de una vez sí, de haberlo sabido con antelación, habríamos venido hasta aquí. Pero ya que estábamos nos dedicamos a recorrer sus calles y visitar los puntos más turísticos, los cuales tampoco resultaron especialmente relevantes.
Y así pasamos por las calles Sarandí y Bacacay, Puerta de la Ciudadela, Mercado del Puerto (alrededores muy degradados), Fuente de los Candados, la Costanera o Rambla, la Avenida 18 de julio y la Plaza de los 33. También entramos a la Catedral y nos acercamos al Teatro Solís, al Museo del Carnaval y al MAPI. Aunque lo intentamos durante los dos días que estuvimos, no pudimos entrar al Mausoleo subterráneo de José Gervasio Artigas, pues estuvo siempre cerrado.

En cuanto al Palacio Salvo (gemelo del Barolo de Buenos Aires), tampoco pudimos entrar, pues tiene un horario muy corto (de 10 a 17 de lunes a viernes), ya que hoy, sábado, solo abría de 10 a 13 (los domingos, cierra) y como solo caben 9 personas en cada visita (es el aforo del ascensor y solo se pueden hacer visitas guiadas), no nos importó demasiado, pues estuvo siempre muy nublado (no habría vistas que ver desde arriba), las instalaciones eran bastante cutres (recepción, ascensor…) y según nos informaron, los últimos pisos hay que subirlos por escaleras estrechas e incómodas. Tiene un costo de 440 pesos por persona para los 45 minutos de la visita, y sin perjuicio de los pocos espacios interiores que se visitan (al ser de titularidad particular, solo se entra a unas pocas salas y al final, a un mini-museo del tango), lo realmente curioso es el exterior, con esa mezcla de art decó y eclecticismo tan particular en sus 95 m de altura. Hay placas conmemorativas de que este espacio se estrenó el tango «la Cumparsita», en 1916 y en el café La Giralda que estaban en los bajos del Salvo.


A Uruguay le pasa como a Chile: no es un país barato. Me explico, con sueldos de 700€ de media (un maestro o una enfermera pueden llegar hoy a 1.000€) la vida es un 10% más cara que en España (gasolina a 1,80€; litro de leche 1,15€; alquiler piso de 2 dormitorios en extrarradio de Montevideo a 500€ al mes; un Dacia Sandero básico cuesta nuevo unos 640.000 pesos que son 15.000€). Y así hay bastante precariedad tanto para la gente en activo como para pensionistas. Una comida tipo menú en un restaurante normal cuesta unos 25€ por persona y un «Big Mac» grande en McDonalds, 440 pesos (10€).

Las últimas luces de un encendido atardecer nos soprendieron cuando volvimos en el CE1 a nuestro hotel, donde aprovechamos para tomar algo en el centro comercial Tres Cruces e irnos a dormir.[/align]
