El sol ya casi se ocultaba en el horizonte cuando bajamos del ferry en el muelle de La Valeta. Y el panorama que dejábamos detrás se mostraba así de bonito.
Por la mañana, no salimos con la idea de quedarnos en La Valeta, así que estábamos allí sin haber preparado nada, ni siquiera contábamos con un mapa para movernos por el casco antiguo. Eso sí, aparte de que hay planos por todas partes y siempre cabe el remedio de recurrir a “San Google Maps”, tampoco resulta fácil perderse porque la ciudad vieja ocupa una península en forma de rectángulo con un par de calles centrales que la recorren longitudinalmente y a través de las cuales se llega a todas partes. Eso sí, para alcanzarlas desde el borde del mar hay que afrontar empinadas cuestas o subir escaleras, muchas escaleras.
Podíamos haber tomado el ascensor hasta Upper Barrakka (vale el billete del ferry), pero entonces no lo sabíamos, así que nos dispusimos a “trepar” desde el principio hacia Victoria Gate, donde nos esperaba el consiguiente tramo de escaleras al final del cual aparecimos en el Bastión de Santa Bárbara, con buenas vistas. Pero lo que más nos llamó la atención, además de los maltratados edificios del entorno, fue la gran animación que se respiraba en la zona, donde destaca su cabina telefónica roja -memoria viva de los tiempos de la dominación británica-, que forma un conjunto turístico perfecto con los balcones de las casas aledañas, pintados del mismo color. En la calle del fondo, un buen número de personas tomaban algo, con los peldaños de las escaleras convertidos en improvisadas terrazas.
Cerca de la cabina roja, mirando hacia los balcones de la calle Liesse, que pasa por debajo, sin saber por qué me acordé de Venecia; sin embargo, al cruzar el puente elevado, la sensación se evaporó al divisar una línea de asfalto con tráfico y coches aparcados en vez de las aguas de un canal con sus góndolas. Aun así, el lugar merece una visita por sus contrastes.
A esas alturas, lo que queríamos era encontrar un sitio para cenar, así que, como no teníamos ninguna referencia, decidimos ir a las inmediaciones de la Catedral, donde pensábamos que habría bastante restauración. Claro que para llegar allí había que afrontar hacia arriba las consabidas cuestas o las temidas escaleras: ¡madre mía!
Ya de noche, no recuerdo cómo ni por dónde, llegamos a Trik Il Merkariti, la calle del Mercado, repleta de terrazas, la mayoría a tope de gente, algo lógico siendo sábado y con un tiempo estupendo. Vimos bastante oferta de todo, aunque, claro, algunas sugerencias no nos parecían muy apropiadas...
Casi agotadas, nos sentamos en la mesa que nos ofreció uno de esos camareros que te aseguran que vas a tomar las mejores especialidades de La Valeta. Volví a compartir menú con mi amiga: mejillones al ajillo, una pizza gigante y una botellita de vino blanco maltés. Estuvo bien. En total, 32 euros.
Luego, fuimos a dar una vuelta sin tener ni idea de por dónde íbamos. Había gente por todas partes, con numerosas actuaciones musicales en directo, algunas bastante buenas. Dejando aparte las multitudes, nos gustaba lo que veíamos.
Pasamos junto a la Catedral, bordeamos algunos edificios porticados, vimos el Tribunal de Justicia, un reloj de sol zodiacal y la Biblioteca, con la estatua de la reina Victoria enfrente; llegamos a la Plaza de San Jorge, donde, además de otros rincones chulos, reconocimos la fachada del Palacio del Gran Maestre.
Continuamos por la calle de la República, sin darnos cuenta de que bajábamos y bajábamos. Las terrazas ya no eran tan abundantes y cada vez había menos gente. Al fondo, veíamos el mar. Nos percatamos entonces de que en algún momento tendríamos que subir todo lo que estábamos bajando; pero en vez de dar media vuelta, debimos ver algo interesante y tomamos una calle a la derecha y cuesta abajo, naturalmente.
Ya divisando el mar, distinguimos a lo lejos lo que parecía un templo griego iluminado. Y allá que fuimos. Vimos que había una especie de fiesta, con una pantalla de televisión gigante. No le prestamos mucha atención, porque lo que atrajo nuestras miradas fueron unas vistas fantásticas del Gran Puerto y las tres ciudades; lo mismo que habíamos visto, pero ahora de noche e iluminado. Nos encantó, aunque mis fotos son muy malas y en absoluto le hacen justicia a lo que vimos en directo. No sabíamos que estábamos en Lower Barrakka.
Tras un buen rato, decidimos emprender el regreso al hotel. Claro que todavía nos quedaba un buen trecho hasta la Fuente del Tritón, de cuyas inmediaciones salen los autobuses. Miramos un mapa y nos percatamos de que para llegar teníamos que subir de nuevo todo lo que habíamos vuelto a bajar: no había camino alternativo. Probamos por otras calles y el asunto no mejoró: ¡qué cuestas, qué escaleras…! Eso sí, todo bonito y llamativo; y casi sin nadie alrededor.
No sé por dónde –quizás era la escalinata de Santa Úrsula-, salimos a la calle de la República, que estaba a tope: las multitudes parecían haber retornado de golpe y de pronto. Como suele suceder, en cuanto sales del núcleo más turístico, apenas te encuentras con nadie, y menos de noche.
De camino, fuimos viendo edificios de cuyo nombre nos enteraríamos más tarde: el Palacio de la Ferrería, el nuevo Teatro de la Ópera, la moderna sede del Parlamento…
A esos lugares me referiré con detalle en las etapas de La Valeta, igual que a la muralla con su foso, adonde llegamos poco después, traspasando una puerta de construcción moderna. La iluminación era buena, pero las fotos tampoco me salieron bien. Al fondo, observamos fuegos artificiales, una pantalla gigante de televisión, música y mucha gente: ¡estaban retransmitiendo en directo el Festival de Eurovisión! ¡Qué pasada!
Sin prestarle más atención que un vistazo curioso, fuimos hacia la Fuente del Tritón y, a la izquierda, divisamos la estación de autobuses, con larguísimas paradas, divididas por destinos. A las once y media de la noche, la frecuencia era menor, así que nos tocaba esperar casi media hora. No nos apetecía nada. Así que fuimos a la parada de taxis, que está al lado, y pillamos uno para las cinco. En el trayecto aprendimos cómo conducen los malteses: ¡madre mía, qué velocidad, qué giros, qué frenazos… ni en un rally! Más adelante, comprobaríamos en los autobuses que allí es algo normal. En vez de gritar, nos dio por reír y no sé quién se asustaría más, nosotras o el atónito taxista. El caso es que llegamos pronto, bien y sin novedad; sobre todo, muy contentas por el estupendo día que habíamos pasado.