Con 7º y muy temprano enfilamos en Kirkjubæjarklaustur la carretera 206 hacia el cañón de Fjaðrárgljúfur, en el Katla Geopark. Al pasar el puente, dejando a la izquierda el alojamiento Hunkúbakkar, la carretera se vuelve de grava, con grandes baches y piedrillas sueltas. Pasamos la señal azul "Heiði" y dejamos a la derecha el inicio de la F206 a Laki. Ya aparece a nuestra izquierda la indicación hacia el cañón de Fjaðrárgljúfur. Tiene 2 km de largo y 100 metros de profundidad.
Estamos solos, junto a un chico que graba con un drone. Durante hora y media paseamos por el entorno de la garganta, primero desde el puente para tener una imagen hacia su interior; luego bajamos y caminamos por la orilla derecha hasta que podemos, ya que hay caudal de agua que nos impide el paso. Por último, caminamos por la parte superior, un sendero marcado con estacas. Sin acercarse mucho al borde, no tiene peligro.
Vamos siguiéndo desde arriba el curso del agua, un buen consuelo a falta de poder recorrer el cañón por la parte inferior.
A la salida, empezamos a divisar una gran extensión de lava recubierta de musgo. Ya habíamos visto en ocasiones anteriores, pero ahora es inmenso el tamaño. Cogemos un pequeño desvío a la derecha y tenemos esta imagen que reúne algunos elementos típicos del paisaje islandés: las montañas, la nieve y el musgo.
Estamos en el mirador de Skaftareldahraun, nuevamente en el Katla Geopark. El aparcamiento está lleno de colillas, es la primera vez que vemos una suciedad de esta forma. Paseamos un breve rato, ya no nos llama tanto la atención, porque lo hemos visto con anterioridad.
Más adelante se va nublando mientras llegamos a Vík. Aparcamos en la trasera del supermercado Kronan, junto a la tienda de ropa Icewear, enfrente de la gasolinera y aprovechamos para comprar algunas cosillas (hay cerveza light de 2.5 grados).
Pensábamos subir hasta la iglesia Víkurkirkja en la calle Hátún para hacer fotos de Reynisdrangar, los conocidos como troles petrificados en el mar, pero nos damos cuenta de que desde aquí se ven a la perfección y además podemos acercarnos a la costa por un sendero de arena.
Hay un merendero desde el que comer debe de ser una gozada con tales vistas. La visión de las rocas de basalto es muy diferente de la que tendremos después en la playa de arena negra.
La 216 nos lleva después de algunas curvas y de estampas de impresión hasta la playa de arena negra de Reynisfjara. Desde aquí vemos también los acantilados de Dirhólaey, con sus arcos de piedra y su faro, en los que estaremos esta tarde.
El aparcamiento está a rebosar, aparcamos alejados, en el borde de la carretera, un poco antes del restaurante. Cada roca tiene su nombre, si no me equivoco, la alargada es Háidrangur.
Desde aquí se ven los troles, enclavados en el mar bajo la montaña Reynisfjall, las famosas columnas de basalto a las que nos subimos todos para la típica foto, las cuevas de formaciones simétricas de basalto y miles de frailecillos en las rocas que están encima de la cueva derecha llamada Hálsanefshellir.
Hacia la derecha vemos la otra parte, la de los acantilados.
Les hacemos muchas fotos a los frailecillos, sin saber que después en Dirhólaey los veremos cerquísima. Es raro, pues se afirma que a partir de mitad de agosto ya no se pueden ver y hoy es día 21. Las cosas del cambio climático, suponemos.
El tiempo se nos pasa volando, es una visita muy agradable, el paisaje costero es maravilloso, la corriente marina es bestial. A la salida, paramos en la iglesia que está a la entrada de la carretera que lleva a la playa. Un descanso eterno con vistas al mar.
Por la 218 llegamos a los acantilados de Dirhólaey. Seguimos la carretera que lleva al aparcamiento; hay otra que sube hasta el faro.
No esperábamos ver frailecillos aquí, pero nada más bajarnos de la AC los vemos en un montículo. Es una sorpresa que nos tiene embobados haciendo fotos sin parar y observando el ir y venir de estos graciosos animalillos que fascinan a nuestro niño.
También a nosotros nos gustan, por qué no reconocerlo. Es otra de las cosas que no esperaba que me llamara la atención, pero lo hizo.
Es muy entretenido su ir y venir, cómo alzan el vuelo, cómo entran y salen de sus nidos, llegan al mar y vuelven.
Desde los acantilados tenemos una visión distinta de la playa negra en la que acabamos de estar y de las moles rocosas ancladas en el mar.
Comemos con esta estampa en el horizonte desde la ventana abierta: hoy que se puede porque no hay viento
Hacia el otro lado, montañas y glaciares. Es el contraste de Islandia, en un único golpe de vista.
A media tarde nos espera Skógafoss. Aparcamos en la zona de acampada, donde hay unas vacas hambrientas con las que nos entretenemos mientras papá prepara el armamento fotográfico.
Observamos el ir y venir de los campistas, las duchas, montar las casetas, hacer café... Aunque lo teníamos previsto, no subimos y vemos otra de las grandes cascadas solo desde su base. Era hacer el recorrido superior o la piscina de 1923, la tenía entre ceja y ceja desde que leí sobre ella.
A las 18.30 nos dirigimos hacia la piscina natural de Selljavallalaug, construida en 1923. Desde la N1 cogemos la 242 marcada como “Raufarfell” hasta la señal “Seljavellir”, pasando la Guesthouse Edinborg (hay que ignorar en este punto la 242 hacia Raufarfellsvegur). Seguimos la carretera de grava dando botes hasta el final del valle, siempre de frente, donde encontramos el cartel azul “Seljavellir”; nos acercamos cuanto podemos, pasando el primer aparcamiento hasta las 3 casetas de madera.
El entorno es de cuento, aunque no vayas a bañarte por el tema algas o temperatura, acércate, porque vale mucho la pena. Las paredes de piedra, las rocas con sus extrañas formaciones y esa vegetación que las cubre con delicadeza.
El sendero no es peligroso, solo un poco antes de llegar a la piscina hay que cruzar algún arroyo, pero sin riesgos. Hay unas 12 personas, más de las que nos hubiera gustado, pero también estamos nosotros allí molestando a los demás. Hay varios vestuarios bastante guarretes. ¿Cómo puede la gente olvidarse la ropa allí, además de papeles y otros restos de basura? El suelo está mojado, hay unos tablones de madera que aíslan de esta humedad... Una chica sevillana nos señala un vestuario con la puerta cerrada que está mucho más limpio y seco. Nos cambiamos allí, hay clavos en la pared para colgar ropa y mochilas, y salimos. La entrada a la piscina está cerca de los vestuarios y es la parte de menor profundidad, aunque hay otra escalera al fondo. El agua está fresquita, hubiera sido una delicia si hubiera estado tan calentita como la de otras pozas termales. Por allí hay un sistema de tuberías con agua caliente que creo que no funcionaba muy bien. La foto pertenece al blog de Islandia24.
A la derecha hay una pared de piedra por la que baja un hilillo de agua caliente; un grupo de mujeres se toman un vinito cerca de ella. Hay algas, pero no es una invasión, apenas se notan. Al fondo hay otro chorrillo, es en esta esquina izquierda donde más se nota el calor. Una pareja tiene la esquina en posesión sin intención de soltarla; al final, creo que por el niño, se apiadan de nosotros y nos ceden el hueco. Ha sido una experiencia distinta, una más para el recuerdo en un entorno inolvidable.
La 249 nos lleva a la entrada de Selljalandfoss y al camping Hamragardar. Un frailecillo gigante nos da la bienvenida, mientras disfrutamos de otra bajada del sol. Vamos notando con el paso de los días que cada vez se produce antes y hay algo más de oscuridad.
Estos días hubo 5 auroras, aunque no las vimos. Con lo cansados que llegábamos cualquiera se ponía a esperar. Nos pareció un acierto hacer noche aquí; nos dimos cuenta nada más entrar y ver el panorama, con Gljufrabui al fondo y la cascada del velo de novia a la derecha; al día siguiente, pudimos dejar la AC aparcada aquí y así evitamos las colas en la carretera para entrar y pagar el aparcamiento de Seljalandfoss.
Estamos solos, junto a un chico que graba con un drone. Durante hora y media paseamos por el entorno de la garganta, primero desde el puente para tener una imagen hacia su interior; luego bajamos y caminamos por la orilla derecha hasta que podemos, ya que hay caudal de agua que nos impide el paso. Por último, caminamos por la parte superior, un sendero marcado con estacas. Sin acercarse mucho al borde, no tiene peligro.
Vamos siguiéndo desde arriba el curso del agua, un buen consuelo a falta de poder recorrer el cañón por la parte inferior.
A la salida, empezamos a divisar una gran extensión de lava recubierta de musgo. Ya habíamos visto en ocasiones anteriores, pero ahora es inmenso el tamaño. Cogemos un pequeño desvío a la derecha y tenemos esta imagen que reúne algunos elementos típicos del paisaje islandés: las montañas, la nieve y el musgo.
Estamos en el mirador de Skaftareldahraun, nuevamente en el Katla Geopark. El aparcamiento está lleno de colillas, es la primera vez que vemos una suciedad de esta forma. Paseamos un breve rato, ya no nos llama tanto la atención, porque lo hemos visto con anterioridad.
Más adelante se va nublando mientras llegamos a Vík. Aparcamos en la trasera del supermercado Kronan, junto a la tienda de ropa Icewear, enfrente de la gasolinera y aprovechamos para comprar algunas cosillas (hay cerveza light de 2.5 grados).
Pensábamos subir hasta la iglesia Víkurkirkja en la calle Hátún para hacer fotos de Reynisdrangar, los conocidos como troles petrificados en el mar, pero nos damos cuenta de que desde aquí se ven a la perfección y además podemos acercarnos a la costa por un sendero de arena.
Hay un merendero desde el que comer debe de ser una gozada con tales vistas. La visión de las rocas de basalto es muy diferente de la que tendremos después en la playa de arena negra.
La 216 nos lleva después de algunas curvas y de estampas de impresión hasta la playa de arena negra de Reynisfjara. Desde aquí vemos también los acantilados de Dirhólaey, con sus arcos de piedra y su faro, en los que estaremos esta tarde.
El aparcamiento está a rebosar, aparcamos alejados, en el borde de la carretera, un poco antes del restaurante. Cada roca tiene su nombre, si no me equivoco, la alargada es Háidrangur.
Desde aquí se ven los troles, enclavados en el mar bajo la montaña Reynisfjall, las famosas columnas de basalto a las que nos subimos todos para la típica foto, las cuevas de formaciones simétricas de basalto y miles de frailecillos en las rocas que están encima de la cueva derecha llamada Hálsanefshellir.
Hacia la derecha vemos la otra parte, la de los acantilados.
Les hacemos muchas fotos a los frailecillos, sin saber que después en Dirhólaey los veremos cerquísima. Es raro, pues se afirma que a partir de mitad de agosto ya no se pueden ver y hoy es día 21. Las cosas del cambio climático, suponemos.
El tiempo se nos pasa volando, es una visita muy agradable, el paisaje costero es maravilloso, la corriente marina es bestial. A la salida, paramos en la iglesia que está a la entrada de la carretera que lleva a la playa. Un descanso eterno con vistas al mar.
Por la 218 llegamos a los acantilados de Dirhólaey. Seguimos la carretera que lleva al aparcamiento; hay otra que sube hasta el faro.
No esperábamos ver frailecillos aquí, pero nada más bajarnos de la AC los vemos en un montículo. Es una sorpresa que nos tiene embobados haciendo fotos sin parar y observando el ir y venir de estos graciosos animalillos que fascinan a nuestro niño.
También a nosotros nos gustan, por qué no reconocerlo. Es otra de las cosas que no esperaba que me llamara la atención, pero lo hizo.
Es muy entretenido su ir y venir, cómo alzan el vuelo, cómo entran y salen de sus nidos, llegan al mar y vuelven.
Desde los acantilados tenemos una visión distinta de la playa negra en la que acabamos de estar y de las moles rocosas ancladas en el mar.
Comemos con esta estampa en el horizonte desde la ventana abierta: hoy que se puede porque no hay viento
Hacia el otro lado, montañas y glaciares. Es el contraste de Islandia, en un único golpe de vista.
A media tarde nos espera Skógafoss. Aparcamos en la zona de acampada, donde hay unas vacas hambrientas con las que nos entretenemos mientras papá prepara el armamento fotográfico.
Observamos el ir y venir de los campistas, las duchas, montar las casetas, hacer café... Aunque lo teníamos previsto, no subimos y vemos otra de las grandes cascadas solo desde su base. Era hacer el recorrido superior o la piscina de 1923, la tenía entre ceja y ceja desde que leí sobre ella.
A las 18.30 nos dirigimos hacia la piscina natural de Selljavallalaug, construida en 1923. Desde la N1 cogemos la 242 marcada como “Raufarfell” hasta la señal “Seljavellir”, pasando la Guesthouse Edinborg (hay que ignorar en este punto la 242 hacia Raufarfellsvegur). Seguimos la carretera de grava dando botes hasta el final del valle, siempre de frente, donde encontramos el cartel azul “Seljavellir”; nos acercamos cuanto podemos, pasando el primer aparcamiento hasta las 3 casetas de madera.
El entorno es de cuento, aunque no vayas a bañarte por el tema algas o temperatura, acércate, porque vale mucho la pena. Las paredes de piedra, las rocas con sus extrañas formaciones y esa vegetación que las cubre con delicadeza.
El sendero no es peligroso, solo un poco antes de llegar a la piscina hay que cruzar algún arroyo, pero sin riesgos. Hay unas 12 personas, más de las que nos hubiera gustado, pero también estamos nosotros allí molestando a los demás. Hay varios vestuarios bastante guarretes. ¿Cómo puede la gente olvidarse la ropa allí, además de papeles y otros restos de basura? El suelo está mojado, hay unos tablones de madera que aíslan de esta humedad... Una chica sevillana nos señala un vestuario con la puerta cerrada que está mucho más limpio y seco. Nos cambiamos allí, hay clavos en la pared para colgar ropa y mochilas, y salimos. La entrada a la piscina está cerca de los vestuarios y es la parte de menor profundidad, aunque hay otra escalera al fondo. El agua está fresquita, hubiera sido una delicia si hubiera estado tan calentita como la de otras pozas termales. Por allí hay un sistema de tuberías con agua caliente que creo que no funcionaba muy bien. La foto pertenece al blog de Islandia24.
A la derecha hay una pared de piedra por la que baja un hilillo de agua caliente; un grupo de mujeres se toman un vinito cerca de ella. Hay algas, pero no es una invasión, apenas se notan. Al fondo hay otro chorrillo, es en esta esquina izquierda donde más se nota el calor. Una pareja tiene la esquina en posesión sin intención de soltarla; al final, creo que por el niño, se apiadan de nosotros y nos ceden el hueco. Ha sido una experiencia distinta, una más para el recuerdo en un entorno inolvidable.
La 249 nos lleva a la entrada de Selljalandfoss y al camping Hamragardar. Un frailecillo gigante nos da la bienvenida, mientras disfrutamos de otra bajada del sol. Vamos notando con el paso de los días que cada vez se produce antes y hay algo más de oscuridad.
Estos días hubo 5 auroras, aunque no las vimos. Con lo cansados que llegábamos cualquiera se ponía a esperar. Nos pareció un acierto hacer noche aquí; nos dimos cuenta nada más entrar y ver el panorama, con Gljufrabui al fondo y la cascada del velo de novia a la derecha; al día siguiente, pudimos dejar la AC aparcada aquí y así evitamos las colas en la carretera para entrar y pagar el aparcamiento de Seljalandfoss.