
Mas o menos a la una del mediodía estaba repostando en la gasolinera de Cantwell, al comienzo de la Denali Highway. Ya había recorrido los algo mas de doscientos kilómetros que había hasta allí desde Fairbanks. La niebla que me había acompañado las primeras horas había desaparecido completamente y el día cada vez tenía mejor pinta. De los chaparrones de los dos días anteriores, ni rastro. Un café y algo ligero para comer y estaba listo para seguir ruta. Por delante la Denali Highway, unas ciento treinta millas de carretera para unir la Parks Highway con la Richardson Highway, las dos rutas que cruzan Alaska mas o menos de norte a sur. De ellas, mas o menos cien sin asfaltar. No tenía pensado dónde hacer noche. Mi idea era decidirlo sobre la marcha, dependiendo de las ganas de conducir que tuviese. A estas alturas de viaje eso no me preocupaba ni lo mas mínimo. Sabía que había algún sitio a lo largo de la carretera donde podría alojarme así que pararía cuando me hartase de conducir y listo. En el peor de los casos tenía mi tienda de campaña.
No hay gasolineras a lo largo de esta ruta, así que hay que estar seguro de llevar combustible suficiente como para llegar hasta la siguiente antes de internarse en ella. Aunque tal vez sea mas correcto decir que no hay casi nada que huela a civilización a lo largo de esta pista. Tres o cuatro millas después de salir de Cantwell el asfalto desaparece y en su lugar se empieza a circular por una pista de tierra que, para mi sorpresa, está en francamente buen estado. Pocos baches, bastante buen trazado, bien señalizada y anchura suficiente para que se crucen dos coches sin problemas. Como apenas un día antes había llovido bastante había algo de barrillo en la pista y, sin ser una pista de patinaje, resbalaba lo suficiente como para que conducir por ella fuese francamente divertido.
Las carreteras en Alaska se construyen ligeramente por encima del terreno que atraviesan. Eso es debido al “permafrost”, acrónimo de “permanent frost”, que significa “permanentemente helado“. Básicamente implica que en esas latitudes el suelo de la tundra está congelado durante todo el año a apenas unos centímetros de profundidad. Por ello, entre otros motivos, se da el tipo de vegetación que hay en esas zonas, ya que las raíces de las plantas apenas pueden profundizar, así que no digamos las de los árboles. Pero a la hora de hacer una carretera el permafrost impide excavar para hacer la cimentación de las pistas y carreteras ya que si se hiciese así, al llegar a la capa de terreno congelada y trabajar directamente sobre ella ésta se reblandecería por la acción del sol y el aumento de las temperaturas que se da en verano, con lo que al final la pista se acabaría hundiendo. Por ello las carreteras se van trazando levantando capa sobre capa por encima del terreno. Es la única forma de que duren.
A medida que avanzaba a lo largo de la Denali Highway internándome en el distrito del Mat-Su incontables lagos, lagunas y charcas se iban sucediendo uno detrás de otro. El día claro, soleado y sin una pizca de viento era perfecto para sacar la cámara así que perdí la cuenta de las veces que me detuve. Sólo sé que fueron muchísimas. Mat-Su es otro acrónimo, resumen de Matanuska y Susitna, dos valles atravesados por sus respectivos ríos que toman a su vez estos mismos nombres. Por aquí no se complican mucho la vida y al distrito del que ambos forman parte lo han denominado con ese acrónimo, igual por no molestarse en buscarle un nombre adecuado o bien porque no tienen a mano un candidato a Presidente o a algo similar al que echarle una manita poniéndole su nombre a algo…
Como decía, el paisaje era magnífico y el día perfecto y conducía por esa carretera con la esperanza de cruzarme con algún animal. Lo cierto es que ese día no vi ninguno de cerca, aunque no tardé demasiado en descubrir porqué. En cada recodo de la pista había aparcada una autocaravana, o varias, además de todoterrenos y quads de todas las marcas y colores. Así que o bien los habitantes de esa zona tenían una generalizada afición a la acampada o había algo mas de lo que yo aún no estaba enterado. No se me había ocurrido pensar, y no me enteré hasta un rato después, que se había abierto la veda de caza del alce durante veinte días y la del caribú durante treinta, además de para otras especies incluido el oso, de tal forma que todos los escopeteros de Alaska estaban sueltos con intención de cobrarse sus piezas y todos los animales de la zona en fuga buscando zonas mas tranquilas o mas agrestes o, como mínimo, lo suficientemente alejadas de la carretera como para no aparecer a la vista de dicha horda de cazadores y sus miras telescópicas.
Mas o menos a las cinco de la tarde llegué a orillas del río Maclaren, unas cuarenta millas antes del final de la ruta, y paré en un café a descansar y tomarme algo. También tenían alojamiento y tras preguntar si había habitaciones libres decidí quedarme allí, puesto que el lugar parecía agradable y ya estaba hasta el gorro de conducir por ese día. El bar era de película, con su mesa de billar, cabezas de animales en la pared y música country. Y los parroquianos que empezaron a caer por allí… en fin, eran lo que uno espera encontrarse cuando va a un sitio como Alaska o sea, barrigudos, con barba y/o coleta, la inevitable gorra de béisbol y ropa de camuflaje, aunque algunos iban con la tipica camisa a cuadros e incluso con un pantalón con peto. Desde luego las manchas de sangre formaban parte del vestuario. Las piezas cobradas y los rifles iban encima de los todoterrenos. En resumen, parecían sacados del casting de una película del oeste. El único medio normal que andaba por allí, al menos desde mi punto de vista, era yo. Aunque, las cosas como son, todos eran la mar de amables empezando por los dueños del negocio a quienes únicamente pude sacar un fallo: eran republicanos, como pude deducir de algunos adornos que tenían puestos en las paredes del local.
Tras darme un pequeño paseo por los alrededores del lodge volví al bar a tomarme un par de cervezas hasta la hora de la hamburguesa (aunque también había bocadillos de carne), mientras me entretenía observando discretamente la fauna del lugar. De fondo seguía el country y en la televisión un partido de futbol americano. Todos se alegraron mucho cuando los New York Jets ganaron a los Dallas Cowboys. No se porqué pero todo el mundo parecía tener mucha manía a los tejanos o, al menos, a su equipo de futbol. Al final resultó ser una tarde la mar de entretenida. Me fui a dormir cuando se hizo de noche, reventado después de conducir unos cuatrocientos kilómetros ese día. He de decir que mis anfitriones me miraron un tanto sorprendidos cuando les dije que venía desde Fairbanks. Imagino que mi ruta no era la habitual entre quienes van al sur desde esa ciudad.
Dormí como un tronco y a la mañana siguiente volví al bar para desayunar. Debería ser poco menos que imposible a esas alturas de viaje, pero lo cierto es que cometí un error de novato al pedir el desayuno pues tuve la brillante idea que pedir la ración grande de panqueques, una especie de torrijas gigantes mas o menos del tamaño de un plato llano, aderezadas con diferentes clases de siropes y mermeladas a gusto del consumidor, a cada cual mas dulce y empalagosa. Me costó disimular la risa cuando vi la ración, pequeña, que le sacaban al de la mesa de al lado quien había hecho el pedido justo antes que yo. Por supuesto fui incapaz de terminármela y, desde luego, ese día no comí. La taza de café, de estilo americano, te la rellenaban una y otra vez mientras fueses capaz de seguir bebiéndolo.
Cuando mas o menos había decidido que era absolutamente incapaz de comer nada mas se sentó en mi mesa otro cliente. Era un simpático cubano americano que llevaba algo mas de treinta años en Alaska. Todavía soy incapaz de imaginar un motivo para que un caribeño acabe viviendo en un lugar tan frío como Alaska, pero éste parecía perfectamente adaptado. Estuve un rato charlando con él y, por algunos comentarios que hizo, deduje que los demás parroquianos lo habían enviado donde mi para averiguar qué se le había perdido por allí a alguien como yo. Indudablemente, desde el punto de vista de aquellos alasqueños el único bicho raro que había en cincuenta kilómetros a la redonda era yo, un extranjero con el único coche que no era un 4x4 que había por allí, sin ropa de camuflaje y lo que es aún peor, sin un triste rifle en el maletero. Lo poco que teníamos en común, aparentemente, eran la barba y mis botas de monte.
El hombre se sorprendió bastante cuando le dije que no me interesaba la caza lo mas mínimo y que los únicos disparos que pensaba hacer eran con mi cámara de fotos pues, según parece, aunque en los meses de verano sí circulaban algunos turistas por allí, no solían hacer noche en esa ruta mientras que en la época en la que había aparecido yo, mediados de septiembre, la zona estaba plagada de cazadores deseosos de aprovechar esas escasas semanas de barra libre de pólvora y plomo. Pasé mas o menos media hora tomando café y charlando con él hasta que nos levantamos de la mesa. A él le esperaba un día de caza y a mi otro día de viaje hasta McCarthy, en el corazón del Parque Nacional Wrangell - St. Elias.
Poco rato después, tras pagar mi cuenta y despedirme de los amabilísimos dueños del lodge me puse de nuevo en marcha, con cierta pena por irme, lo confieso. La verdad es que arranqué cuando ya no fui capaz de encontrar un motivo para retrasar mi partida. No había una sola nube a la vista con lo que llevaba la friolera de dos días seguidos de buen tiempo. Tenía unos trescientos kilómetros por delante la mitad de los cuales aproximadamente serían por pista sin asfalto, lo que me aseguraba unas cuantas horas de entretenida conducción hasta mi destino, la pintoresca población de McCarthy en el interior del Parque Nacional Wrangell - St. Elias.
Nada mas cruzar el río McLaren la carretera vuelve a ganar altura hasta alcanzar, pocos kilómetros después, el McLaren Pass, el segundo puerto de montaña mas alto de Alaska. Dado que durante toda la ruta vas ascendiendo poco a poco, no da sensación precisamente de que estés salvando un gran desnivel hasta que llegas hasta allí y te encuentras la señal que marca el lugar. De todas formas, aun estando a escasos kilómetros del lodge me costó varias horas llegar hasta aquel alto ya que, pocos kilómetros después de salir, paré a mitad de subida para hacer unas fotos del valle y al final me quedé allí durante mas de una hora, puesto que unos minutos después de llegar yo aparcó un todoterreno a mi lado del que se bajó el simpático cubano del desayuno quien, prismáticos en mano, intentaba localizar la pieza que se quería cobrar en esos días, un alce macho.
Lo que son las cosas, donde a simple vista parecía no haber un solo animal resultó que, con ayuda de unos potentes prismáticos eso si, sí que había pues en un rato vimos no menos de una docena de alces, todos hembras con sus crías cuya caza, afortunadamente, no estaba permitida y un pequeño rebaño de caribúes. De mi ansiado lobo ni rastro, aunque me aseguraron que en esa zona cazaban varias manadas. La verdad es que pasé un rato la mar de agradable, aunque en mi fuero interno deseaba no ver ningún alce macho que se pusiera a tiro del rifle de aquel hombre. Al final me pasé toda la mañana prismáticos en mano pues unas millas después de cruzar el puerto una gran manada de caribúes se dejó ver desde la carretera, aunque no lo bastante cerca como para hacer alguna foto que valiese la pena.
Pasaba bastante de la una del mediodía cuando me acordé de mirar el reloj y me di cuenta de que no había avanzado prácticamente nada de lo que tenía por delante ese día y que a ese paso no iba a llegar nunca. En otras condiciones no me hubiese importado gran cosa, pero los últimos cien kilómetros de esa etapa eran por otra pista sin asfaltar y no me seducía nada la idea de hacerlos de noche. Además quería parar en el centro de visitantes del parque antes de que cerraran, así que tenía el tiempo justo para llegar siempre y cuando no me entretuviese demasiado por el camino.
Serían poco mas o menos las dos y media cuando llegué a Paxson, en el final de la Denali Highway. En resumen, Paxson es un cruce de carreteras con mas o menos unas tres casas que no justifican la condición de pueblo ni echándole mucha imaginación pero que, para los estándares de Alaska, es lo suficientemente grande cómo para tener un nombre propio y aparecer en un mapa. Ahí es nada.

No hay gasolineras a lo largo de esta ruta, así que hay que estar seguro de llevar combustible suficiente como para llegar hasta la siguiente antes de internarse en ella. Aunque tal vez sea mas correcto decir que no hay casi nada que huela a civilización a lo largo de esta pista. Tres o cuatro millas después de salir de Cantwell el asfalto desaparece y en su lugar se empieza a circular por una pista de tierra que, para mi sorpresa, está en francamente buen estado. Pocos baches, bastante buen trazado, bien señalizada y anchura suficiente para que se crucen dos coches sin problemas. Como apenas un día antes había llovido bastante había algo de barrillo en la pista y, sin ser una pista de patinaje, resbalaba lo suficiente como para que conducir por ella fuese francamente divertido.

Las carreteras en Alaska se construyen ligeramente por encima del terreno que atraviesan. Eso es debido al “permafrost”, acrónimo de “permanent frost”, que significa “permanentemente helado“. Básicamente implica que en esas latitudes el suelo de la tundra está congelado durante todo el año a apenas unos centímetros de profundidad. Por ello, entre otros motivos, se da el tipo de vegetación que hay en esas zonas, ya que las raíces de las plantas apenas pueden profundizar, así que no digamos las de los árboles. Pero a la hora de hacer una carretera el permafrost impide excavar para hacer la cimentación de las pistas y carreteras ya que si se hiciese así, al llegar a la capa de terreno congelada y trabajar directamente sobre ella ésta se reblandecería por la acción del sol y el aumento de las temperaturas que se da en verano, con lo que al final la pista se acabaría hundiendo. Por ello las carreteras se van trazando levantando capa sobre capa por encima del terreno. Es la única forma de que duren.

A medida que avanzaba a lo largo de la Denali Highway internándome en el distrito del Mat-Su incontables lagos, lagunas y charcas se iban sucediendo uno detrás de otro. El día claro, soleado y sin una pizca de viento era perfecto para sacar la cámara así que perdí la cuenta de las veces que me detuve. Sólo sé que fueron muchísimas. Mat-Su es otro acrónimo, resumen de Matanuska y Susitna, dos valles atravesados por sus respectivos ríos que toman a su vez estos mismos nombres. Por aquí no se complican mucho la vida y al distrito del que ambos forman parte lo han denominado con ese acrónimo, igual por no molestarse en buscarle un nombre adecuado o bien porque no tienen a mano un candidato a Presidente o a algo similar al que echarle una manita poniéndole su nombre a algo…

Como decía, el paisaje era magnífico y el día perfecto y conducía por esa carretera con la esperanza de cruzarme con algún animal. Lo cierto es que ese día no vi ninguno de cerca, aunque no tardé demasiado en descubrir porqué. En cada recodo de la pista había aparcada una autocaravana, o varias, además de todoterrenos y quads de todas las marcas y colores. Así que o bien los habitantes de esa zona tenían una generalizada afición a la acampada o había algo mas de lo que yo aún no estaba enterado. No se me había ocurrido pensar, y no me enteré hasta un rato después, que se había abierto la veda de caza del alce durante veinte días y la del caribú durante treinta, además de para otras especies incluido el oso, de tal forma que todos los escopeteros de Alaska estaban sueltos con intención de cobrarse sus piezas y todos los animales de la zona en fuga buscando zonas mas tranquilas o mas agrestes o, como mínimo, lo suficientemente alejadas de la carretera como para no aparecer a la vista de dicha horda de cazadores y sus miras telescópicas.

Mas o menos a las cinco de la tarde llegué a orillas del río Maclaren, unas cuarenta millas antes del final de la ruta, y paré en un café a descansar y tomarme algo. También tenían alojamiento y tras preguntar si había habitaciones libres decidí quedarme allí, puesto que el lugar parecía agradable y ya estaba hasta el gorro de conducir por ese día. El bar era de película, con su mesa de billar, cabezas de animales en la pared y música country. Y los parroquianos que empezaron a caer por allí… en fin, eran lo que uno espera encontrarse cuando va a un sitio como Alaska o sea, barrigudos, con barba y/o coleta, la inevitable gorra de béisbol y ropa de camuflaje, aunque algunos iban con la tipica camisa a cuadros e incluso con un pantalón con peto. Desde luego las manchas de sangre formaban parte del vestuario. Las piezas cobradas y los rifles iban encima de los todoterrenos. En resumen, parecían sacados del casting de una película del oeste. El único medio normal que andaba por allí, al menos desde mi punto de vista, era yo. Aunque, las cosas como son, todos eran la mar de amables empezando por los dueños del negocio a quienes únicamente pude sacar un fallo: eran republicanos, como pude deducir de algunos adornos que tenían puestos en las paredes del local.

Tras darme un pequeño paseo por los alrededores del lodge volví al bar a tomarme un par de cervezas hasta la hora de la hamburguesa (aunque también había bocadillos de carne), mientras me entretenía observando discretamente la fauna del lugar. De fondo seguía el country y en la televisión un partido de futbol americano. Todos se alegraron mucho cuando los New York Jets ganaron a los Dallas Cowboys. No se porqué pero todo el mundo parecía tener mucha manía a los tejanos o, al menos, a su equipo de futbol. Al final resultó ser una tarde la mar de entretenida. Me fui a dormir cuando se hizo de noche, reventado después de conducir unos cuatrocientos kilómetros ese día. He de decir que mis anfitriones me miraron un tanto sorprendidos cuando les dije que venía desde Fairbanks. Imagino que mi ruta no era la habitual entre quienes van al sur desde esa ciudad.

Dormí como un tronco y a la mañana siguiente volví al bar para desayunar. Debería ser poco menos que imposible a esas alturas de viaje, pero lo cierto es que cometí un error de novato al pedir el desayuno pues tuve la brillante idea que pedir la ración grande de panqueques, una especie de torrijas gigantes mas o menos del tamaño de un plato llano, aderezadas con diferentes clases de siropes y mermeladas a gusto del consumidor, a cada cual mas dulce y empalagosa. Me costó disimular la risa cuando vi la ración, pequeña, que le sacaban al de la mesa de al lado quien había hecho el pedido justo antes que yo. Por supuesto fui incapaz de terminármela y, desde luego, ese día no comí. La taza de café, de estilo americano, te la rellenaban una y otra vez mientras fueses capaz de seguir bebiéndolo.

Cuando mas o menos había decidido que era absolutamente incapaz de comer nada mas se sentó en mi mesa otro cliente. Era un simpático cubano americano que llevaba algo mas de treinta años en Alaska. Todavía soy incapaz de imaginar un motivo para que un caribeño acabe viviendo en un lugar tan frío como Alaska, pero éste parecía perfectamente adaptado. Estuve un rato charlando con él y, por algunos comentarios que hizo, deduje que los demás parroquianos lo habían enviado donde mi para averiguar qué se le había perdido por allí a alguien como yo. Indudablemente, desde el punto de vista de aquellos alasqueños el único bicho raro que había en cincuenta kilómetros a la redonda era yo, un extranjero con el único coche que no era un 4x4 que había por allí, sin ropa de camuflaje y lo que es aún peor, sin un triste rifle en el maletero. Lo poco que teníamos en común, aparentemente, eran la barba y mis botas de monte.

El hombre se sorprendió bastante cuando le dije que no me interesaba la caza lo mas mínimo y que los únicos disparos que pensaba hacer eran con mi cámara de fotos pues, según parece, aunque en los meses de verano sí circulaban algunos turistas por allí, no solían hacer noche en esa ruta mientras que en la época en la que había aparecido yo, mediados de septiembre, la zona estaba plagada de cazadores deseosos de aprovechar esas escasas semanas de barra libre de pólvora y plomo. Pasé mas o menos media hora tomando café y charlando con él hasta que nos levantamos de la mesa. A él le esperaba un día de caza y a mi otro día de viaje hasta McCarthy, en el corazón del Parque Nacional Wrangell - St. Elias.

Poco rato después, tras pagar mi cuenta y despedirme de los amabilísimos dueños del lodge me puse de nuevo en marcha, con cierta pena por irme, lo confieso. La verdad es que arranqué cuando ya no fui capaz de encontrar un motivo para retrasar mi partida. No había una sola nube a la vista con lo que llevaba la friolera de dos días seguidos de buen tiempo. Tenía unos trescientos kilómetros por delante la mitad de los cuales aproximadamente serían por pista sin asfalto, lo que me aseguraba unas cuantas horas de entretenida conducción hasta mi destino, la pintoresca población de McCarthy en el interior del Parque Nacional Wrangell - St. Elias.
Nada mas cruzar el río McLaren la carretera vuelve a ganar altura hasta alcanzar, pocos kilómetros después, el McLaren Pass, el segundo puerto de montaña mas alto de Alaska. Dado que durante toda la ruta vas ascendiendo poco a poco, no da sensación precisamente de que estés salvando un gran desnivel hasta que llegas hasta allí y te encuentras la señal que marca el lugar. De todas formas, aun estando a escasos kilómetros del lodge me costó varias horas llegar hasta aquel alto ya que, pocos kilómetros después de salir, paré a mitad de subida para hacer unas fotos del valle y al final me quedé allí durante mas de una hora, puesto que unos minutos después de llegar yo aparcó un todoterreno a mi lado del que se bajó el simpático cubano del desayuno quien, prismáticos en mano, intentaba localizar la pieza que se quería cobrar en esos días, un alce macho.

Lo que son las cosas, donde a simple vista parecía no haber un solo animal resultó que, con ayuda de unos potentes prismáticos eso si, sí que había pues en un rato vimos no menos de una docena de alces, todos hembras con sus crías cuya caza, afortunadamente, no estaba permitida y un pequeño rebaño de caribúes. De mi ansiado lobo ni rastro, aunque me aseguraron que en esa zona cazaban varias manadas. La verdad es que pasé un rato la mar de agradable, aunque en mi fuero interno deseaba no ver ningún alce macho que se pusiera a tiro del rifle de aquel hombre. Al final me pasé toda la mañana prismáticos en mano pues unas millas después de cruzar el puerto una gran manada de caribúes se dejó ver desde la carretera, aunque no lo bastante cerca como para hacer alguna foto que valiese la pena.

Pasaba bastante de la una del mediodía cuando me acordé de mirar el reloj y me di cuenta de que no había avanzado prácticamente nada de lo que tenía por delante ese día y que a ese paso no iba a llegar nunca. En otras condiciones no me hubiese importado gran cosa, pero los últimos cien kilómetros de esa etapa eran por otra pista sin asfaltar y no me seducía nada la idea de hacerlos de noche. Además quería parar en el centro de visitantes del parque antes de que cerraran, así que tenía el tiempo justo para llegar siempre y cuando no me entretuviese demasiado por el camino.
Serían poco mas o menos las dos y media cuando llegué a Paxson, en el final de la Denali Highway. En resumen, Paxson es un cruce de carreteras con mas o menos unas tres casas que no justifican la condición de pueblo ni echándole mucha imaginación pero que, para los estándares de Alaska, es lo suficientemente grande cómo para tener un nombre propio y aparecer en un mapa. Ahí es nada.