
[align=justify] El ferry que me debía dejar en la península de Kenai atracó puntual a mediodía en el puerto de Whittier en medio de un potente aguacero. Mis planes consistían en dirigirme a la ciudad de Seward, en uno de los extremos de la península, y pasar allí un par de noches, empleando el resto del tiempo que me quedaba antes de ir a Anchorage en recorrer el resto de la península sin grandes planes preestablecidos.

Whittier es un pueblo de aspecto un tanto extraño. Posiblemente tenga que ver con su origen militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, como maniobra de distracción para ocultar su verdadero objetivo, el atolón de Midway, los japoneses bombardearon Unalaska y ocuparon otras dos pequeñas islas en el extremo de las Aleutianas, Attu y Kiska, momento en el que los Estados Unidos parecieron darse cuenta de que su nevera del norte tenía mas importancia estratégica de la que parecía en un primer momento. Así, se fundaron varias bases militares a lo largo y ancho de Alaska y se construyó una carretera en nueve meses que unía los territorios del norte al resto de los Estados Unidos atravesando Canadá, la popularmente conocida como “Alcan” o la Alaska - Canadá Highway, de mas de dos mil kilómetros de longitud. Una de esas bases fue Whittier, un puerto natural que tenía la ventaja de que sus aguas no se congelaban durante el largo invierno. La base militar ya no existe pero en el pueblo han quedado como legado, reconvertidos en viviendas, varias feas torres de hormigón que no hacen precisamente justicia al entorno.

Un túnel de un solo carril compartido con el tren comunica Whittier con el resto de la península por tierra. Son varios kilómetros de galería. En el peor de los casos tocará esperar un cuarto de hora a que el semáforo se ponga en verde y se pueda iniciar la marcha. Yo tuve suerte, pues tenía el paso libre cuando llegué a él y no tuve que esperar ni un minuto. Lo que son las cosas y el clima de esta zona, al otro lado del túnel llovía bastante menos. Por delante tenía un par de horas de viaje hasta Seward por un excelente carretera. Apenas paré, pues tenía que volver por esa misma ruta un par de días después y me sobraría tiempo para ello en ese momento. Ahora mi prioridad era llegar a Seward y cerrar mis planes para el día siguiente. Puesto que lo del kayak en Valdez no me había salido bien pensaba resarcirme pasando un día de pesca.

Los siempre amables empleados de la oficina de información de Seward me dirigieron rápidamente a una empresa que tenía prevista una salida para el día siguiente. Unos doscientos y pico dólares después tenía reservado pasaje para un largo día de navegación y pesca del halibut por la costa de Alaska. Antes de ir hacia el albergue me di una vuelta por el centro del pueblo. Para variar, éste me gustó, aunque no tenía gran cosa ni había un solo edificio que destacara pero en conjunto era bonito.

A la mañana siguiente me levanté temprano pues tenía que estar a las siete en punto en la oficina de la empresa con la que pasaría el día navegando y, esperaba, pescando. No desayuné demasiado y desde luego tomé muy poco líquido, apenas un té para evitar el dolor de cabeza mañanero que me machaca siempre que mi desayuno no incluye un café o, en su defecto, té. El tomar pocos líquidos (o ninguno) es el clásico truco para que aquellos, como en mi caso, poco acostumbrados a navegar evitemos mas fácilmente el mareo que provocan el mar picado y un barco pequeño. En mi caso además acompañé el té con una biodramina, por si acaso. Creo que es la primera vez que tomo esa pastilla. No se si funcionó pero lo cierto es que pasé un buen día. Otros pasajeros del barco no pudieron decir lo mismo. Y es que, salvo que estés muy acostumbrado a navegar por mares salvajes como el de Bering, ponerse a tomar café en taza gigante al mismo ritmo que los burros el agua es, a mi juicio, una insensatez que sólo puede terminar con medio cuerpo asomado fuera de la borda y el desayuno convertido en comida para los peces.

Puede que el error o, pongamos, el exceso de confianza viniese dado por el hecho de que las aguas del fiordo en cuyo fondo estaba el puerto de Seward fuesen como una balsa de aceite. El movimiento empezó al salir a mar abierto y ahí navegar, al menos para algunos, no fue tan divertido. Para mi si que lo fue. Lo cierto es que me moría de ganas de pasar un día en un mar habitualmente tan agitado como el de Bering. Si además caían un par de piezas mejor que mejor. Toda la costa que pudimos ver desde el barco es tremendamente abrupta, castigada sin piedad por unas olas que no paran de romper en los farallones de los acantilados. Es así un tanto antipática para mi gusto pues a pesar de ser un paisaje magnífico con innumerables cascadas , glaciares y fiordos de fondo, daba la sensación de que los navegantes no seríamos nada bien recibidos, pues apenas se veía un metro de costa en el que fuese posible desembarcar. No me parecía precisamente un buen lugar en el que naufragar. Esa costa no nos recibiría amigablemente, llegado el caso.

Varias horas después de zarpar paramos en mitad del mar y quedamos a la deriva. Imagino que el sonar señalaría la presencia de un banco de pescado y que eso convertía aquel lugar en uno tan bueno como cualquier otro para echar los anzuelos al agua. El cebo, trozos de arenque. No se si con un sonar es posible distinguir un banco de halibut de uno de sardinas o de una ballena. La realidad es que todos los pescadores empezamos a sacar del agua pequeños tiburones del tamaño de mi brazo que dieron cuenta rápidamente de los cebos que tanto el patrón como su ayudante iban colocando en nuestros anzuelos. Tras devolver al mar una buena cantidad de tiburones (yo saqué tres), todos vivos y con sus aletas intactas, por supuesto, el patrón decidió continuar la marcha durante un rato y buscar un lugar mejor en el que pescar lo que todos buscábamos, un par de sabrosos halibut por cabeza. Eso sí, no puedo negar que ese rato de pesca fue tan divertido como el siguiente pues los tiburoncillos aquellos tiraban bastante los condenados.

El día mejoraba, empezaba a salir el sol y a calentar un poquito, con lo que la travesía era incluso agradable, aunque no se puede decir que hubiese buena mar precisamente. No soy capaz de decir cuantas horas navegamos ese día aunque si que fueron muchas. Un rato después de ponernos de nuevo en marcha y dejar atrás aquel banco de tiburones volvimos a pararnos y vuelta a empezar. Esa vez la pesca se dio mejor pues empezamos a sacar del mar lo que habíamos ido a buscar, halibuts, concretamente dos por cabeza que es el cupo al que nos autorizaba nuestra licencia. Fue entretenido a pesar de que sacar a pulso de una profundidad de unos setenta y cinco metros peces de tres o cuatro kilos costaba lo suyo.

A primera hora de la tarde nos pusimos en marcha de nuevo con rumbo a puerto. La chica que venía como tripulante en el barco se pasó buena parte del viaje de vuelta limpiando y preparando el pescado. Impresionaba verla trabajar, la verdad. Llegamos a media tarde a Seward. La mayoría de los pescadores optaron por enviar sus capturas, convenientemente empaquetadas, a casa. Puesto que en mi caso eso no era posible opté por quedarme con una hermosa ración para cenar esa noche y donar el resto para caridad. En resumen, creo que es la ración de pescado mas cara que he comido en mi vida pero valió la pena. Me divertí.

La mañana siguiente amaneció despejada. No tenía ningún plan preconcebido salvo coger el coche y recorrer la península, hacer alguna parada por el camino e incluso darme un pequeño paseo, aunque la pierna seguía molestándome bastante y no iba a dar mucho de si. La carretera que bordea la península de Kenai termina en Homer, a varios cientos de kilómetros de donde estaba y ese fue al final mi destino. Por el camino lagos, ríos, bosques en pleno otoño y unos cuantos pueblitos, algunos de cuyos pequeños edificios delataban su origen ruso.
Como hacía buen día al final opté por llegar hasta Homer, al final de la Sterling Highway. De todos los pueblos que conocí a lo largo de mis tres semanas recorriendo Alaska creo que Homer fue el que mas me gustó de todos. Ubicado en el costado de una bonita bahía una lengua de tierra se adentra unos ocho kilómetros en el mar formando una barrera que convierte esa bahía en un enorme puerto natural. Al final de la misma restaurantes, tiendas, alguna galería de arte y empresas que ofertaban todo tipo de excursiones y actividades en torno a un pequeño faro daban al lugar un aspecto ciertamente pintoresco.

Esa noche me alojé en un albergue que había en Homer. Estaba francamente bien y siendo ya fin de temporada tuve suerte y lo tuve para mi sólo. Al día siguiente tenía que llegar a Anchorage, la mayor ciudad de Alaska aunque no su capital, donde mi viaje por el 49º Estado de la Unión tocaría a su fin. Pero ese es otro capítulo, uno breve, el último.
