[align=justify]Por la mañana, emprendimos el camino hacia las tierras altas, al Castlereagh Bungalow, de Ceylon Tea Trails. Uno de los caprichos del viaje y toda una experiencia.
En ruta, paramos en Aluvihara, un templo del que salí casi corriendo por miedo a no poder dormir nunca más tranquila. En principio, parece una versión diminuta de Dambulla. La roca en la que hay excavadas una multitud de hornacinas donde poner las lamparitas de aceite es preciosa.
La primera cueva está pintada a la manera budista habitual: colores llamativos, escenas de la vida de Buda y… ¡el infierno! Terroríficamente explícito.
Pero las pinturas no son lo peor. En otra de las cuevas hay diaporamas representando lo que podría ser el infierno. Mientras yo huía de allí tan rápido como me lo permitían mis pies descalzos, vi entrar a un grupo de tiernos escolares (no creo que tuviesen más de 6 o 7 años). ¿Pero que les están enseñando a sus niños?
Aprovechamos también para hacer una paradita en un jardín de especias. Esperaba mucho más, la verdad. Nos enseñan algunas plantas, nos explican alguna cosa y luego pasan al verdadero objeto de la visita: vender. Muy caro todo. Compramos un par de cosas baratas, vamos al baño y huimos de allí casi tan rápido como del Aluvihara.
No muy lejos, visitamos un templo hindú. Colorido en los vestidos, como siempre, pero esta vez no en la torre, curiosamente blanca. Me gustó mucho el ambiente.
Paramos a comer en un restaurante de carretera muy sencillo, pero escrupulosamente limpio. El matrimonio que lo lleva es encantador, no habla una palabra de inglés pero nos entendemos la mar de bien. Nos entendemos tan bien que, como parece que el sempiterno rice&curry del menú está flojucho, nos trae una bandejita de guindillas fritas. No sé si voy a ir al infierno o no, pero me matan fijo…
[/align]En ruta, paramos en Aluvihara, un templo del que salí casi corriendo por miedo a no poder dormir nunca más tranquila. En principio, parece una versión diminuta de Dambulla. La roca en la que hay excavadas una multitud de hornacinas donde poner las lamparitas de aceite es preciosa.


La primera cueva está pintada a la manera budista habitual: colores llamativos, escenas de la vida de Buda y… ¡el infierno! Terroríficamente explícito.


Pero las pinturas no son lo peor. En otra de las cuevas hay diaporamas representando lo que podría ser el infierno. Mientras yo huía de allí tan rápido como me lo permitían mis pies descalzos, vi entrar a un grupo de tiernos escolares (no creo que tuviesen más de 6 o 7 años). ¿Pero que les están enseñando a sus niños?
Aprovechamos también para hacer una paradita en un jardín de especias. Esperaba mucho más, la verdad. Nos enseñan algunas plantas, nos explican alguna cosa y luego pasan al verdadero objeto de la visita: vender. Muy caro todo. Compramos un par de cosas baratas, vamos al baño y huimos de allí casi tan rápido como del Aluvihara.
No muy lejos, visitamos un templo hindú. Colorido en los vestidos, como siempre, pero esta vez no en la torre, curiosamente blanca. Me gustó mucho el ambiente.



Paramos a comer en un restaurante de carretera muy sencillo, pero escrupulosamente limpio. El matrimonio que lo lleva es encantador, no habla una palabra de inglés pero nos entendemos la mar de bien. Nos entendemos tan bien que, como parece que el sempiterno rice&curry del menú está flojucho, nos trae una bandejita de guindillas fritas. No sé si voy a ir al infierno o no, pero me matan fijo…
