El camino hasta Castlereagh fue largo y lento. La carretera empeoraba por momentos (y eso en Sri Lanka es decir mucho) y tuvimos que preguntar un par de veces hasta encontrar el bungalow. Pero cuando llegas todo ha valido la pena.
Es algo así como si hubieses retrocedido casi 100 años en el tiempo y fueses a visitar a uno de tus amigos que, casualmente, es el dueño de una plantación de te. La casa tiene solo cinco habitaciones, que no se cierran con llave (si un amigo te invita a su casa ¿cierras la puerta de la habitación con llave?) La estructura del edificio y los suelos son los originales de principios del siglo XX. Es como entrar en un museo, solo que puedes sentarte en los sillones, tumbarte en las camas y usar el servicio de te expuesto en la vitrina.
Nos recibió el manager, nos llevó a la habitación y nos explicó el funcionamiento de la casa. Se disculpó porque en la habitación no había teléfono (¡el timbre podría molestarnos! De verdad que nos dijo eso), pero teníamos un timbre desde el cual llamar en cualquier momento (del día y la noche) al mayordomo, que atendería todos nuestros deseos. Tentada estuve de usarlo un par de veces, a ver que pasaba, pero como soy de costumbres sencillas, me abstuve.
Después de refrescarnos, adecentaros y, sobretodo, peinarnos, nos ofrecieron un te. Claro, aquí un te no iba a ser cualquier cosa. Carta con ocho tipos de te (¿y yo cual escojo?), sándwiches de pepino, bizcocho de dos tipos, repostería y scoons con crema y mermelada casera.
Mientras tomábamos el te, vino a saludarnos el chef. Y de paso, a discutir el menú de la cena (¿después de la merendola había que cenar?). No hay carta. El chef te propone unos platos y, si la opción no te parece bien, se adapta a tus gustos. Claro que no hay carta. Cuando vas a casa de un amigo, pasa eso. Cenas lo que hay. La verdad es que todo lo que nos propuso el chef (ese día y todos los demás) nos pareció estupendo, excepto unos calamares (a mi no me gustan mucho) que rápidamente cambió por una ensalada de camembert caliente.
Paseamos un rato por el jardín (las vistas son preciosas), leímos alguno de los muchos libros de fotografías que hay en la casa y, antes de cenar nos tomamos una copita de oporto con unos minirollitos de primavera para picar (claro, claro… apenas habíamos merendado).
La cena en la veranda, una delicia. Vino tinto, platos exquisitos, todos decorados con una hojita de te, pan casero, tertulia relajada y, de nuevo, la visita del chef, que viene a consultarnos sobre el desayuno. ¿De que vamos a tomar el zumo? ¿Nos apetecerá un plato de fruta fresca? ¿Cómo tomaremos los huevos? Dios, estoy muerta y he ido directa al paraíso.
De vuelta a la habitación (hay que dormir para recuperarse de las emociones), nos han abierto la cama, han puesto las mosquiteras, se han llevado el montón de ropa sucia que traíamos (sí, también incluye la colada; esto es un todo incluido y no los del Caribe) y nos han dejado unas hojitas de te junto con una tarjeta deseándonos buenas noches. Me queda la duda. Si toco el timbre ¿vendrá el mayordomo a arroparme?
La jornada siguiente la dedicamos a disfrutar del fresquito de Castlereagh, de sus jardines, de la comida y también visitamos una fabrica de te, la de Norwood.
El último día en las tierras altas hicimos una excursión agotadora a Nuwara Eliya. Muchas horas de coche (carretera en obras) y poquísimo tiempo en Nuwara Eliya.
Lo que nos faltaba... carretera en obras.
Eso sí, el paisaje es precioso.
Paramos en un par de tiendas para guiris, vimos algunas cataratas, visitamos un templo hindú que desafiaba con osadía todas las normas estéticas existentes y nos comimos el picnic que nuestro chef había preparado con todo su amor: hasta muslos de pollo nos había puesto. Eso es un picnic, sí señor. Nos lo zampamos en el jardín botánico de Nuwara Eliya, como hacen ellos.
Después, una breve visita a Buduruwagala. Breve porque tampoco da mucho de si, la verdad.
Llegamos tardísimo y muy cansados al hotel. Una copita antes de cenar, rice & curry comestible (picaba solo lo justo) y a dormir. Mañana nos vamos de aquí, que pena…
Es algo así como si hubieses retrocedido casi 100 años en el tiempo y fueses a visitar a uno de tus amigos que, casualmente, es el dueño de una plantación de te. La casa tiene solo cinco habitaciones, que no se cierran con llave (si un amigo te invita a su casa ¿cierras la puerta de la habitación con llave?) La estructura del edificio y los suelos son los originales de principios del siglo XX. Es como entrar en un museo, solo que puedes sentarte en los sillones, tumbarte en las camas y usar el servicio de te expuesto en la vitrina.
Nos recibió el manager, nos llevó a la habitación y nos explicó el funcionamiento de la casa. Se disculpó porque en la habitación no había teléfono (¡el timbre podría molestarnos! De verdad que nos dijo eso), pero teníamos un timbre desde el cual llamar en cualquier momento (del día y la noche) al mayordomo, que atendería todos nuestros deseos. Tentada estuve de usarlo un par de veces, a ver que pasaba, pero como soy de costumbres sencillas, me abstuve.
Después de refrescarnos, adecentaros y, sobretodo, peinarnos, nos ofrecieron un te. Claro, aquí un te no iba a ser cualquier cosa. Carta con ocho tipos de te (¿y yo cual escojo?), sándwiches de pepino, bizcocho de dos tipos, repostería y scoons con crema y mermelada casera.
Mientras tomábamos el te, vino a saludarnos el chef. Y de paso, a discutir el menú de la cena (¿después de la merendola había que cenar?). No hay carta. El chef te propone unos platos y, si la opción no te parece bien, se adapta a tus gustos. Claro que no hay carta. Cuando vas a casa de un amigo, pasa eso. Cenas lo que hay. La verdad es que todo lo que nos propuso el chef (ese día y todos los demás) nos pareció estupendo, excepto unos calamares (a mi no me gustan mucho) que rápidamente cambió por una ensalada de camembert caliente.
Paseamos un rato por el jardín (las vistas son preciosas), leímos alguno de los muchos libros de fotografías que hay en la casa y, antes de cenar nos tomamos una copita de oporto con unos minirollitos de primavera para picar (claro, claro… apenas habíamos merendado).
La cena en la veranda, una delicia. Vino tinto, platos exquisitos, todos decorados con una hojita de te, pan casero, tertulia relajada y, de nuevo, la visita del chef, que viene a consultarnos sobre el desayuno. ¿De que vamos a tomar el zumo? ¿Nos apetecerá un plato de fruta fresca? ¿Cómo tomaremos los huevos? Dios, estoy muerta y he ido directa al paraíso.
De vuelta a la habitación (hay que dormir para recuperarse de las emociones), nos han abierto la cama, han puesto las mosquiteras, se han llevado el montón de ropa sucia que traíamos (sí, también incluye la colada; esto es un todo incluido y no los del Caribe) y nos han dejado unas hojitas de te junto con una tarjeta deseándonos buenas noches. Me queda la duda. Si toco el timbre ¿vendrá el mayordomo a arroparme?
La jornada siguiente la dedicamos a disfrutar del fresquito de Castlereagh, de sus jardines, de la comida y también visitamos una fabrica de te, la de Norwood.
El último día en las tierras altas hicimos una excursión agotadora a Nuwara Eliya. Muchas horas de coche (carretera en obras) y poquísimo tiempo en Nuwara Eliya.
Lo que nos faltaba... carretera en obras.
Eso sí, el paisaje es precioso.
Paramos en un par de tiendas para guiris, vimos algunas cataratas, visitamos un templo hindú que desafiaba con osadía todas las normas estéticas existentes y nos comimos el picnic que nuestro chef había preparado con todo su amor: hasta muslos de pollo nos había puesto. Eso es un picnic, sí señor. Nos lo zampamos en el jardín botánico de Nuwara Eliya, como hacen ellos.
Después, una breve visita a Buduruwagala. Breve porque tampoco da mucho de si, la verdad.
Llegamos tardísimo y muy cansados al hotel. Una copita antes de cenar, rice & curry comestible (picaba solo lo justo) y a dormir. Mañana nos vamos de aquí, que pena…