Hasta que no lo ves en un mapa, cuesta darse cuenta de lo lejos que está Uzbekistán de España: en avión, hay casi seis mil kilómetros desde Madrid a Taskent y por carretera nos iríamos a más de siete mil.

Al no existir vuelos directos en ese momento (parece que se van a establecer próximamente), el viaje requería al menos una escala. Según he leído, hace unos años era habitual ir vía Moscú, pero con la situación bélica actual tal opción resulta imposible, con lo cual lo más fácil es trasbordar en Estambul. Los vuelos fueron con Turkish Airlines, que nos cambió un par de veces los horarios, algo “normal”, al parecer, por parte de esta compañía en los últimos tiempos. La escala de la ida era de menos de dos horas y el avión salió de Madrid con más de treinta minutos de retraso, de modo que cruzamos los dedos para no perder la conexión con Taskent. Es cierto que al ser billetes de la misma aerolínea emitidos juntos (de hecho, llevábamos impresas las dos tarjetas de embarque y las maletas iban al destino final), suelen esperar si existen demoras, pero nunca se sabe. El vuelo duró cuatro horas y media y, afortunadamente, un empleado situado a la salida del finger nos guio hasta la puerta de embarque y nos sobró tiempo. Teníamos por delante un vuelo de otras cuatro horas.


Al margen de los problemas citados, los aviones de Turkish me resultaron bastante cómodos comparados con los de otras compañías aéreas. Disponen de pantallas individuales con entretenimiento variado y películas en español; también sirvieron un menú decente en ambos vuelos y llevábamos una maleta facturada de hasta 23 kilos, todo incluido en el precio. Además de manta y cojín, nos facilitaron un pequeño neceser muy mono con antifaz, tapones para los oídos, auriculares y unos calcetines suavecitos, que me vinieron muy bien después, para utilizar en las mezquitas.


Como suelo hacer, aproveché los tiempos muertos para enterarme de algunas cosillas básicas sobre uno de esos países asiáticos que formaron parte de la extinguida Unión Soviética y cuyo nombre acaba en “stán”, entre los que el que más nos suena (Afganistán) no es por nada grato, precisamente. Pero eso no viene a cuento ahora. La República de Uzbekistán, independiente desde 1991, se encuentra en Asia Central y es uno de los dos países del mundo –junto con Liechtenstein- doblemente aislados del mar, lo que significa que se precisa cruzar al menos dos fronteras para llegar al mar, sin considerar como tales el Mar Caspio y el Mar de Aral, ya casi seco. Con una superficie de 447.000 km2, es el país más poblado de su región, superando los 35.000.000 de habitantes, de los cuales más de un 80 por ciento son de religión musulmana. El idioma oficial es el uzbeco -con caracteres latinos desde su independencia-, pero también se utiliza mucho el ruso. Su economía se basa en la producción de materias primas, la explotación de recursos naturales y la minería (oro, uranio, gas natural…). Entre los cultivos destaca el algodón; luego, la seda, el trigo, las frutas y las verduras. También tienen vino. A lo largo del viaje, vimos a muchas personas, hombres y mujeres, trabajando en los campos.

Nos tocó estar toda la noche de aviones y aeropuertos. Salimos de Madrid a las 7 y media de la tarde y llegamos a Taskent en torno a las ocho de la mañana, teniendo en cuenta que el horario en Uzbekistán era en mayo de cuatro horas más que en España, lo que durante el verano se reduce a tres. Al principio, el segundo vuelo nos llevaría desde Estambul a Samarcanda, pero unos días antes de partir nos comunicaron que se había cancelado: primera pifia aérea de la lista.

Pisamos suelo uzbeco con sol y buena temperatura, sobre veinticinco grados, si bien el cielo no aparecía azul sino grisáceo por la calima, algo bastante habitual, según comprobamos en los días sucesivos. Desayunamos en el bufet de un hotel de cinco estrellas de la capital, quizás para mantenernos con la moral alta, pues aún nos quedaba llegar a Samarcanda. También cambiamos algo de dinero, ya que el uso de las tarjetas no está tan extendido como aquí y, sobre todo, los vendedores callejeros y en los mercados no las aceptan. Los billetes son chulos y tienen motivos relacionados con la historia y los monumentos del país.
